Hace poco fuimos amablemente invitados a pronunciar la conferencia de clausura de las XIII Jornadas de la Asociación Castellano-Leonesa de Salud Mental, perteneciente a la AEN, que tenían por título "Industria farmacéutica, ética y salud mental". Evidentemente, no íbamos a dejar pasar semejante oportunidad, y allá que fuimos a hablar de lo que tanto solemos escribir (uno de los autores del blog dio la charla pero, como siempre, ambos la preparamos).
Queremos aprovechar también para señalar que acudimos a estas Jornadas porque se llevaban a cabo sin financiación por parte de la industria farmacéutica. Creemos que, por coherencia con nuestro discurso habitual (que queda recogido con detalle en el texto que podrán leer a continuación), ni debemos, ni queremos, ni vamos a acudir, ni como ponentes ni como asistentes, a ningún acto relacionado con nuestras profesiones que cuente con financiación de la industria farmacéutica. Y, como estas mismas Jornadas de la ACLSM han demostrado, se pueden llevar a cabo estas actividades sin patrocinio industrial, porque no hace falta ninguna reunirse en hoteles de cinco estrellas ni cenar en restaurantes con estrellas michelín. Ese dinero, que realmente no necesitamos, está sucio. Y no queremos mancharnos.
Y, sin más (ni menos), nuestra conferencia:
La raya en la arena: la psiquiatría entre la ética y la industria farmacéutica
Buenas tardes a todos. Antes de nada, por supuesto agradecer a la Organización de las Jornadas el haberme invitado a pronunciar esta conferencia sobre un tema en el que estoy profundamente interesado, ocupado y preocupado. Entre mis escasos méritos figura ser coautor junto a Amaia Vispe del blog postPsiquiatría, página web que aspira, más o menos humildemente, a difundir conocimiento y opiniones en la línea de una cierta psiquiatría crítica. He preparado esta conferencia con ella, por lo que usaré con frecuencia el plural.
El título de la conferencia es: “La raya en la arena: La Psiquiatría entre la ética y la industria farmacéutica”. No sé si es el más adecuado, pero sí creo que es lo bastante llamativo para solicitar su atención. La ética es un concepto problemático y esquivo, abierto a diversas interpretaciones y que suscita aún más diversos posicionamientos. El nuestro es que la ética es ante todo una responsabilidad hacia los demás. No partimos de ningún planteamiento religioso sino de la consideración aristotélica de que el hombre es un “animal político”, lo que no quiere decir nada en relación a esta pequeña política de ladrones y oportunistas que sufrimos y que no deja de tener cierta relación con el problema que nos ocupa, sino que hace referencia al carácter social del ser humano. Nacemos, vivimos y morimos en una sociedad, que nos proporciona en mayor o menor grado identidades y neurosis, dolores y alegrías. Y somos responsables, si queremos ser éticos desde este punto de vista, de colaborar a mejorar dicha sociedad y el bienestar de sus miembros, a través de nuestro comportamiento, ya en lo personal, ya en lo profesional, especialmente para gentes que trabajamos atendiendo y tratando, en el sentido más amplio de las palabras, a otras personas. Esta visión ética nos obliga a pensar en los demás y, sobre todo, en aquéllos que atendemos por la naturaleza de nuestras profesiones, ya que la sociedad nos coloca ante ellos para eso.
Cuando empezamos a encontrar información sobre la relación entre la industria farmacéutica y la psiquiatría, como alguna de la que veremos ahora, nos fue invadiendo un paulatino pero profundo sentimiento de desasosiego en lo referente al comportamiento que habitualmente desarrollábamos de relación con los visitadores, asistencia a congresos, aceptación de obsequios, etc... Hasta que llegó un momento, dada la acumulación de datos acerca de la naturaleza esencialmente perversa de dicha relación desde el punto de vista ético, en que decidimos abandonar cualquier tipo de interacción con la industria farmacéutica, dada nuestra condición de profesionales sanitarios. Esta revelación, más fruto de una reflexión pausada que no de un rayo caído del cielo camino de Damasco, nos llevó a un razonamiento que luego se demostró profundamente equivocado. Sócrates pensaba que una vez que el ser humano, razonando, descubría el bien, lo correcto, no podía evitar seguirlo, ineludiblemente. Admirando a Sócrates y sin darnos cuenta de su evidente error, empezamos a difundir un poco los artículos y hallazgos que nos habían hecho cambiar nuestra actitud de connivencia con el soborno más o menos encubierto a la hora de la prescripción. Lo hicimos a través del blog, de algunas charlas y de conversaciones más o menos informales con los colegas, en la confianza de que algunos compañeros, especialmente los jóvenes e influenciables residentes, se mostrarían de acuerdo con nosotros y rechazarían la interacción con la industria. Un pequeño grupo tal vez con el que echar a los mercaderes del templo. Craso error. En nuestro entorno, prácticamente nadie, en unos cuantos años ya, ha cambiado su forma de comportarse en este tema. Lo que nos lleva al siguiente razonamiento: en la plataforma No Gracias, de la que formamos parte y que aboga por esta crítica a las relaciones industria-profesionales en las condiciones actuales, es recurrente cierto debate entre mantener una actitud de crítica feroz a los profesionales que todavía se relacionan con la industria o bien llevar a cabo una labor más sutil y divulgativa para promover su cambio sin provocar que se enroquen en posiciones defensivas. Es decir, la diferencia entre comentar suavemente que tal vez la interacción con los laboratorios no es buena y que por qué no se lo piensan antes de aceptar sus pagos para formación, o bien señalar con aire iracundo que no percibimos la diferencia entre ser empleado público (por ejemplo, un concejal de urbanismo) que debe decidir sobre cierto gasto de dinero público (por ejemplo una concesión de obras) y acepta pagos (por ejemplo, trajes o áticos de lujo) por parte de empresas interesadas en dicha decisión, en comparación con ser empleado público (por ejemplo, un médico) que debe decidir sobre cierto gasto de dinero público (por ejemplo, la prescripción de un fármaco financiado) y acepta pagos (por ejemplo, viajes u hoteles de lujo) por parte de empresas interesadas en dicha decisión.
Nosotros, socrática pero ingenuamente, pensábamos que bastaba con colocar las evidencias delante de los profesionales para que renunciaran a los cantos de sirena de la industria, pero nos equivocamos... Nuestros gremios muestran una impresionante capacidad para tolerar la disonancia cognitiva y elaborar racionalizaciones con gran capacidad de autorrenovación, con el objetivo último de que la situación no cambie.
