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Nosología psiquiátrica: evolución histórica y estado actual

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Evolución histórica

Estudiar la evolución histórica de la nosología psiquiátrica es estudiar la historia de la psiquiatría. Nos basaremos para ello en dos obras imprescindibles: Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna, de Lantéri-Laura yLos fundamentos de la clínica de Bercherie.

Para Lantéri-Laura, desde el final del Siglo de las Luces hasta la mitad del XIX, es posible establecer un periodo durante el cual las tradiciones psiquiátricas francesas y germánicas, así como también las italianas o inglesas, a pesar de sus muy numerosas divergencias, reciben desde el principio y sin lugar a dudas el postulado según el cual el campo propio de la psiquiatría entraña una afección única, una enfermedad, por supuesto, pero diferente de todas las demás enfermedades y que, entre muchos autores, Pinel propuso, con éxito, denominar alienación mental. Este paradigma constituye la principal característica de este primer periodo de historia de la psiquiatría, y la unidad de la afección es lo que sin duda alguna constituye su rasgo más esencial. Como señala Lantéri-Laura, atribuir una fecha concreta a su comienzo y terminación resulta inevitablemente algo arbitrario, pero él propone unos límites temporales a condición de no concederles más valor que desde el punto de vista práctico y convencional. El periodo en que domina el paradigma de la alienación mental puede tomar como fecha de inicio el otoño de 1793, cuando la Comuna de París designa a Pinel para el Hospicio de Bicêtre. Esta precisión cronológica es discutible, pero tiene dos ventajas. Por una parte, demuestra que las ideas y los personajes en cuestión pertenecen, al menos en su comienzo, al siglo XVIII, que va a prolongarse desde luego hasta el XIX, de forma que la psiquiatría tenderá a pasar directamente de la Enciclopedia al positivismo, con muy pocos lazos de unión con el romanticismo, salvo en algunos aspectos de la psiquiatría alemana. Como terminación, Lantéri-Laura fija el año 1854, cuando J.-P.Falret, adversario indiscutible de la unidad de la patología mental, publica el artículo de ruptura, titulado De la non-existence de la monomanie. Este paradigma, aunque fue desdibujándose progresivamente, va a legar a la psiquiatría de los siglos XIX y XX la cuestión siempre actual de la unidad de la locura.

El segundo paradigma es el de las enfermedades mentales. Éstas designan dos modificaciones radicales en relación con lo que significaba la alienación mental; por un lado, la patología mental considera que debe aplicarse para distinguir cierto número de afecciones irreductibles entre sí, cuyo conjunto, puramente empírico, escapa a la unidad y a la unificación; por otro lado, esta misma patología mental renuncia a constituir una extraterritorialidad respecto a la medicina y quiere formar parte de ella, como el resto de sus ramas, en contra de lo que exigía el paradigma anterior. Como fecha de finalización se puede fijar el año 1926, en el que se celebra en Ginebra y Lausana el congreso en el que Bleuler expone su concepción sobre el grupo de las esquizofrenias, de las que tan pronto habla en plural como en singular, y que sólo puede abordarse a la luz del concepto de estructura psicopatológica

A partir de este momento, bajo las influencias cruzadas, a menudo convergentes y a veces antagonistas, de la Gestalttheorie de Koehler y de Koffka, de la neurología globalista de Goldstein, así como también de Head, de la filosofía fenomenológica y del psicoanálisis de entreguerras, el nuevo paradigma se impone de una manera bastante concreta como el que va a conciliar, eficazmente pero a su manera, un cierto retorno a una unidad, de cuyo alejamiento muchos se lamentaban, con el mantenimiento de cierto número de subdivisiones inevitables. Esto es lo que lograba en gran medida el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas. Éste se ha mantenido durante mucho tiempo, y como posible fecha de finalización se le podría poner el otoño de 1977, momento en que la psiquiatría mundial perdía a Henri Ey. Él mismo, y tal vez incluso más Minkowski, supieron introducir en psiquiatría, de una manera crítica aunque fecunda, este concepto de estructura que, con una acepción por otro lado diferente, iba a ocupar un lugar decisivo en la lingüística y la antropología social.

