Si nos leen de vez en cuando, sabrán que Fernando Colina ha sido y es uno de nuestros autores de referencia. Obras como El saber delirante o la reciente Sobre la locura, así como múltiples conferencias en que hemos oído el desarrollo de su pensamiento psiquiátrico han contribuido, en cierta medida, a configurar el nuestro. Digamos también que, por supuesto, no suscribimos dicho pensamiento de forma completa ni mucho menos acrítica: la idea, que repite habitualmente y deudora de planteamientos psicoanalíticos lacanianos, de que el psicótico carece de deseo, nos parece un prejuicio traído a la realidad desde la teoría y que, tal vez, exista sólo en la mente del clínico que así elija verlo. Por nuestra parte, tratamos todos los días con psicóticos cuyo problema no es en absoluto la falta de deseo sino las dificultades (personales, pero en gran parte también sociales) para poder luchar por su realización. O quizás lo que el pensamiento lacaniano entiende por "incapacidad para el deseo" sea, traducido, algo completamente distinto, pero en ese caso nos falta formación en lenguas extranjeras como para penetrar dicho significado.
Volviendo a Colina, también nos parece digno de admiración cómo un pensador cómo él se mantiene en constante evolución, sin afán de permanencia en los territorios teóricos ya conquistados. Una de las ultimas veces que tuvimos la suerte de escucharle fue en 2012 y nos pareció que dejaba un poco a un lado los planteamientos lacanianos más ortodoxos (para escándalo de parte de la audiencia) y se acercaba peligrosamente a Foucault. Sin duda, habrá que seguirle.
Recientemente, Colina publicó la obra Sobre la locura, de la que ya hablamos en estas páginas, y hoy queremos recoger uno de sus capítulos, que nos ha parecido especialmente lúcido (porque, por irónico que resulte, con frecuencia el pensamiento psiquiátrico sobre la locura muestra una lamentable falta de lucidez). Se trata del capítulo titulado Sobre la violencia pero toda la obra es, creemos, imprescindible.
Sobre la violencia
Cuando tratas con la locura es difícil eludir la violencia. Entendida como brazo armado del poder, del que es consustancial, resulta inseparable de todas las prácticas de la profesión. Como violencia física o psíquica, evitable o inevitable, legítima o abusiva, controlada o impulsiva, la clínica se practica en un ambiente de ímpetu y fuerza.
Hay una hipocresía profesional subrepticia instalada en el núcleo de nuestra ocupación. La clínica está contaminada por actitudes crueles. Es su síntoma más pernicioso y, puesto que no podemos erradicarlas, conviene conocerlas lo mejor posible, identificarlas en sus múltiples manifestaciones y tratar de domesticarlas. No debemos trabajar tanto para no cometer intervenciones violentas sino para urbanizar las que inevitablemente vamos a consumar.
La violencia en algunos casos es muy manifiesta, como sucedió durante el tiempo en que primaba la idea de encerrar a los locos. Las condiciones bajo las que eran privados de libertad y amontonados en asilos y manicomios fueron inhumanas y humillantes. Sin embargo, hay otra violencia, sutil pero igualmente nociva, que es más difícil de desenmascarar. Está oculta en la concepción de las enfermedades, en las actitudes terapéuticas y en los tratamientos aplicados.
