Alberto Ortiz Lobo es uno de nuestros autores de cabecera. Hoy traemos un texto suyo que acabamos de leer y nos ha parecido más que recomendable, sobre los riesgos y problemas que lleva aparejada la práctica psiquiátrica-psicológica en nuestro entorno y también, e igual de importante, cómo podría establecerse esa práctica de forma que disminuyeran dichos riesgos y se maximizaran los beneficios. Los beneficios para las personas que atendemos, evidentemente.
Ya hemos recogido otros textos fundamentales de Ortiz (sobre prevención cuaternaria o el uso de antidepresivos) y hemos reseñado su libro, Hacia una psiquiatría crítica, de imprescindible lectura. El trabajo de hoy ha sido publicado en la página de la Asociación Madrileña de Salud Mental. En nuestra opinión, la mejor asociación profesional de salud mental de nuestro país: libre de financiación de la industria, con jornadas y conferencias de gran interés y que además se molestan en grabar y ofrecer luego en su blog de forma desinteresada (no se pierdan ésta de Jim Van Os), y un grupo de profesionales críticos, en el mejor sentido de la palabra. Como decía Sabina, Madrid es una ciudad invivible, pero insustituible...
Y sin más (ni menos), el texto de Alberto Ortiz:
El arte de hacer el mínimo daño en salud mental
En los últimos años se está produciendo una expansión del conocimiento y la práctica de la prevención cuaternaria de la mano, principalmente, de la Atención Primaria (1,2). Se trata de una actividad clínica exigente, que precisa del conocimiento exhaustivo de los daños potenciales que se pueden infligir a los pacientes, reconocerlos en nuestra propia práctica y poner en juego entonces, alternativas que los eliminen o, al menos, que los reduzcan.
La salud mental es un campo asistencial particularmente diverso, mal delimitado, complejo en su conceptualización, heterogéneo en sus prácticas y con efectos difícilmente medibles. La subjetividad impregna, enriqueciendo y complicando esta disciplina y también contribuye a esconder los perjuicios que puede producir. Todo ello pone de manifiesto la necesidad de esclarecer y dar cuenta de la iatrogenia y sus condicionantes en la práctica de la salud mental, punto de partida para poder desarrollar una clínica basada en el arte de hacer el mínimo daño (3).
1. Condicionantes socioculturales y éticos de la iatrogenia
La psiquiatría y psicología actuales han alcanzado en los últimos decenios una expansión sin precedentes: los servicios de salud mental han crecido ostensiblemente, los tratamientos psicofarmacológicos y psicoterapéuticos se han popularizado, tanto la psiquiatría como la psicología tienen una presencia relevante en ámbitos jurídicos, laborales, académicos, sociales… y a través de los medios de comunicación sus profesionales promocionan con éxito la importancia de estas disciplinas. Este éxito social lleva aparejada una expropiación de la salud mental de los ciudadanos que sienten que ya no pueden enfrentar muchos de los eventos vitales cotidianos sin consultarlo con un profesional. La dependencia y confianza en la tecnología “psi” ha alcanzado unos niveles extraordinarios debido a que se han exagerado sus efectos positivos y se ha despreciado el daño que producen. Las terapias de aconsejamiento, cognitivo-conductuales, psicoanalíticas y de todo tipo aparecen como remedios casi mágicos que pueden eliminar el malestar del sujeto producido por el enfrentamiento consciente con la vida. De igual manera, los psicofármacos se han convertido en la única respuesta a muchos de los conflictos ordiniarios, lo que ha favorecido que sus ventas se hayan disparado. En estos días, nuestra concepción de una vida plena es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que seamos capaces de manejarlo (4).
Esta dependencia de los profesionales de la salud mental se produce también en una sociedad consagrada al individualismo, donde cada uno es responsable de su éxito o su fracaso y los conflictos sociales se convierten en asuntos personales. A su vez, en el propio sujeto se ha producido una transformación de sus dilemas éticos y de la frustración de sus deseos laborales, familiares o personales, en problemas mentales. Todo es remitido a la salud mental que se ha convertido en un bien de consumo que vende la industria farmacéutica o psicoterapéutica (5). De este modo, la psiquiatría y la psicología han ampliado su campo de actuación de forma casi ilimitada por lo que su potencial capacidad de perjudicar a las personas es extraordinaria, como veremos.