Por ello, hemos abandonado la postura socrática señalada y preferimos ser críticos y tal vez duros, aunque se nos acuse de fundamentalismos diversos... Consideramos que el tema reviste la suficiente gravedad como para no andarse con medias tintas. Por ello, esta charla en sí posiblemente no será muy útil, porque quien ya esté de acuerdo con nuestra postura, sin duda la disfrutará en el sentido de que reafirmará sus propias posiciones y tal vez le daremos incluso argumentos para hacerlo. Es lo que tiene predicar a conversos. Sin embargo, quien no esté de acuerdo y quiera seguir el, por decirlo suavemente, colegueo con los laboratas, nos despachará con algún comentario cómo “es una postura extrema y los extremos nunca son buenos”. Sin embargo, consideramos que entre ser corrupto y ser honrado, no hay término medio deseable, y sí un extremo en el que claramente hay que situarse.
Ciertos desarrollos éticos recientes, en la línea de Horkheimer, por ejemplo, hablan de que la utopía, aunque anhelada, es realmente imposible. El sentido de la vida está perdido. Pero, a pesar de ello, hay que comportarse como si existiese tal sentido. Y no sólo por un imperativo categórico kantiano de reminiscencias cristianas de tratar al otro como a ti mismo, sino porque se lo debemos a todos los hombres y mujeres que lucharon antes que nosotros contra las peores circunstancias y perdieron. Se lo debemos a todas las víctimas que intentaron hacer del mundo un lugar mejor y en muchas ocasiones no lo consiguieron. Pensar “yo no voy a poder cambiar nada” es de cobardes. Uno debe hacer lo que debe hacer, como si efectivamente pudiera cambiar algo y a pesar de que efectivamente tal vez nada cambie. Hay que luchar sin miedo y, si es preciso, sin esperanza. Como dijimos una vez, poder morir mirando a tus hijos y diciéndoles: “chicos, el mundo es una mierda, pero nosotros hicimos lo que pudimos”.
Entrando en materia, diremos que la relación entre la industria y los profesionales marca, no un conflicto de intereses, sino EL conflicto de interés. Y lo decimos así porque no es que no haya otros, sino que la importancia de éste eclipsa cualquier otro. Algunos colegas psiquiatras que van por ahí dando charlas pagadas por laboratorios donde leen diapositivas que el propio representante les ha facilitado, cobrando entre 400 euros de un MIR a 4.000 euros de un catedrático, empiezan revelando sus conflictos de interés diciendo por ejemplo quecobran del laboratorio X y que trabajan para el Servicio Público de Salud Z. Y esto nos supone una hipocresía intolerable, por cuanto pretenden vender ambas posiciones como equidistantes de tal forma que los “conflictos” se anularían entre sí. Tal y como nosotros lo vemos, el asunto es simple: el fin buscado por el profesional sanitario es aliviar el malestar del paciente; el fin del sistema público de salud para el que trabaja, es aliviar el malestar de los pacientes en su conjunto; el fin de las facultades universitarias es formar profesionales capaces de aliviar el malestar de los pacientes, bien directamente, bien a través de la investigación; el fin de las asociaciones profesionales, familiares o de pacientes es que sea aliviado el malestar de los pacientes. Otra cosa es que esos fines comunes luego busquen ser alcanzados por medios diversos o que incluso haya gestores políticos que tomen decisiones (como privatizaciones diversas) que van a hacer más difícil la consecución del fin teórico. Pero no hay otro fin, sobre el papel, que aliviar a los pacientes. Sin embargo, el fin de la industria (o de la medicina privada, aunque ése es otro jardín en el que nos meteremos en otra ocasión) es obtener beneficios. Y aliviar a los pacientes sólo es un medio (uno de varios posibles) de obtener dichos beneficios. No hay conflicto de interés entre un profesional y su gestor, o su orientación teórica, o sus compañeros. Puede haber diferencias de opinión o choques incluso graves, pero el fin último es el mismo. Que se usen los medios correctos para llegar a él, es otra cosa. Sin embargo el conflicto de interés con la industria farmacéutica es evidente: el fin es distinto y, de hecho, nuestro fin no es más que un medio posible pero ni siquiera obligatorio, tal y como está montado el chiringuito, para ellos. Ése es el conflicto de intereses: no se puede servir a dos amos.
¿En qué aspectos se manifiesta la relación de la industria farmacéutica con la Psiquiatría y sus profesionales?
Hay mucho escrito recientemente acerca de ello, pero no hemos querido convertir esta conferencia en una lista interminable de referencias bibliográficas. Sí les recomendaríamos sin duda en castellano los libros de Peter Gotzsche, Medicamentosque matan y crimen organizado, y de Ben Goldacre, Mala Farma, que son absolutamente reveladores y están llenos de bibliografía sobre el tema y propuestas de solución. Si alguien está interesado en bibliografía más concreta, puede contactar conmigo a través del blog o de mi correo y puedo facilitársela.