Pensemos, por ejemplo, en la noción de esquizofrenia como una enfermedad que concluye obligatoriamente en deterioro demencial. La creencia en esta evolución regresiva justifica alguna de las profecías auto cumplidas más escandalosas y dañinas de la psiquiatría. No es infrecuente encontrar en las historias de los viejos manicomios una curiosa correspondencia entre los médicos y los familiares de los enfermos que hoy escandaliza. En las cartas, el psiquiatra venía a decir lo siguiente: "Estimada señora: su hijo va a ser dado de alta próximamente. Padece esquizofrenia. Es probable que dentro de unos meses sufra un segundo brote y un nuevo internamiento. Casi seguro que éste será definitivo y le obligará a su ingreso de por vida. Lamento darle esta noticia". Lógicamente el vaticinio se cumplía. Los padres se mostraban cada vez más pasivos y pesimistas mientras que el enfermo no recibía ninguna ayuda para lograr que el pronóstico fallara en su amarga fantasía. La espera, el tiempo y unas palabras bien dirigidas convertían el presagio en algo cierto. A partir de ese momento las conciencias se tranquilizaban pues no había nada que hacer ante la poderosa naturaleza, y el prestigio del médico crecía en virtud de su agudeza diagnóstica. Todo resultaba coherente, inapelable, científico y veraz. Esta refinada forma de justificar el internamiento indefinido era difícil de superar en su eficacia, mientras que el poder del psiquiatra quedaba reforzado en su competencia técnica y en su delegada función de control social.
Hay otros ejemplos más cercanos que en apariencia son menos bárbaros pero que en el fondo resultan igual de agresivos. Observemos si no el desprecio incrédulo con que algunos profesionales valoran los riesgos que a veces asumen los pacientes, a los que condenan de antemano al fracaso. Unas veces impiden directamente sus inviables o balbucientes proyectos, otras, les basta con embarrar el camino que conduce a su consecución. Reprimen los planes de los enfermos como si cometer errores, sus errores, no fuera en muchas ocasiones el mayor éxito al que puede aspirar un psicótico, como cualquier otro hombre. En vez de encontrar algo positivo en el hecho de comenzar a trabajar aunque sea sin muchas garantías de cumplir con el empleo, de reducir la medicación por su cuenta sin excesivo acierto, de vivir independiente sin medios suficientes o cualquier otra iniciativa que orille nuestros consejos e indicaciones, cortando los proyectos del enfermo bajo la excusa de que pueden resultarle perjudiciales. La coartada de evitar un mal mayor es la más socorrida y con frecuencia la más lesiva. Bajo esta disculpa se somete a los enfermos a una disciplina rígida que anula la voluntad y suprime cualquier aliento.
Consideremos también la violencia indirecta que pueden ejercer sobre los equipos cada uno de sus miembros. A veces los componentes de un grupo son el mayor obstáculo para el tratamiento, que queda desplazado ante los intereses particulares y el entretenimiento proporcionado por las disputas internas. El desprecio al enfermo es el corolario de este regodeo egocéntrico. O, sin llegar a este extremo de rivalidad o lucha expresa, se puede apreciar también de una manera más refinada y astuta. Por ejemplo, en la media sonrisa o en la sonrisa callada que esbozan algunos terapeutas cuando ven fracasar a algún compañero. Máxime si se trata de alguien excesivamente activo e ilusionado que, por la prontitud que demuestra, pone al descubierto su posible pasividad o coloca en entredicho su pesimismo habitual. Es una triste realidad, pero las personas diligentes molestan en los equipos.
Nuestra actitud es una fuente inagotable de violencia difícil de detectar y aún más complicado de criticar o corregir. El distanciamiento indiferente o, su opuesto, el paternalismo excesivo, puede resultar para el psicótico un verdadero estrangulamiento psíquico. Toda falsa autoridad infantiliza al psicótico y lo envuelve en una atmósfera de indulgencia que daña la tolerancia y anuncia la aspiración de dirigir y transformar a nuestro antojo su modo de vida. Intentar ayudarle sin perder de vista en ningún momento el principio de libertad, y además hacerlo desprendidos suficientemente del afán de convertir a alguien o reconducir su vida a todo trance, es una tarea delicada que nos cuestiona de continuo. Amos Oz llegó a escribir que la esencia del fanatismo es tratar de cambiar a los demás. Una advertencia que sirve para recordarnos sin descanso que, poco más o menos, todos tenemos un componente fanático que en nuestras obligaciones con los psicóticos nos tienta de continuo. Una tentación que conviene conocer para evitar que, cuando menos se espera, se convierta en algo luciferino.