Curiosamente, el encumbramiento y la expansión de estas disciplinas se produce aún cuando no existe una conceptualización definitiva de las enfermedades mentales, persiste un desconocimiento de sus causas, generación y desarrollo y las teorías que intentan dar cuenta de ello son diversas y con planteamientos y propuestas de tratamiento que a veces resultan antagónicos. En el caso de la psiquiatría, el modelo hegemónico actual es el biomédico, centrado en los síntomas y en el individuo y que relega a un segundo plano el contexto, los factores socioculturales, la historia, etc. Se trata un modelo muy influenciado por los intereses comerciales y financieros de la industria farmacéutica principalmente y que se ampara en un autoritarismo pseudocientífico cuya fundamentación neuroquímica no está probada (6,7). Esta forma de entender los problemas mentales que no puede aprehender lo humano (cultura, valores, significados…) con sus herramientas positivistas, favorece los excesos y perjuicios en la práctica de la salud mental.
Todos estos condicionantes propician el intervencionismo y que este se realice además desde una dinámica vertical, paternalista, en la que el paciente se pone en manos de un profesional “experto” que nombra qué tiene el paciente y decide qué tratamiento ha de recibir. En muchas ocasiones, parecería que el profesional posee, no solo el conocimiento científico-técnico, sino también el juicio moral para decidir acertadamente lo mejor para el beneficio del paciente sin tener que contar con su opinión. El paciente queda muchas veces relegado a obedecer y confiar ciegamente en el profesional que actúa guiado por el principio de beneficencia en detrimento del principio de autonomía. Sin embargo, el principio de no maleficencia (primum non nocere) es el primero y más fundamental del profesional sanitario, sin desconsiderar los otros.
El principio hipocrático primum non nocere se ha comprendido tradicionalmente de esta manera: actúa para los mejores intereses de tu paciente o actúa de manera que los daños ocasionados por el tratamiento no excedan sus beneficios. El problema es que, desde esta perspectiva de beneficiar al paciente, junto con un optimismo exagerado de los tratamientos, se han escrito muchos episodios de intervenciones atroces en la historia de la medicina y de la psiquiatría desde sus inicios hasta la actualidad. Las trepanaciones, el tratamiento moral, el coma insulínico, la malarioterapia, la lobotomía… todas se realizaron para beneficiar al paciente. Primum non nocere expresa dos partes: un mandato a ayudar y un mandato a no dañar. La interpretación permisiva de este principio da prioridad a la primera sobre la segunda y ha justificado estas atrocidades (8).
Pero hay otra interpretación más acorde con la doctrina del consentimiento informado y las decisiones compartidas. Es la interpretación preclusiva del primum non nocere, en la que se da prioridad al mandato de no dañar sobre el de ayudar al paciente. No dañar no significa “no tener intención de dañar” ni tampoco “esperar no dañar”. Así, implícitamente, hay además un mandato de ser tan consciente como sea posible de los daños potenciales que se puedan derivar de la intervención. En el caso de intervenciones coercitivas, la obligación de no dañar aumenta en importancia respecto a los tratamientos consensuados donde el paciente voluntariamente asume los riesgos.
Esta interpretación permite que, aunque las intervenciones excedan en beneficios a los daños, puedan ser anulables en el caso de un tratamiento consensuado por la voluntad del paciente y, en el caso de tratamientos no consensuados, por un juzgado o por una directriz previa del paciente cuando era competente, a través de un poder jurídico o una declaración de voluntades anticipadas. Además, esta interpretación preclusiva es la que está más acorde con la mejor práctica médica actual en la que necesariamente se requiere la adherencia a la doctrina del consentimiento informado. La interpretación permisiva, en cambio, refleja un paternalismo médico (8).
Todos estos condicionantes sociales, culturales, económicos y éticos favorecen una práctica clínica excesiva, sesgada, centrada en la “enfermedad” y en el profesional, que cuenta con un poder extraordinario. Sin embargo, la iatrogenia derivada de la práctica de la salud mental puede ser reducida por un profesional consciente de los daños que puede causar, de sus conflictos intelectuales y personales, y que sea capaz de construir relaciones terapéuticas horizontales en la medida de lo posible.