Con fines didácticos, acotaremos una serie de apartados, como son la influencia de la industria farmacéutica en nuestras clasificaciones (y medicalizaciones diversas), la influencia de la industria en la investigación, aspectos sobre el desarrollo de nuevos fármacos y sin duda el tema estrella del marketing sobre el profesional. Estos cuatro apartados implican y confluyen en el hecho de que la mayor parte de la formación que reciben los profesionales está influida por la industria farmacéutica, que crea así el saber oficial de la disciplina. Por otra parte, la influencia de la industria actúa también sobre la sociedad en general, desde estos cuatro apartados o cualquier otra división que hagamos, y contribuye a establecer un saber popular sobre la salud mental que tiende a conceptualizar cualquier malestar vital como trastorno mental y cualquier trastorno mental como disfunción biológica subsidiaria de tratamientos farmacológicos sumamente eficaces y seguros. Creencia popular que muchos profesionales comparten y que carece de pruebas en todos sus niveles. Pero vayamos ya con los cuatro apartados en que hemos escogido dividir el tema:
La industria influye de forma clara en la clasificación de las enfermedades mentales y en la medicalización de condiciones que no merecerían en ningún caso el apelativo de “enfermedades”. Hay libros muy interesantes sobre el tema, como Lainvención de enfermedades mentales de Héctor González y Marino Pérez o el libro de Christopher Lane La timidez. Estas obras muestran, de forma ampliamente documentada cómo los paneles de expertos del DSM se reunían y en forma más de comedia de situación que de cónclave científico, decidían qué trastornos entraban y de qué manera lo hacían en una clasificación que luego los profesionales hemos seguido como si fuera la Biblia. O cómo se ha sabido que más de la mitad de los expertos del DSM-5 tienen conflictos de interés, algunos por elevadísimas cantidades de dinero, con los laboratorios que producen los fármacos indicados para cada categoría. O cómo se produjo la invención (que es la palabra adecuada para crear algo que previamente no existe) del trastorno por estrés postraumático, el TDAH o la fobia social... O se elevó a rango de epidemia trastornos poco frecuentes como la depresión o el trastorno bipolar... La influencia de la industria, que se juega gran parte de sus beneficios en esto, es innegable en relación con los citados conflictos de interés que presentan los psiquiatras que diseñan estas entidades diagnósticas y en relación con el psiquiatra de a pie que, a través del continuo machaqueo del visitador (al menos para quien todavía los reciba) tiene cada vez más presente el nuevo trastorno. O, y esto es cada vez más grave, influyendo a través de asociaciones de pacientes o familiares o con intervenciones directas en la población, consiguiendo que nuestros pacientes vengan ya sugestionados buscando el fármaco adecuado para un desequilibrio químico que no es otra cosa, según nada menos que el editor de la página Psychiatric Times, que una leyenda urbana. Es curioso el hecho de que, si todos los niños TDAH han sido descubiertosy no inventados, por qué hace veinte o treinta años, que no se diagnosticaba prácticamente a ninguno y no se trataban, por qué, nos preguntamos, no teníamos cifras mayores de discapacidad al llegar a la edad adulta. O por qué si la depresión provoca sin tratamiento lesión cerebral o déficit cognitivo, como se dice ahora, y hace veinte o treinta años no se diagnosticaba y era tan frecuente como hoy, por qué, insisto, no tenemos montones de personas no tratadas en su día lesionadas cerebralmente…
La industria farmacéutica lleva a cabo la mayor parte de la investigación tanto previa como posterior a la comercialización de los psicofármacos, dentro de un escenario de lamentable dejadez de funciones de las administraciones públicas. Ello trae consigo una serie de circunstancias que han sido denunciadas profusamente sin que hasta el momento se haya logrado ningún avance real, más allá de titubeantes declaraciones de intenciones de la Unión Europea sobre la transparencia de los ensayos clínicos. Entre estas circunstancias tenemos la ocultación de estudios cuyos resultados no son favorables al fármaco del laboratorio que financia dicho estudio, o bien la manipulación de los resultados, muy lejos de lo que sería una práctica científica honesta, con muestras demasiado pequeñas, análisis por subgrupos hasta encontrar significación si hace falta por el signo del zodiaco, seguimientos demasiado cortos para detectar efectos secundarios a largo plazo, empleo de variables subrogadas sin relevancia clínica demostrada, comparación con dosis no equivalentespara exagerar efectos secundarios del comparador (algo realizado en las comparaciones iniciales entre antipsicóticos atípicos y típicos, con la consiguiente generación de la imagen de mejor tolerancia, por efectos secundarios de las dosis más altas de haloperidol, y de mayor eficacia, por más abandonos en dicho grupo de haloperidol), el fenómenos muy frecuente del ghostwriting, por el cual una compañía contratada por el laboratorio diseña, ejecuta y escribe el estudio, para que luego supuestos grandes expertos pongan su nombre en el(esto nos explica a su vez cómo determinados popes de la psiquiatría española o mundial son capaces de escribir más artículos al año que partidos de fútbol podemos ver los mortales comunes en año de Mundial), etc., etc.
La determinante influencia de la industria en lo que se publica y con qué nivel de calidad científica se hace, lleva directamente a que los médicos no tengan acceso a toda la información disponible sobre los fármacos que prescriben. Estudios negativos no se publican (la relevancia de esta práctica sobre la eficacia de los antidepresivos es algo que sólo estamos empezando a atisbar y por lo que, me temo, tal vez seremos colocados en el futuro al nivel de los expertos en comas insulínicos o duchas de agua fría) y aquellos estudios que sí se publican muchas veces no nos aportan la información suficiente ni cuentan con una metodología apropiada. Ni se investiga bastante ni llega a nosotros lo que realmente se investiga. Es asombroso cómo apenas hay estudios amplios de efectos secundarios a largo plazo (diez, veinte o más años), o acerca de qué fenómenos de neuroadaptación se producen, con tratamientos antipsicóticos o eutimizantes, cuando son fármacos prescritos con muchísima frecuencia de forma indefinida. Y cuando algún estudio encuentra datos de, por ejemplo, atrofia cerebral asociada a tratamiento a largo plazo con antipsicóticos, apenas influye en nuestra práctica clínica... O cómo tenemos cada vez más y más niños medicados con estimulantes anfetamínicos o de otro tipo, así como con antipsicóticos, sin disponer de estudios que nos digan qué efecto tienen estas sustancias sobre un cerebro en formación en cinco o diez años en el futuro. Evidentemente, y nos detendremos luego en ello, la culpa para nada es sólo de la industria, la cual investiga lo que le apetece, sino también de las administraciones públicas que se desentienden de sus obligaciones de control en una negligencia cuyas implicaciones sanitarias son incalculables.
El hecho de que la investigación recaiga en manos de la industria lleva también a que sea la industria la que marca cuáles son los temas de investigación y cuáles no... Ahí vemos, por ejemplo, cómo se conceptualiza la patología como necesariamente crónica, desapareciendo los cuadros agudos (que, por definición no requieren medicación de por vida, con la consiguiente pérdida de beneficios). La psicosis aguda ha desaparecido para ser sustituida por el primer episodio psicótico (lo que augura inevitablemente una serie y se convierte en la práctica y la teoría en un diagnóstico de esquizofrenia a perpetuidad); el episodio depresivo aislado es una rareza, en un mar de trastornos depresivos recurrentes, cada vez más incapacitantes; el niño travieso o despistado tiene indudablemente un déficit de atención con hiperactividad; la persona normal ya no existe, poseída por mil combinaciones comórbidas de trastornos de personalidad para los que se ensayan los más creativos cócteles de psicofármacos. Sin resultado, pero eso qué más da. La investigación sobre psicoterapias queda siempre en un plano secundario, y no digamos dónde queda ya la investigación sobre los aspectos sociales del proceso de enfermar o de recuperarse…
Y todo esto, desde que empiezan los profesionales en formación su primer mes de residencia, período formativo que acaban fácilmente sin pararse a pensar en si nuestras categorías diagnósticas son, no ya fiables, sino siquiera válidas, o sin haber leído una línea de Kraepelin, Bleuler, Schneider o Freud, pensando que la psiquiatría nació hecha o fue otorgada por algún comité de expertos americano en un lejano monte Sinaí a algún representante de la Sociedad Española de Psiquiatría.