Pasemos ahora a glosar algunas reflexiones de Bercherie en la obra previamente citada. Hablando sobre la situación de la clínica clásica en lo que suele considerarse aproximadamente su momento de terminación, sobre los años 20 del siglo pasado, señala que existen tres grupos de fenómenos patológicos que han sido progresivamente individualizados: los síndromes orgánicos, la patología constitucional-reaccional y, finalmente, el grupo de psicosis al cual, bajo la influencia de los psicoanalistas, se le reservará el término y que los alemanes llaman psicosis endógenas. Se detiene en la delimitación de este grupo de las psicosis endógenas, para el que la escuela alemana mantiene una división en dos clases, a las cuales el criterio evolutivo confiere lo que Bercherie considera una falsa unidad: esquizofrenias (procesos crónicos) y maníaco-depresivas (fases agudas). Las excepciones evolutivas son la regla. Por otra parte, la escuela francesa, siempre más ligada a la “morfología” clínica, tenderá a oponer una división tripartita a esos enfoques: demencia precoz, delirios crónicos, psicosis maníaco-depresiva; una cuarta clase no deja de molestar debido a su eterna recurrencia: las psicosis delirantes agudas. Pero cualquiera que fuese la división adoptada, se choca continuamente con el problema de los casos mixtos, atípicos, inclasificables. Por otra parte, entre la patología constitucional y las psicosis endógenas, siempre se tienden puentes que llegan a confundir las fronteras. En esta línea están los trabajos de Kretschmer en Alemania y las dificultades para delimitar los delirios psicógenos de los delirios procesuales que llevaron a la declinación de la noción de paranoia. En Francia el problema es el mismo, entre ciclotimia y maníaco-depresivo, delirio paranoicocon base constitucional y delirios crónicos, esquizomanía y demencia precoz, “psicosis” histéricas y bouffées delirantes, la frontera es muy frágil y siempre diferente según los autores. Otro de los problemas que señala Bercherie a la hora de la ordenación nosológica es que numerosas psicosis orgánicas no cesan de simular “los otros dos grupos de perturbaciones”.

Los hechos, pues, imponen una erosión continua a las clasificaciones mejor fundadas y más pacientemente establecidas. En este momento de los años 20 del siglo pasado, el análisis clínico había alcanzado una tal perfección que ya no existe la esperanza de que el futuro resuelva las cuestiones pendientes por un acrecentamiento de la agudeza de la observación. Pinel había fundado la clínica sobre la certidumbre de que los fenómenos aparentes correspondían a las inalcanzables realidades subyacentes. Como se pregunta Bercherie, ¿acaso el círculo no se ha cerrado y la clínica no ha terminado por volver a sus premisas inventadas? Diversas actitudes aparecerán como reacción a este golpe de la realidad. Por una parte, la reacción dogmática, que consiste en defender, contra toda evidencia, la división tripartita. Se ha llegado a rechazar, por ejemplo, toda relación entre los temperamentos basales descritos por Kretschmer y las psicosis correspondientes (Schneider) o a oponer esquizofrenias verdaderas y síndromes esquizofreniformes (Langfeldt), esperando que las palabras impedirán a las cosas confundirse. Por otro lado, la reacción ecléctica, que tiene el mérito de tomar cuenta de las objeciones fácticas, pero cree encontrar una solución en el borramiento de todas las distinciones tan penosamente adquiridas. Supone olvidar que en la mayoría de los casos, el edificio nosológico está confirmado por la observación. Un ejemplo de esta reacción sería el Jacksonismo de Ey. Otra posible reacción sería más empírica, consistiendo en decidirse a hablar de síndromes en lugar de entidades y dar a éstos una etiología y una evolución variable.


Estado actual

Siguiendo el trabajo de Álvarez, Esteban y Sauvagnat titulado Fundamentos de psicopatología psicoanalítica, dedicaremos ahora unas líneas a describir, desde el punto de vista de estos autores, que compartimos, el estado de la nosología actual marcado por los manuales DSM-IV-TR de la APA y CIE-10 de la OMS.

Las últimas versiones de los DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) de la Asociación Psiquiátrica Americana tratan de presentarnos, sobre un fondo supuestamente “ateórico”, el conjunto de la patología mental ordenado en categorías nosográficas a partir de las manifestaciones que ellas presuntamente revelan. Se pone de manifiesto una ingenuidad epistemológica tanto más llamativa cuanto que se confía ciegamente en que los hechos concretos sean captados por cualquier observador de una manera directa e imparcial; se cree, además, que las únicas discrepancias posibles respecto a la objetividad de los fenómenos provienen del desvío que introducen las interpretaciones. Esta forma de empirismo banal, asentada en el principio baconiano según el cual la naturaleza se muestra a sí misma mediante hechos y fenómenos objetivos y directamente observables, culmina a la postre por ofrecernos una especie de mercado persa de la patología mental donde la nosología es degradada a mera semiología.