2. Conflictos intelectuales y personales del profesional
La complejidad de la salud mental, en la encrucijada de perspectivas biológicas, sociales, antropológicas, psicológicas, filosóficas… resulta fascinante y, como todo aquello que no tiene una explicación definitiva, da lugar con facilidad a fanatismos. No es sencillo navegar en la incertidumbre y las distintas teorías sobre los problemas mentales nos proporcionan mapas con los que ubicarnos, siempre de forma provisional, en el laberinto de las emociones humanas, los pensamientos y las conductas, pero no constituyen la “Verdad”. Identificarse de manera acrítica con cualquier teoría, sea cual sea, nos conduce a su aplicación sistemática, independientemente del paciente o la situación clínica que tengamos que abordar. Igualmente, convertirse en experto en un determinado trastorno mental, lleva aparejado el peligro de diagnosticarlo con mucha mayor frecuencia y con la seguridad además, de que los juicios clínicos sesgados son precisamente el fruto del conocimiento superlativo y la perspicacia en detectar dicho trastorno.
Evidentemente, estos conflictos intelectuales no son malintencionados, pero rara vez tenemos conciencia de ellos y se mantienen por el sesgo de confirmación, que es la tendencia a buscar y encontrar pruebas confirmatorias de las creencias existentes y a ignorar o reinterpretar pruebas que las desafíen. La identificación con una teoría (o con un tipo de patología) nos proporciona un sentido de coherencia profesional y nos hace sentir cómodos, sin tener que movernos de nuestro marco, pero el compromiso con el cuidado del paciente queda subrogado al compromiso con mi teoría, que no es la única, ni la verdadera ni, por supuesto, la más útil para todas las situaciones clínicas. De hecho, algo que caracteriza a las distintas perspectivas (psicoanalítica, biologicista, sistémica, cognitiva…) es que ninguna es la mejor aproximación para todos los problemas mentales y que todas ellas tienen el riesgo de patologizar la conducta humana cuando esta es analizada en un dispositivo asistencial. Ambos aspectos pueden resultar muy dañinos para los pacientes porque los exponen a tratamientos inadecuados, innecesarios o excesivos (9). Se ha descrito que los psicoterapeutas con mayor implicación emocional en un solo modelo teórico pueden ser potencialmente más dañinos que aquellos con mayor experiencia en seleccionar distintas terapias (10). Igualmente, la aplicación rígida de una técnica o aferrarse a un manual o protocolo, que suele ser más habitual en psicoterapeutas noveles, puede ser una fuente de problemas en aquellos pacientes y relaciones terapéuticas que no se ajustan exactamente al molde preestablecido (11).
El instrumento de trabajo de los profesionales de salud mental es nuestra propia persona. Son imprescindibles los conocimientos técnicos, pero estos se ponen en juego en una relación interpersonal en la que fluyen actitudes, emociones, ideas, conductas y se establecen dinámicas que condicionan el éxito del tratamiento y la mejoría clínica del paciente.
Tradicionalmente se ha sostenido que algunas características personales del profesional favorecen el desarrollo de una buena alianza de trabajo en salud mental y su mejor evolución. La empatía (definida como la capacidad de reconocer las emociones del otro), la calidez (estar pendiente del paciente con una consideración positiva, sin pretender vivir su vida por él) y la autenticidad (la capacidad del profesional de ser genuino y no interpretar un papel) son los rasgos más señalados en este sentido (10). Por otro lado, están nuestras necesidades personales que nos guían en nuestras relaciones con familia, amigos o compañeros pero que también pueden hacerse presentes en la relación terapéutica y desvían la atención y el respeto al paciente durante el tratamiento y favorecen que resulte perjudicado. En numerosas ocasiones estamos ciegos a estos conflictos y actuamos “bienintencionadamente”, pero provocando daños. Dependiendo de la personalidad del profesional (y de su interacción con la del paciente) se producirán distintas dinámicas potencialmente dañinas. Uno miedoso o inseguro evitará el tratamiento con muchos pacientes que lo necesitan, otro más emocional corre el riesgo de sobreimplicarse, perder los objetivos y tareas del tratamiento y favorecer la dependencia, aquél más obsesivo puede atender muy bien al encuadre formal pero no profundizar en lo emocional de los conflictos, un profesional autoritario con actitudes que exijan apertura, expresión emocional y cambio puede ser responsable del deterioro de un paciente que se siente innecesariamente expuesto y vulnerable… así hasta llegar a múltiples posibles interacciones (12).