Cambiando de tercio, la industria farmacéutica en la actualidad es el principal desarrollador de nuevos fármacos, también en psiquiatría. Sus defensores, normalmente a mayor o menor sueldo de la misma, insisten en el factor de innovación que la industria trae consigo. Sin embargo, al menos en psiquiatría, son muchas las voces que señalan que apenas ha habido avances farmacológicos dignos de ese nombre en las últimas décadas. Desmontada a nivel científico (aunque disfrutando aún de excelente salud comercial), la burbuja de los nuevos antipsicóticos, tras los datos de múltiples revisiones independientes de no mayor eficacia que los antiguos y no mejor tolerancia (con efectos metabólicos posiblemente más graves que no parece claro que compensen un perfil neurológico tal vez mejor) y con datos preocupantes (aunque habitualmente ignorados) de cómo correlaciona el mayor uso de antidepresivos con aumento en las cifras globales de depresión y de forma llamativa en las de depresión resistente al tratamiento, pues no nos parece que la innovación haya sido tal en nuestro campo.
Hoy en día, lo usual es que el gran avance farmacológico sea un cambio cosmético en una molécula previamente comercializada (y normalmente cercana a la fecha de pérdida de su patente), consiguiéndose un nuevo fármaco que no suele demostrar ni mayor eficacia, ni mejor tolerancia, ni menor coste. Aunque suele funcionar de fábula como producto comercial a lomos de campañas de marketing de indudable éxito. Los ejemplos del escitalopram, la desvenlafaxina o la paliperidona, hablan por sí solos. Otros productos nuevos como la asenapina o la agomelatina no han mejorado nada lo ya existente, aparte de aumentar el déficit público y, por ende, disminuir nuestros sueldos o las prestaciones sociales de este pobre país.
Las administraciones sanitarias, ya sea la FDA americana, la EMA europea o la AEMPS española (muy poco independientes, desde el momento que son financiadas en gran parte por la propia industria farmacéutica y con una frecuente puerta giratoria por la que empleados de estos organismos públicos acaban trabajando para los laboratorios que se supone vigilaban) son, de nuevo, las culpables última de esta situación. Para aprobar un nuevo fármaco se requieren dos ensayos clínicos donde demuestre su eficacia frente a placebo. Como ha denunciado vehementemente el Dr. David Healy, este sistema, bienintencionado en inicio, es totalmente inadecuado y a la postre, dañino. Un laboratorio puede realizar diez estudios comparativos frente a placebo en los que obtenga ocho resultados negativos para el fármaco y dos positivos, y le basta con presentar esos dos y tiene el fármaco aprobado. Con el agravante en psiquiatría de que las escalas de eficacia pueden arrojar diferencias que sean estadísticamente significativas pero clínicamente irrelevantes. Es decir, no se compara el nuevo fármaco con alguno ya existente y en cuyo funcionamiento se pueda confiar. No se presta atención a estudios a largo plazo de efectos secundarios ni a efectos secundarios poco frecuentes (se ha calculado que para detectar un efecto adverso grave con frecuencia 1/1.000 se precisan muestras de 3.000 sujetos, y rara vez se llega a eso en un estudio precomercialización; si tal efecto adverso existe y el fármaco se da a un millón de personas, matemáticamente morirán 1.000 personas por ese efecto).
Otro aspecto clave de la influencia de la industria farmacéutica en la psiquiatría es el más obvio pero no por ello el menos preocupante: el marketing. En nuestro medio no hay publicidad directa al consumidor, aunque ya consiguen las compañías farmacéuticas crear campañas indirectas a través de mensajes de concienciación por los que los médicos o ciertas asociaciones aconsejan a la opinión pública que esté alerta no vaya a ser que su timidez sea una fobia social, que su hijo rebelde sea un oposicionista-desafiante, o que el hecho de que esté en paro y con tres hijos no es lo que le pone triste o nervioso, sino que padece usted un trastorno ansioso-depresivo necesitado de un tratamiento cuyo precio le solucionaría sin embargo gran parte de sus problemas.
El marketing de la industria se hace muchas veces a través de asociaciones de pacientes o familiares que, normalmente con la mejor intención, caen en el engaño de promocionar supuestas enfermedades necesitadas de tratamiento (como ocurre con el TDAH) o de promocionar determinados fármacos para determinados trastornos (como la famosa campaña de Janssen contra el estigma, que no es otra cosa que un elaborado y eficaz publirreportaje sobre Risperdal Consta y Xeplion, con el beneplácito probablemente ingenuo pero no por ello menos culpable de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, que no debería prestar su marca a semejantes fraudes).
Pero evidentemente, el principal marketing, al menos hasta ahora, se lleva a cabo sobre los profesionales, sobre todo pero no exclusivamente sobre los médicos prescriptores. Amables visitadores comerciales llenan nuestros centros de trabajo, con sonrisas sin fin, riéndose siempre de nuestros chistes por malos que sean, escuchando y transmitiendo cotilleos de acá para allá y con sus maletines llenos de bolígrafos, libretas, pendrives, libros caros o carísimos y algún que otro congresito en centroeuropa o norteamérica, con viaje, hotel e inscripción pagados, claro. Porque antes te pagaban alfombras persas, viajes de familiares o copas en locales de dudosa reputación (y, me crean o no, son casos tristemente reales), pero ahora nos dicen que con el código deontológico ya no se hacen estas cosas porque vimos que eso era muy malo y ya somos muy buenos. Pero a nada que rasca uno, oye historias asombrosas que incluyen, sólo en mi entorno y en los últimos dos o tres años, es decir, con el código de Farmaindustria plenamente vigente, ofrecimiento a psiquiatras de iPhones libres, pagos de un porcentaje de lo que prescribiera de determinado fármaco, viajes en limusina, charlas por cientos de euros por leer las diapositivas que el mismo laboratorio te ha entregado en una reunión con colegas, pagos de 800 euros en dinero negro por incluir en un foro de pacientes de internet una recomendación sobre determinado antidepresivo, aparte de los más que conocidos congresos que muchas veces no son otra cosa que vacaciones pagadas, o las frecuentes comidas y cenas en restaurantes que uno no podría costearse si no fuera en una ocasión muy especial (y ahora, con la crisis, ni eso). Si ya se llega a ser líder de opinión (un KOL, key opinion leader, que dicen los anglosajones), se pueden acumular cursos, ponencias y artículos al servicio de normalmente varios laboratorios, con unos beneficios económicos que ya están más allá del alcance de cualquier profesional sanitario normal de este país. Pero sin duda lo valen. Porque no tiene el mismo efecto que, por ejemplo, Jerónimo Saiz salga en una rueda de prensa con un representante de Janssen para anunciar el lanzamiento del Xeplion, hablando de lo útil que sería tratar a los pacientes de forma involuntaria o que, otro ejemplo, Eduard Vieta salga en la presentación del Sycrest diciendo lo rápido que actúa (aunque no encuentra uno esa mayor rapidez en ningún estudio de los publicados previos a la comercialización aunque los revise todos), en comparación con que yo esté aquí soltando estos exabruptos sobre ustedes, con el evidente riesgo de que no me vuelvan a llamar para cosa parecida, dado el probable mal rollo que estoy provocando.