Cabe entender el encuentro del terapeuta con el psicótico como una confrontación en torno al gusto de convencer. De un lado, se perfila el enfermo, artífice o víctima - según lo valoremos - de una convicción sin fisuras y, del otro, vela sus armas el terapeuta sumido en un mar de dudas pero convencido de su tarea. La única diferencia no se observa tanto en el contenido de la convicción y en su grado, sino en que al enfermo le importa un bledo lo que piensen los demás sobre su delirio, mientras que el terapeuta siempre cae en la tentación de dar buenas razones y argumentar a troche y moche. Es su derecho, su obligación hasta cierto punto y sin duda su debilidad. Sin embargo, persuadir sólo conduce a la sumisión y al servilismo, a la conciencia alienada y a la sustitución de la verdad por la obediencia.
La clínica es un ejercicio de poder ante el que no podemos batirnos en retirada, pero que sólo alcanza valor terapéutico si trae aparejado un cuestionamiento explícito, una duda que mantenga la conciencia en ascuas para detectar los potenciales abusos que cometemos. Artaud dedicó unas memorables palabras a la oscura violencia que puede esconderse bajo una actitud samaritana: "Se trata de una de esas suaves pláticas de psiquiatra bonachón que parecen inofensivas, pero que dejan en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la anodina lengüita negra de una salamandra venenosa". Del mismo modo que denunció oportunamente, dañado por la misma ignominia, "los hediondos conciliábulos que se producen entre familiares y médicos".
Desgraciadamente, nuestra tarea clínica no se desarrolla en un ambiente aséptico y recogido, a solas entre el loco y el alienista, sino que siempre se interfieren la familia y la sociedad. Todo cuanto acordamos con el psicótico, de modo explícito o implícito, tenemos que ponerlo luego a prueba en nuestro medio real y someterlo a la sanción o aprobación de los demás. El sistema, la cultura, la familia, las administraciones y el medio institucional condicionan la actividad de un modo decisorio. Nuestra aportación es el resultado de sumar todos esos elementos intentando no añadir más alienación a la que ya hay.
Se ha llegado a afirmar que la violencia es uno de los recursos que tiene el hombre para cerciorarse de que está vivo. De ser así, no es de extrañar que la vitalidad del terapeuta descanse, con más frecuencia de la imprescindible, en defenderse con ella y dejar que aparezca por sorpresa detrás de cualquier esquina. Surge, por ejemplo, tras el poder de nombrar, cuando categoriza o diagnostica en exceso. O, bajo una falsa neutralidad acogedora, si a la vez impone tratamientos que encierran una intimidación desproporcionada. En general, cuanto más impotente se sienta el alienista para rectificar al loco y curar la locura tanto más ideará terapéuticas infames. El epítome de todas ellas es todavía hoy el recurso a la solución del electrochoque. Esa guillotina eléctrica a la que se confía que solucione por sí sola nuestra impotencia, aquello que uno no ha sabido enfrentar o no ha podido soportar. Las indicaciones del electrochoque son el fiel reflejo de una humillación personal que no acertamos a transformar en humildad. Son el heredero de la peor psiquiatría manicomial. De entre las mil maneras que ha ideado la psiquiatría para tapar la boca de los locos, incluso cuando no se aguanta su silencio, la descarga voltaica es la más aparente y representativa para lograr su conformidad.
Recordemos, como ilustración ejemplar de esta exposición, un texto de Foderé que, salvando el contenido y el tono que marca la distancia temporal, revela una actualidad reveladora. En su Tratado del delirio de 1817, escribe: "Un bello físico, es decir, un físico noble y varonil, es quizá, en general, una de las primeras condiciones para tener éxito en nuestra profesión; es sobre todo indispensable junto a los locos para poder imponerse a ellos. Cabellos castaños o blanqueados por la edad, ojos vivos, una compostura fiera, miembros y pecho anunciando la fuerza y la salud, rasgos prominentes, una voz fuerte y expresiva: tales son las formas que en general causan un gran efecto sobre los individuos que se creen por encima de los demás".