Las necesidades personales más frecuentes que pueden conducirnos a tratar a los pacientes de forma inadecuada o cuando no lo necesitan, son aquellas que favorecen la verticalidad de la relación. Ya hemos adelantado algunos inconvenientes del paternalismo y cómo propicia la dependencia del paciente y reduce su capacidad de gestión de las emociones y conflictos mediante sus propias herramientas. Buena parte de los profesionales tienen una actitud relacional con sus pacientes caracterizada por el liderazgo y la asunción de toda la responsabilidad del trabajo terapéutico. Es un estilo directivo que deja menos espacio al paciente para tener iniciativa, tomar decisiones, participar o cuestionar el tratamiento. La omnipotencia conduce a los profesionales a tener que tener una respuesta para todo y a involucrarse en tratamientos inadecuados para alcanzar objetivos poco realistas. Algo parecido puede suceder cuando en nuestra consulta nos encontramos en muchas ocasiones con personas que sufren circunstancias personales trágicas (víctimas de accidentes, catástrofes, duelos traumáticos, etc.) que nos provocan intensos sentimientos de compasión. En esos momentos, es fácil que perdamos la perspectiva técnica que nos haga pensar en el paciente y preguntarnos si verdaderamente podemos ayudarlo, e intervengamos desde nuestra necesidad personal de hacer algo, aunque no sea eficaz, para calmar nuestra pena. Aunque nuestra voluntad de ayuda es intachable, podemos estar creando unas expectativas que no vamos a poder satisfacer, o involucramos al paciente en un trabajo del que puede salir sintiéndose más frustrado, impotente o culpabilizado.
Hay profesionales que tienen en el trabajo su mayor fuente de reconocimiento y valía y sus actuaciones están principalmente encaminadas a conseguir halagos de sus pacientes. Es posible que la vanidad profesional sea un buen estímulo para trabajar mejor y obtener buenos resultados, pero cuando esta necesidad es excesiva, el profesional puede desviar su atención de la tarea hacia sí mismo, con el objetivo de sentirse admirado. Son profesionales que pueden ser muy seductores con sus pacientes y estos a su vez idealizarlos. Otras veces podemos intervenir desde la necesidad de defendernos. Se toleran mejor los errores por comisión (“yo lo traté para mejorarlo aunque ahora esté peor”) que los error por omisión (“está peor y no hice nada en su momento”), lo que nos conduce a intervenir por inercia. De nuevo estamos actuando nuestras necesidades personales en detrimento de la seguridad del paciente (3).
3. Los excesos y perjuicios de la práctica clínica
Las posibilidades de dañar en salud mental son muchas y variadas (3) y no se pueden resumir en unas líneas. Las más llamativas provienen de la capacidad coercitiva de la psiquiatría: administración de medicamentos sin el consentimiento del paciente, muchas veces de forma crónica, uso de la contención mecánica, ingresos involuntarios, tratamientos ambulatorios involuntarios, confinamientos sine die en centros psiquiátricos penitenciarios basados en delitos inimputables o argumentados por una peligrosidad del sujeto, etc. El hecho de que el psiquiatra crea sinceramente que su intervención es lo mejor para los intereses del sujeto no atenúa el perjuicio al paciente. Es fundamental que los psiquiatras tomemos conciencia de que una intervención que utiliza la coerción necesariamente causa un daño y que es imprescindible esforzarse en conseguir acuerdos de tratamiento a través de la negociación. Los tratamientos coercitivos producen un sentimiento de violación o abuso de los derechos humanos en la medida que se restringe la autonomía del sujeto o se limita su participación en la toma de decisiones. Pueden surgir en los pacientes sentimientos de no ser escuchados, respetados o cuidados y pueden aparecer respuestas emocionales negativas muy fuertes que llevan a estas personas a sentirse devaluadas y estigmatizadas. Este tipo de intervenciones alimenta la creencia de que las personas no son responsables de sus acciones, no son capaces de responder a una discusión racional o a la persuasión o de que son peligrosos. Las intervenciones coercitivas conculcan los derechos del sujeto y esto supone una disminución de su condición de persona a corto plazo o su destrucción definitiva al desposeer al ciudadano de sus facultades como ser humano para desarrollar legítimamente los propósitos y los fines de su vida (8). Por otra parte, no deja de ser llamativo cómo el empleo de la coerción varía tan extraordinariamente entre países y profesionales: no hay una objetividad científica que ajuste el empleo de intervenciones tan perjudiciales (12,13).