Aparte de que la recepción de cualquier obsequio está prohibida por ley (como veremos luego) y que, desde luego, no es, como nos decía una residente de primer año hace poco, un “regalo”. Porque no es gratis, sino que lleva aparejada una deuda que obliga, de entrada, a seguir recibiendo la visita de ese comercial que te ha traído el libro tan chulo y tan caro (pero que te hubieras podido comprar con tu sueldo sin mayores problemas) y a querer, más o menos inconscientemente, devolverle el favor. Así funciona el ser humano, al menos en nuestra cultura. Y si el profesional cree que no le va a influir el obsequio, debería pararse a pensar que el visitador está convencido de que sí. Y muchas veces hemos dicho que se puede acusar a la industria farmacéutica de muchas cosas, pero no de ser poco inteligentes a la hora de vender sus productos y obtener sus enormes beneficios.
Otro aspecto igualmente negativo de la interacción visitador-profesional es la exposición a la propaganda comercial presentada como si fuera información científica. Independientemente del escaso valor metodológico de muchas de las publicaciones que distribuyen o de los sesgos más o menos aparentes de los estudios, el más evidente y preocupante es el sesgo de selección: por decirlo claro, si hay veinte estudios que dicen que su fármaco es una mierda y dos que dicen que es bueno, el representante sólo nos enseñará esos dos. Con lo que nos gusta a los profesionales, y sobre todo a los médicos, presumir de lo mucho que hemos estudiado para poder llegar donde estamos, ¿cómo permitimos que un comercial cuyos conocimientos se basan en cómo vender más de su producto, nos dé lecciones de eficacias o seguridades de los fármacos que prescribimos a nuestros pacientes? ¿En el siglo XXI, donde cada vez hay más revistas de acceso libre en internet y los abstract de todas están a tiro de Google, de verdad vamos a permitir que un anunciante nos censure qué información nos llega y cuál no? Luego cuando se ha ido todo acaba en la papelera, cierto, pero ya lo hemos escuchado. Igual que lo oiremos en el próximo Congreso Nacional (al menos los que todavía gusten de ir a ferias de muestras) en los simposios organizados por el laboratorio o en los libros y tratados de la especialidad escritos por autores con conflictos de interés más largos que mi brazo…
Sin ánimo de ser exhaustivo, porque el tema es amplio y el tiempo limitado, creo haber dibujado un cuadro general de cómo la industria farmacéutica influye, a través de distintas áreas, aunque sin duda interconectadas, en la psiquiatría actual.
Cuando pensamos cómo organizar esta conferencia, nos propusimos, llegado este punto, exponer una serie de argumentos opuestos, unos para mantener este estado de cosas que hemos descrito, y otros para modificarlo. Sin embargo, reconocemos no haber sido capaces de encontrar argumentos por los que deberíamos mantener esta situación. No alcanzamos a imaginar con qué argumento se puede defender que la industria marque el desarrollo científico, teórico e investigador, de nuestra disciplina, o que manipule y oculte la información que necesitaríamos para tratar mejor a nuestros pacientes desde un punto de vista práctico, y todo ello sin apenas protestas por nuestra parte, entretenidos como estamos con espejitos, lucecitas de colores y algún que otro viaje a Nueva York a la APA.
Por supuesto, se puede argumentar que esto debe cambiar pero hacerlo de tal manera que en realidad, nada cambie: códigos nuevos de Farmaindustria que a lo mejor hacen más difícil el soborno al prescriptor para desviar mayor parte de ese 30% de gastos que la industria destina a marketing (por menos de un 15% a investigación) a las asociaciones de pacientes o familiares, como forma más eficaz de llegar a la opinión pública y que sea el propio paciente el que vaya al médico reclamando ya el fármaco X; o bien insistir en la revelación de los conflictos de interés, como si eso realmente valiera para algo. Nos detendremos aquí un poco: es cierto que parece loable la transparencia en revelar el conflicto de interés existente en el autor de un artículo o de una ponencia. El problema es, aparte de lo frecuentemente que se miente en dicha revelación, que esto es confesar el pecado sin el menor arrepentimiento ni propósito de enmienda. Revelar un conflicto de intereses no lo desactiva en absoluto ni evita el sesgo que lleva implícito. Las ponencias o artículos de muchos líderes de opinión no son ciencia sino propaganda, y eso no hay revelación de conflicto de intereses que lo arregle. En nuestra opinión, la transparencia en este asunto no vale para nada. Los conflictos de interés no deben revelarse sino eliminarse. No es ético (y de ética no dejaremos de decir luego unas palabras más) tener otro interés más allá de buscar lo mejor para el paciente (por supuesto, respetando su autonomía y todo ello por un salario digno, huyamos siempre de los salvadores vocacionales).
Nada de esto se va a arreglar con cambios cosméticos ni con promesas de portarse bien. Hay que dar un paso más allá que pasa, inevitablemente, por romper lazos con la industria farmacéutica de forma completa por parte de los profesionales y, además, exigir que las administraciones se hagan cargo de su deber en este tema, como luego desglosaremos.
Por tanto, en nuestra opinión y como hemos señalado repetidamente, no se puede aceptar de un laboratorio ni siquiera un triste bolígrafo y consideramos que pueden defenderse tres argumentos para ello.
En primer lugar, sin duda, está el aspecto ético que ya hemos mencionado, pero que merece alguna puntualización. Creemos que el conflicto de interés inherente a la relación entre profesional e industria es insoslayable. No se puede a la vez tener como objetivo la salud física o psíquica de los pacientes y los beneficios actuales o futuros de los accionistas. No queremos decir que la industria farmacéutica sea en sí mala desde el punto de vista ético, sino que es la relación la que esencialmente no puede ser ética, desde nuestro punto de vista. La industria, en sí, no es ni buena ni mala, es un negocio. Y como decía en algún escrito Mikel Valverde, no decimos que sea inmoral ganar dinero, aunque sí puede llegar a serlo dependiendo de la manera en que se gane. Es decir, aunque la industria fuera 100% honrada, la relación estaría sujeta a un conflicto de intereses sin solución, desde el momento en que el prescriptor debe basar su decisión en la evidencia disponible, su experiencia clínica y las preferencias del paciente - como deja claro la Ley de Autonomía del paciente, frecuentemente ignorada en nuestros ambientes psiquiátricos -, y la aparición de la industria lo que busca es influir en dicha decisión de prescripción, introduciendo un cuarto factor que distorsiona los otros tres y no debería existir, pues ya responde al marketing y no a la clínica.