La extraordinaria expansión de la psiquiatría y la psicología en los últimos años ha favorecido otra forma de daño: el indicar tratamientos en personas que no se van a beneficiar de ellos. Se ha producido un fenómeno de psiquiatrización y psicologización de la vida cotidiana que ha transformado las emociones saludables pero desagradables, la timidez, el fracaso escolar, la sexualidad, etc. y cualquier comportamiento que se desvíe de la normalidad estadística o de lo aceptable socialmente, en un problema mental que precisa un tratamiento. Los sentimientos de tristeza, temor, indignación, rabia, ansiedad… que aparecen en el contexto de circunstancias vitales difíciles, aunque se produzca un sufrimiento psíquico, son fundamentalmente necesarios y adaptativos. Dan cuenta de la gravedad de la situación y nos preparan para afrontarla en la medida de lo posible. Realizar una intervención sanitaria en estas circunstancias, como dar un antidepresivo o realizar hacer una psicoterapia breve tiene varios peligros potenciales como patologizar y convertir en enfermedad una respuesta emocional dolorosa, pero sana y adaptativa u ofrecer falsas esperanzas cuando el tratamiento que se ofrece como una solución, en ningún caso va a resolver el problema social subyacente. El intervencionismo también infantiliza y genera dependencias inútiles ya que si ante una reacción emocional dolorosa pero sana se obtiene una respuesta sanitaria, se favorece que los ciudadanos ya consulten siempre ante cualquier adversidad que le produzca malestar. Lo que se les transmite es que ellos no tienen recursos para salir adelante y que necesitan de un “experto” que les guíe o se haga cargo de sus emociones. En otros casos se puede culpabilizar al transformar una injusticia social, como la precariedad laboral, por ejemplo, en un problema personal del paciente. El mensaje implícito que conlleva el tratamiento es que el problema está en él, dentro del individuo, ya sea en forma de desequilibrio de los neurotransmisores o de conflicto psíquico. Esta perspectiva propugna un adaptacionismo personal frente a situaciones sociales injustas y puede convertir a los médicos y psicólogos en “colaboracionistas” ya que el tratamiento puede distraer o provocar resignación en la medida que se pone el foco en el individuo y no en el conflicto social y se desvían recursos y energías. En estos casos, se enmarca en un problema sanitario, individual e íntimo asuntos que son de orden social, colectivo y públicos. Finalmente al indicar un tratamiento se corre el peligro de estigmatizar aunque no dé un diagnóstico y puede conducir a un mayor aislamiento o discriminación (14).
Más allá de los perjuicios implícitos cuando realizamos intervenciones sanitarias en personas con reacciones emocionales de sufrimiento adaptativas, se encuentran los estudios de eficacia de las mismas. Probablemente las intervenciones más estudiadas en este ámbito son la psicoterapia en los duelos y las intervenciones que se realizan en las víctimas supervivientes de catástrofes naturales, accidentes o atentados. En ambos casos, cuando estas intervenciones se realizan a demanda o de forma indiscriminada, los resultados globales resultan negativos, causan mayor daño que beneficio (15-18). De modo que, aunque técnicamente fuéramos unos excelentes profesionales, no podemos evitar los efectos secundarios de las intervenciones bien hechas y hay que limitarlas en la medida de lo posible. En este sentido, los tratamientos psicológicos siempre se han considerado, al menos, inocuos, pero si reconocemos su potencial terapéutico, también tenemos que considerar su capacidad para dañar. Se ha calculado que entre un tres y un 15% de los pacientes empeoran tras realizar un tratamiento psicoterapéutico. En los últimos años se está comenzando a estudiar más a fondo los perjuicios que producen las intervenciones psicológicas, desde el establecimiento de una relación terapéutica (19) hasta la aplicación de determinados procedimientos y en en distintos problemas clínicos (20,21). Las interpretaciones que se hacen en psicoterapia y que pueden ser muy ajustadas a la teoría del profesional, sea cual sea, lejos de promover una mejoría final, en ocasiones pueden resultar muy dañinas y culpabilizadoras para el paciente y la familia si se toman como una verdad incuestionable. Todo esto, evidentemente, siempre contando con que el desempeño clínico del profesional es bueno, pues los daños que puede producir un mal profesional son obvios.
La investigación sobre los psicofármacos, su eficacia y sus perjuicios está abrumadamente financiada por la industria farmacéutica, por lo que existe un grave sesgo en la valoración de estos aspectos. De esta manera, los perjuicios que producen los psicofármacos, más allá de los efectos adversos que aparecen en su ficha técnica (algunos de ellos frecuentes y graves como el deterioro de la función sexual que provocan los antidepresivos o la merma cognitiva que producen los neurolépticos, por ejemplo), tienen que ver con su uso prolongado y con el modelo de tratamiento desde el cual se prescriben. Con la expansión de la industria psicofarmacológica desde los años 90 del siglo pasado hasta la actualidad se ha vendido un modelo de enfermedad biologicista en el que la causa del trastorno mental es un desequilibrio neuroquímico. Para ello se han ido ofertando teorías serotoninérgicas, dopaminérgicas, noradrenérgicas… que han ido cambiando con la aparición de nuevas moléculas prometedoras para los distintos trastornos. El mito del desequilibrio químico ya ha sido muy contestado (22,23), pero hasta el momento, ha favorecido que los psicofármacos se hayan dispensado de manera universal como el tratamiento adecuado a una “enfermedad cerebral”, por periodos perjudicialmente largos (24,25), muchas veces en múltiples combinaciones y casi siempre como respuesta única o prioritaria. Finalmente, parece que los psicofármacos no corrigen desequilibrios en los neurotransmisores sino que, al contrario, los provocan e inducen estados psicológicos que pueden resultar útiles de forma inespecífica en el tratamiento de ciertos síntomas. Este efecto difuso pone cada vez más en perspectiva su efectividad y alerta sobre los daños que pueden causar, especialmente con su uso crónico (14,22).
Los diagnósticos categoriales tipo DSM/CIE no tienen un carácter sustantivo, de verdad inmutable, son construcciones cuya vigencia depende del momento histórico, de qué tipo de profesionales ostenta el poder de la disciplina y de los intereses económicos y sociales que hay detrás (26). El empleo de estas etiquetas simplifica la labor de los profesionales, propicia una investigación cuantitativa en salud mental (y queda relegada la investigación cualitativa) y es útil para resolver procesos administrativos que tengan que ver con los problemas mentales como las bajas laborales, las ayudas sociales, etc. Sin embargo, los diagnósticos categoriales son herramientas reduccionistas que limitan en la práctica clínica la comprensión de la singularidad de cada individuo, cosifican su esencia y no captan la realidad, sino que la interpretan. En los últimos decenios su extraordinaria proliferación ha favorecido una psiquiatrización y psicologización desaforada que ha logrado, incluso, alcanzar a la cultura de países en desarrollo y a sus agentes de salud de a pie, cuando precisamente han sido concebidas por especialistas hospitalarios de países occidentales. Esta colonización ideológica de las sociedades económicamente dominantes que desplaza las formas tradicionales y locales de evaluar y experimentar el sufrimiento psíquico no ha sido necesariamente positiva (27).
El desarrollo de la prevención primaria y el cribaje de enfermedades en medicina está llegando a la salud mental donde no hay datos “duros” contrastables, proporcionados por la tecnología, sino interpretaciones subjetivas de profesionales en múltiples contextos distintos. La osadía de emitir un diagnóstico avanzado o incluso iniciar un tratamiento preventivo cuando desconocemos tanto de los problemas mentales y por tanto de la evolución y variabilidad singular de cada persona puede ser muy perjudicial. Estos individuos quedan ya marcados por una etiqueta y un tratamiento que a muchos les proporcionará más perjuicios que beneficios (3).
4. El arte de hacer el mínimo daño
El ejercicio de la prevención cuaternaria no ha de ser una actividad clínica dominada por el miedo a perjudicar al paciente o por el pesimismo de que siempre vamos a dañarlo. Al contrario, es una actividad ilusionante y exigente, que precisa de nuestro compromiso personal y profesional para practicar una clínica más humana y armoniosa.
El punto de partida es conocer bien todas las formas de iatrogenia que se desarrollan en nuestra práctica y que, aunque se deriven de una práctica bienintencionada, están presentes y pueden evitarse o minimizarse. Tenemos que ser conscientes también de los condicionantes externos que nos empujan a intervenir de manera excesiva o inadecuada. La industria farmacéutica, tecnológica y sanitaria que se lucra con ello, las instituciones, el Estado, las propias familias y pacientes inscritos en una sociedad medicalizada, los medios de comunicación que venden tragedias protagonizadas por locos y a la vez, una visión superficial de la psiquiatría y la psicología… nos presionan para que demos una solución sanitaria (que acarrea perjuicios) ante problemas de otra índole. Igualmente, se nos puede demandar una respuesta más contundente y dañina ante conductas que el entorno tolera mal.