De todos modos, como debería ser evidente para todos, la industria farmacéutica real no se caracteriza en absoluto por un comportamiento ético, ni de lejos. Cada vez sabemos más de multas impuestas a diferentes laboratorios o acuerdos millonarios extrajudiciales por prácticas de marketing ilegal para prescripción fuera de ficha técnica (como Pfizer con el Neurontin), por ocultamiento de datos sobre efectos secundarios, con las consiguientes consecuencias en morbimortalidad (el Avandia de GSK, el Vioxx de Merck, el Seroquel de AstraZeneca), por sobornos a médicos (proceso contra Glaxo en China), etc., etc. El problema es que cuando, por ejemplo, AstraZeneca llega a un acuerdo extrajudicial con 17.500 demandantes por no haber advertido debidamente del riesgo de diabetes con Seroquel y paga 198 millones de dólares por ello, pero sus beneficios sólo en 2009 por la venta del mismo Seroquel son de 4.900 millones de dólares, pues dentro de la lógica de una economía de mercado como la que tenemos (y sufrimos), no parece muy previsible que dichas conductas vayan a cesar. Conductas deliberadas y repetidas, no accidentales, como es necesario recalcar. Las multas, aunque suenan como cantidades astronómicas para el común de los mortales, quedan como cachetes ridículos comparadas con el dinero ganado por medio de semejantes prácticas. Por desgracia, y como han señalado distintos autores, nos engañaríamos si pensáramos que estas prácticas (sobornos, promoción off-label, ocultación de efectos secundarios graves, etc.) son obra de individuos corruptos. Se trata más bien de una forma sistémica y estructural de funcionar de empresas privadas que sólo buscan (como no podría ser de otro modo) su lucro personal. Por ello, sería imprescindible la existencia de organismos públicos que controlaran y regularan estrechamente a estas empresas privadas, cosa que ahora no sucede. O, ya puestos a soñar, que tuviéramos una industria farmacéutica de carácter público, transnacional, que fijara sus objetivos no en el beneficio económico sino en la atención sanitaria de, por ejemplo, muchas enfermedades endémicas en los países pobres a las que ahora nuestras benefactoras y desinteresadas empresas farmacéuticas que tan bien nos llevan de congreso preocupadas por nuestra formación, no prestan la menor atención porque no hay dinero que sacar allí.
Naturalmente, cuando desarrollamos estas críticas, uno de los argumentos que se nos presenta es que la industria farmacéutica ha desarrollado productos que han salvado muchas vidas y que deberíamos estar eternamente agradecidos por ello y que qué haríamos sin ella... Estamos totalmente de acuerdo y es cierto que, ya que no hay aún industria farmacéutica pública, las privadas son imprescindibles por el momento. Pero eso no les da derecho a desenvolverse con absoluto desprecio por las normas éticas básicas. Poniendo un ejemplo fácil, las empresas eléctricas llevan la energía hasta nuestras casas y, desde luego, sería terrible no tener empresas eléctricas y carecer de electricidad. Pero eso no da derecho a dichas empresas a no tener la red en condiciones y que con cualquier tormenta, se nos vaya la luz tres días. Y, por otro lado, como ya pagamos nuestra factura de la luz religiosamente, porque si no, nos la quitan, no debemos mayor agradecimiento a dichas empresas. Los laboratorios cobran bien los productos que venden y, tras pagar con el dinero propio del paciente y con el público de todos, no ha lugar a ningún agradecimiento suplementario.
Son frecuentes las diversas racionalizaciones de los profesionales implicados en estas relaciones peligrosas con la industria: ya hemos hablado que la presunta formación que traen es más bien deformación que otra cosa. Se dice mucho también que ya que la administración no nos paga la formación, tenemos que aceptar que nos la pague la industria, pero aquí siempre hay dos cosas que no entendemos: una es por qué a los médicos alguien tiene que pagarles la formación, mientras que nadie se la paga a los abogados, los maestros, los arquitectos, los psicólogos o los enfermeros; y otra es cómo puede ser que entrado ya el siglo XXI, cuando casi hasta los empastes traen conexión a internet, es necesario viajar a Nueva York para compartir información u opiniones con colegas... Otra racionalización habitual es la leyenda urbana de que hay un acuerdo formal entre la administración y las empresas farmacéuticas por el cual se permiten precios más elevados de los fármacos, a cambio de que dichas empresas se hagan cargo de la formación de los médicos, es decir, que según esto, tendríamos derecho a pedir a los laboratorios financiación para nuestra formación porque así lo habría organizado la administración. Por suerte o por desgracia, tal acuerdo no existe en ley ni reglamente alguno, y si alguien acepta obsequios de laboratorios en base a eso, ya puede ir buscándose otra excusa. Otra mentira bien contada puesta en marcha con grandes resultados comerciales, como la chorrada aquella del 20% de variación en principio activo de los genéricos que también nos creímos una larga temporada (cuando ya se hizo insostenible, pasaron a vendernos la idea de los excipientes malignos y luego la de los laboratorios semiclandestinos en China o India, pero ésta también es otra historia…).
En fin, que desde nuestro punto de vista, las razones éticas son más que suficientes para decir No Gracias a cualquier ofrecimiento de la industria. Pero la ética es algo individual, aunque con indudable repercusión en lo social, y hasta hubo algún compañero que nos dijo que era cosa de griegos antiguos, lo que muestra el lamentable nivel intelectual o moral que en ocasiones puede alcanzar nuestra profesión.
Pero hay otro grupo de razones, que cuenta con esa certeza simple y aburrida que dan las matemáticas y de la que la psiquiatría carece: la cuestión del gasto. Los laboratorios no dan nada gratis. No hay regalos. Independientemente de que cualquier obsequio crea, en nuestra cultura, una sensación de deuda y agradecimiento que termina provocando la devolución del favor en forma de prescripción (porque evidentemente, si no fuera así, las empresas no destinarían año tras año las enormes sumas de dinero para marketing como lo hacen), además, cada céntimo de cada bolígrafo o cada mil euros de cada viaje a la APA, se cobran religiosamente del precio del fármaco que se está vendiendo. Una de las razones del desorbitado precio de los fármacos es este inmenso gasto en marketing que debe ser compensado.