La buena noticia es que la intervención última depende del profesional y debería depender ineludiblemente también del paciente. Está en nuestras manos el desarrollar una práctica clínica que provoque el mínimo daño en nuestros pacientes. Para no perjudicar es fundamental conocernos a nosotros mismos, saber cuáles son nuestras necesidades personales, qué tipo de pacientes y de interacciones pueden evocarlas con mayor facilidad y cómo manejarlas. La peor situación posible es no ver todos estos aspectos, carecer de capacidad de crítica y autoevaluación y pensar que estamos actuando correctamente. Todos, como profesionales, vamos a participar de interacciones que responden a deseos personales y que van a perjudicar directa o indirectamente, así que lo más honesto es aceptarlo y estar alerta para darnos cuenta, aunque sea a posteriori. La monitorización de nuestras emociones, la supervisión del tratamiento así como el trabajo personal, son herramientas fundamentales para proteger a los pacientes de nuestras intervenciones y maximizar nuestra capacidad terapéutica (28). De la misma manera, a nivel intelectual tenemos que desarrollar una actitud crítica, refleja, escéptica y curiosa que nos obligue a estar en formación permanente. No podemos acomodarnos en nuestra teoría favorita y ajustar a todos los pacientes y situaciones clínicas a ella. Tanto el dogmatismo escolástico como el pensamiento único promovido por las grandes corporaciones como la American Psychiatric Association o las multinacionales farmacéuticas, propician un reduccionismo simplista que nos aleja de la complejidad humana de nuestros pacientes. Esto supone también ser capaces de desarrollar una buena tolerancia a la incertidumbre y, frente a la actitud del experto que lo sabe todo, aceptar nuestra ignorancia, pero desde la curiosidad y el compromiso de intentar averiguar con el paciente lo que está sucediendo y cómo abordarlo de la mejor manera posible.
El foco de trabajo en medicina y en salud mental ha sido tradicionalmente la enfermedad, los síntomas. La prevención cuaternaria pone el foco en la relación profesional-paciente, condicionada por los principios éticos de no maleficiencia, autonomía, beneficencia y justicia. La identificación del riesgo de dañar y la necesidad de proteger al paciente de intervenciones excesivas o improcedentes ha de corresponderse con procedimientos aceptables éticamente. Se busca una relación horizontal en lo posible, con la propuesta activa de toma de decisiones compartidas, favoreciendo la autonomía y la emancipación de los pacientes. En los últimos años han surgido innumerables propuestas en todo el mundo que respaldan este cambio de modelo en medicina y que puede ser trasladado con sus especificidades a la salud mental: less is more medicine (29), choosing wisely (30), minimally disruptive medicine (31), NICE do not recommendations (32)…
En el campo de la salud mental, además de las herramientas clásicas que se emplean en medicina como el consentimiento informado o las voluntades anticipadas aplicado a pacientes mentales graves que pueden perder su capacidad de tomar decisiones en determinadas situaciones clínicas (33), disponemos de otras que ayudan a proteger al paciente de los excesos y perjuicios de nuestra práctica clínica.
El diagnóstico en salud mental está muy lejos de ser un análisis objetivo de un conjunto de hechos eminentemente medibles tecnológicamente. La expresión y comprensión psicopatológica está muy ligada a la cultura y, evidentemente, a la subjetividad del evaluador y su contexto. La etiqueta diagnóstica oculta la singularidad del paciente, la compleja interacción de factores genéticos, psicológicos, sociales y ambientales de ese individuo concreto, sus valores, significados, expectativas y necesidades que están inmersos en la cultura como marco organizador (34). Por ello, frente al diagnóstico simplificador, el empleo de narrativas y la formulación de casos en salud mental nos proporcionan el significado, contexto y perspectiva del sufrimiento del paciente, define cómo, por qué y de qué manera está enfermo. Estas herramientas (35) permiten, frente a la etiqueta diagnóstica, organizar la información clínica y dar una respuesta más ajustada a la singularidad del paciente.
Antes de iniciar un tratamiento psicológico o farmacológico tenemos que considerar la posibilidad de indicar no-tratamiento. Esta es la intervención paradigmática de la prevención cuaternaria en salud mental ya que evita la exposición del paciente a los efectos adversos de los tratamientos. Muchas de las personas sanas que están sufriendo de manera proporcionada y adaptativa ante un evento vital esperan recibir un tratamiento cuando lo prudente es esperar y ver. En estos casos la indicación de no-tratamiento ha de ser una intervención frecuente y fundamental en el día a día. Lo más beneficioso para el paciente será protegerle de los efectos secundarios de un tratamiento improcedente y para ello, primero tenemos que escuchar y hacernos cargo del sufrimiento del paciente y luego, con él, desvincularlo de que sea patológico o de que precise una intervención sanitaria y contextualizarlo dentro de su historia vital y de salud. Esta indicación de no-tratamiento es compleja y precisa de nuestras habilidades de entrevista psicoterapéuticas para que el paciente se sienta bien atendido (36). Es la espera vigilante que ha de respetarse, por ejemplo, en un duelo normal, antes de pautar antidepresivos o realizar intervenciones psicológicas. Si un sujeto afronta y resuelve un duelo sin la necesidad de tratamientos, se refuerza su capacidad y autonomía a la hora de enfrentar acontecimientos adversos y de gestionar los sentimientos que producen sufrimiento. Se certifica su salud, su fortaleza y su resiliencia. Sin embargo, si tratamos a una persona que experimenta un duelo normal, igualmente mejorará como el primero (los duelos normales se caracterizan por eso, porque son autolimitados), pero implícitamente se le están transmitiendo otros mensajes: el tratamiento certifica, sino una patología, sí la incapacidad de esa persona de salir adelante por sí misma, su vulnerabilidad y su necesidad de consultar con un experto sanitario siempre que experimente sentimientos que produzcan sufrimiento, aunque estos sean sanos, legítimos y adaptativos. En ningún caso, indicar no-tratamiento es “expulsar” al paciente del sistema sanitario sino resignificar su malestar como una respuesta saludable y adaptativa y promover el afrontamiento del problema subyacente con el apoyo los agentes sociales adecuados: sindicatos, asociaciones, familia, servicios sociales, amigos, abogados, etc.
En el contexto de la extraordinaria promoción comercial de los medicamentos por parte de la industria farmacéutica que favorece la creación de unas expectativas irreales en pacientes y profesionales y un uso improcedente y excesivo de los mismos, es necesario apelar a un uso juicioso de los psicofármacos. Es imprescindible una prescripción más estratégica, con una estrecha vigilancia de los efectos adversos, ser cauto y escéptico con las novedades comerciales, trabajar con los pacientes en una prescripción compartida y considerar el impacto de los psicofármacos a largo plazo (37). En esta línea de trabajo prudente, la deprescripción es otra actividad crucial, insuficientemente valorada y extendida. Muchas veces se mantienen de forma crónica antidepresivos, neurolépticos y benzodiacepinas no porque estén aportando un beneficio neto sino por la creencia de que “algo harán”. Cuando se suprimen los psicofármacos algunos pacientes empeoran, pero en numerosas ocasiones esto es debido al síndrome de abstinencia que ha producido una prescripción prolongada y su retirada demasiado brusca.
Para la regulación de las medidas coercitivas y favorecer la recuperación de los pacientes más graves, el enfoque de los derechos humanos en salud mental es un instrumento que mejora los resultados en salud, favorece el respeto de la dignidad y permite ofrecer una atención más considerada y humana. Esta perspectiva transforma a los pacientes con discapacidad, de receptores de caridad a sujetos de derechos que el Estado está obligado a garantizar como garantiza los de cualquiera, y también de sus correspondientes violaciones (3). En nuestro contexto asistencial el paternalismo y la discriminación con una persona con trastorno mental puede suponer que la toma de decisiones sobre su vida privada esté limitada y el uso rígido y estereotipado de procedimientos, programas e intervenciones vulnera en muchas ocasiones sus derechos básicos.
No podemos ser ingenuos y pensar que nuestras intervenciones en salud mental son técnicas y, por tanto, libres de valores. Tampoco somos profesionales genéricos que respondemos a demandas uniformadas por diagnósticos categoriales tipo DSM/CIE y nos adherimos a protocolos, algoritmos de tratamiento y psicoterapias manualizadas específicas, sin más. La relación terapéutica se constituye en el centro de nuestra práctica y solo con una actitud escéptica y autocrítica, las soluciones técnicas y nuestra forma de ponerlas en juego pueden hacer explícitos sus valores y desde ahí construir con el paciente la práctica clínica que le ocasione el menor daño. Y todo el bienestar posible.
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