Se dice también que los laboratorios realizan inmensas inversiones que deben recuperar y que de ahí los precios que piden por sus productos. Sin embargo, se dice menos que los laboratorios realizan sus investigaciones con pacientes que voluntaria y desinteresadamente participan en los ensayos clínicos pensando en beneficios en términos de salud para ellos o para pacientes futuros, y no en términos de plusvalía para accionistas. Así mismo, también reciben las empresas farmacéuticas ayudas públicas directas, o desgravaciones fiscales, o se les facilita el uso de instalaciones sanitarias públicas donde llevar a cabo sus estudios, o pueden disponer del tiempo de los investigadores clínicos... Es decir, que estas empresas no elaboran sus fármacos desde la nada, sino con toda una serie de apoyos de la sociedad sin los cuales los nuevos fármacos no verían nunca la luz, por lo que parece razonable concluir que existe una obligación de los laboratorios de cara a dicha sociedad, es decir, a todos nosotros.
El problema del gasto farmacéutico además en un contexto de crisis como el que vivimos y del que no está muy claro si saldremos algún día, es el coste de oportunidad. Me permitirán ahora contarles una anécdota personal. Cuando yo tenía 18 añitos y estudiaba primero de medicina nos dieron una charla sobre la necesidad de controlar el gasto en los procedimientos que pediríamos o en los fármacos que prescribiríamos. Aquello me horrorizó y pensé: “mandaré siempre lo mejor para mi paciente sin fijarme en el precio”. Como afortunadamente ya no tengo 18 años, ahora soy consciente de que cada euro que gasto en el paciente A ya no lo voy a tener para el paciente B, por lo que hay que intentar desarrollar el argumento más allá de lo que sería capaz un chaval de 18 años. Independientemente de que, aunque cueste saberlo de entrada con la manipulación de la información científica disponible de la que ya hemos hablado, muchas veces más caro no significa mejor sino realmente sólo menos conocido y por lo tanto más arriesgado.
Dos ejemplos que pueden ser reveladores: cuando salió el Risperdal Flas, dosis de 12 mg/d costaban unos 300 euros mensuales. Posteriormente, con la ley de prescripción por principio activo, el mismo Risperdalde marca a la misma dosis, pasó a costar 50 euros mensuales. Y estamos seguros de que Janssen no lo vende a ese precio perdiendo dinero, con lo que imaginen el nivel de beneficio que obtenían previamente y que pagábamos entre todos con dinero público.
Otro caso aún más actual. Hoy en día los fármacos estrella en cuanto a promoción y a capacidad de llevar a psiquiatras de cenas y comidas por la geografía nacional y parte del extranjero son el Risperdal Consta y el Xeplion. Dosis de Risperdal Consta de 50 mg cada 14 días (compararemos dosis máximas en ficha técnica) cuestan 402 euros mensuales. Dosis de Xeplion a 150 mg cada mes cuestan 519 euros mensuales. Dosis de Modecate a 125 mg al mes cuestan 7 euros mensuales. ¿A que sería gracioso saber que no existe ni un solo estudio serio que haya demostrado ventaja de los primeros sobre el último? ¿A que sería gracioso que los pocos estudios comparativos encuentran igual eficacia (en síntomas, recaídas o funcionalidad al año) y, o bien diferentes perfiles de tolerancia sin ventaja clara para ninguno (acatisia con típicos, aumento de peso y prolactina para atípicos), o bien ventaja para los típicos por menor aumento de peso?
Pues la verdad es que sí podría ser gracioso si no fuera porque sólo con el gasto en mi hospital, que abarca sólo la mitad de la isla de Tenerife y sin tener en cuenta Atención Primaria de dicha zona, si todos los pacientes que en un año están con Risperdal Consta y Xeplion estuvieran con Modecate, liberaríamos dinero para contratar durante todo ese año dos psiquiatras, dos enfermeras especialistas y dos psicólogos. Y así cada año. Los residentes presentes en la sala, teniendo en cuenta el color más bien negro de su futuro laboral, deberían prestar atención a estos datos.
Por supuesto, luego llega el simpático visitador de Janssen con un póster muy chulo que han hecho cuatro colegas en el que con un estudio observacional sin aleatorización ni doble ciego alguno, comprueban que el Xeplion es tan, pero tan bueno, que no entiende uno como ellos mismos no se lo pinchan entre congresito y congresito. Y a eso lo llaman ciencia.
No deja de ser irónico – pero insisto: nada gracioso -, cómo tenemos a nuestros pacientes psicóticos con míseras pensiones de 300 euros, citas con el psiquiatra cada cuatro meses por la saturación completa de las unidades de salud mental comunitarias y con limitadísimos recursos sociosanitarios, pero llevando tratamientos que cuestan muchas veces bastante más de 1.000 euros al mes. Y para que además, si metemos un doble ciego, no haya manera de demostrar que la eficacia y tolerancia de dichos fármacos sea mejor que la de otros que costaban 10 euros.
De todas maneras, este debate acabará quedando obsoleto cuando sigan desapareciendo los neurolépticos antiguos porque ya no interesa su comercialización. La última víctima ha sido la perfenazina, que igualó y en algún punto superó los resultados de risperidona, quetiapina, olanzapina y ziprasidona en el estudio CATIE, pero con el pecado capital de provocar costes, en vez de 100 ó 200 euros, de sólo 6 euros en tratamiento mensual. Claro que podría haber un laboratorio público que la fabricara ya que carece de patente, pero parece que al Ministerio de Sanidad o a las Consejerías de Sanidad de las comunidades autónomas no se les ha ocurrido. También podría pensarse que si la industria se gasta lo que se gasta en marketing en cualquier psiquiatra del montón, imaginen lo que se destina a esos mismos fines en los jardines de Palacio.
Una última anotación: el dinero con el que se paga la mayor parte del coste de los psicofármacos es público. Pero público no significa que no sea de nadie. Significa que es de todos. Que sale de la misma caja que nuestro sueldo, nuestras futuras pensiones o el dinero para las becas y los comedores escolares. La ampolla de Xeplion de 150 mg cuesta 519 euros, de los que el paciente, si no es pensionista, paga 4 y algo. Conozco el caso de una psiquiatra que cree estar muy comprometida con las causas sociales y por ello en ocasiones paga de su bolsillo los cuatro euros (y no olvidemos que tenemos hoy en día decenas de miles de personas en este país a los que se les ha retirado la asistencia sanitaria en nombre de no sé qué políticas, con las terribles consecuencias en términos de vida y muerte que eso puede tener), y dicha psiquiatra debe creer estar haciendo poco menos que la revolución, sin darse cuenta que los otros 515 euros nos los está haciendo pagar a todos – al paciente también – sin que vaya a lograr ningún beneficio adicional para él.
El tercer argumento para no aceptar nada de la industria es, por definición, incuestionable: el legal. La Ley del Medicamento establece claramente que el prescriptor no puede aceptar ningún obsequio de agentes interesados en la venta de determinados productos. Lo cual, dicho sea de paso, se contradice con el famoso código deontológico de Farmaindustria, que permite obsequios de pequeño valor. Señalaré que me parece escandaloso que un código de uso interno de un grupo de empresas privadas se atreva a contradecir una ley, y que, por más que lo he buscado en el Diccionario de la Real Academia, “ningún obsequio” parece que significa efectivamente “ningún obsequio”, sin más matices. La ley sí permite sin embargo recibir financiación para formación pero, en interpretación de Valentín de la Iglesia Palacios, fiscal que redactó un amplio ensayo analizando dicha ley en relación a la interacción entre profesionales e industria, sólo estaría justificada la hospitalidad austera y en relación a eventos con interés científico genuino. Resumiendo: aceptar un bolígrafo, una cena, o un hotel de lujo en alguna capital europea para entrar a una charlita de 45 minutos entre excursión y excursión es directamente ilegal, y las sanciones recogidas en dicha ley se sitúan entre 30.000 y 90.000 euros. Me perdonarán el lenguaje, pero no dirán que no acojona un poco. Afortunadamente, estas infracciones prescriben a los dos años, así que quien empiece hoy a no aceptar nada, para finales del 2016 ya podrá estar tranquilo. Nosotros hace tiempo que abandonamos cualquier tipo de relación con la industria y, cuando se cumplieron los dos años, sentimos que nos quitaban un peso de encima.
En fin, que nuestros argumentos son claros. Otra cosa es que se esté de acuerdo con los mismos o no. No pretenden ser una propuesta ética desesperanzada, cual brindis al sol, sino que realmente pensamos que abandonar la relación entre profesionales e industria sería parte de la solución de un problema de extrema gravedad que tenemos planteado, aunque muchas veces no se quiera ser consciente del mismo. El elefante no desaparece del centro de la habitación simplemente al dejar de hablar de él.
La soluciónpasaría en nuestra opinión por varios aspectos:
- Independencia total entre profesionales sanitarios e industria, sin ningún tipo de relación entre ambos (con la excepción lógica de aquellos profesionales que trabajasen directamente para los laboratorios en investigación y desarrollo).
- Papel regulador claro de las administraciones sanitarias en lo referente a decidir en base a criterios científicos e independientes qué fármacos se aprueban, hacer disponibles el total de ensayos clínicos, llevar a cabo estudios no sólo de eficacia sino de seguridad a largo plazo, etc.
- A largo plazo, favorecer la creación de una industria farmacéutica pública, transnacional, así como crear las condiciones para que la investigación científica fuera independiente y de acceso libre, ya que de otra manera se ocultan o manipulan datos lo que conlleva que tratamos a nuestros pacientes sin toda la información que realmente existe.
Lo curioso es que esta solución favorecería, a la larga, a todo el mundo: la industria desarrollaría un modelo de crecimiento sostenible, sin abocar al déficit y al impago a los estados incapaces de seguir haciendo frente a la factura farmacéutica; las administraciones conseguirían una prescripción más racional, al disponerse de más información, y más barata, al no permitir la comercialización de productos más caros sin ventajas reales; y los profesionales podríamos llevar a cabo nuestra tarea prestando atención sólo a información científica veraz y completa, así como a nuestra experiencia clínica, no sesgada por la simpatía o los obsequios del visitador de turno, que dejarían de estorbar en nuestros lugares de trabajo, robando tiempo (a quien los recibe) que debería ser dedicado a asistencia, docencia o investigación. O incluso a tomarnos un café, que sabe mucho mejor cuando se lo paga uno o como mucho un amigo sin interés en hacerse el simpático para que no te olvides de su mercancía. Que los visitadores sean personas con familia y que tengan derecho a ganarse su salario no tiene nada que ver en esto. Si alguien quiere ayudarles, que lo haga con su dinero, no con el de todos. También los pobres desgraciados que venden crack en alguna esquina tienen derecho a ganarse el sustento y no por eso uno compra crack.
Cuando preparábamos esta conferencia, dudamos mucho sobre el tono a emplear. Como han visto, no escogimos un tono amable y una forma sutil de transmitir nuestras ideas. Como comentábamos al principio, creemos que ya no hay tiempo de medias tintas. La situación de la Psiquiatría y el dilema ético en que se encuentra entre la atención a los pacientes y los intereses comerciales de la industria es de tal gravedad que hay que posicionarse. Y uno se posiciona, quiera o no quiera, conscientemente o no. La raya en la arena está trazada aunque no queramos verla y los profesionales estamos llamados a decidir si queremos recuperar nuestra independencia o vamos a seguir haciendo de tontos útilespara que unos pocos ganen mucho, mucho dinero a costa del empobrecimiento e incluso el perjuicio en términos de salud de todos.
El tiempo se acaba además, porque el debate se está ya trasladando a la opinión pública. En relación también con la situación de crisis global que vivimos, y no sólo económica, está cayendo el mito de los expertos. Cada vez menos gente cree que un ministro de economía o un banquero importante sepan mucho de economía, más allá de lo necesario para enriquecerse ellos mismos. Cada vez más gente mira con suspicacia a esos señores trajeados y esas señoras tan bien vestidas que entran en las consultas de sus médicos antes que ellos y son atendidos con más tranquilidad y más sonrisas. Pronto, como algunos hemos incluso pedido públicamente, serán nuestros pacientes los que nos pregunten si el laboratorio que fabrica el fármaco que le acabamos de prescribir nos ha pagado o regalado algo. Y sólo quedará mentir, con el consiguiente reconocimiento ante uno mismo de que lo que se hace no está bien, o decir la verdad, intentando explicar al paciente que el haber ido a unas Jornadas a Nápoles y ser invitado a langosta (y a mí me invitaron a eso mismo hace ya muchos años) no tiene nada que ver con mandarle el tratamiento de 200 euros en vez del de 2.
El debate está en la opinión pública y cada vez lo estará más. Nuestra obligación ética, profesional y legal está clara y no deberíamos posponerla por más tiempo, porque el tiempo se nos acaba. Si no queremos hacerlo, me temo que ni la sociedad ni la Historia nos perdonarán.