Las muchas categorías propuestas adolecen de principios organizadores, pues esos síndromes clínicos son aprehendidos en sus aspectos más superficiales a despecho de cualquier consideración estructural, es decir, orillando esos elementos invariantes y esas configuraciones que se cristalizan merced a las posiciones y relaciones que ocupan en determinada estructura. Además, la semiología que les sirve de guía es bastante ruda, ya que apenas logra trascender los fenómenos más conspicuos; bien distinto es el caso de las semiologías clásicas desarrolladas por Séglas, Chaslin o Clérambault, aquí totalmente ausentes.

En 1952 apareció el DSM-I, que proponía una taxonomía basada esencialmente en el funcionalismo de Adolf Meyer. Para nada ateórico, el DSM-I articuló la tradición psiquiátrica y el psicoanálisis mediante el concepto de “reacción”, promoviendo una concepción de las patologías mentales como formas de reacción de la personalidad ante factores distintos (psicológicos, sociales, orgánicos, genéticos, etc.). El DSM-I, influido también por Menninger, prestó especial atención a las neurosis y a los mecanismos de defensa.

El término “reacción” fue eliminado en el DSM-II, editado en 1968, siguiendo los principios de su antecesor pero siendo menos explícito en cuanto a su orientación teórica. Ya el DSM-III, de 1980, define su orientación como “ateórica”, desapareciendo el concepto de neurosis y limitándose el valor heurístico del concepto de psicosis, así como mostrando la tendencia a considerar las ciento cincuenta categorías propuestas como “válidas” y “fiables”, culminando en una taxonomía “descriptiva” que pone en entredicho cualquier tipo de psicogénesis, es decir, de implicación subjetiva en el trastorno. El DSM-III impuso el modelo médico en psicopatología, articulado con el behaviorismo por medio del empirismo, tan querido éste por uno y otro. A pesar del ideal de crear un lenguaje común que contentara a especialistas de diferentes orientaciones, las notables inconsistencias, confusiones y discordancias de algunos de los criterios diagnósticos propuestos y de las categorías resultantes promovieron su pronta revisión. Así surgieron el DSM-III-R, en 1987, y el DSM-IV, en 1994.

Como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, los dos últimos manuales de esta saga (el DSM-IV-TR apenas tiene diferencias reseñables con respecto al DSM-IV) pretenden cada vez más construir una clasificación basada en evidencias empíricas. Ésta es quizá la razón por la cual no se habla de sujetos, ni siquiera de individuos o personas, sino exclusivamente de enfermedades. Por otra parte, a pesar de ser un catálogo tan exuberante de trastornos mentales, de incluir un sistema diagnóstico multiaxial y pretenderse basado en evidencias experimentales, “el DSM-IV no asume que cada categoría de trastorno mental sea una entidad separada, con límites que la diferencian de otros trastornos mentales o no mentales”. Esta taxativa afirmación de sus autores contrasta sobremanera con la apariencia que se transmite en la descripción de cada una de las categorías, pues pareciera que se trata de entidades discretas y perfectamente delimitadas según el modelo de la patología médica, es decir, asentadas en el inequívoco isomorfismo entre los síntomas y las categorías descritas. Tal ha sido la interpretación que habitualmente se ha hecho de ello, ya que han sido muchos los autores que han intentado establecer una correspondencia directa entre diagnóstico DSM y tratamiento específico.

Otro de los aspectos centrales de los últimos DSM es el empleo del término “trastorno mental”. Quizá los autores han tratado de evitar previsibles polémicas de haber empleado “enfermedad mental” en lugar de “trastorno mental”, mas no por ello disfrazan su visión médica de la psicología patológica. El DSM-IV da una definición sindrómica del trastorno, empeñándose en orillar cualquier referencia a la subjetividad, aunque bien es cierto que no lo consigue del todo en algunas de las categorías descritas, como es el caso del “trastorno facticio”.

Los partidarios del DSM-IV alaban su fácil manejo y el hecho de disponer de respuestas diagnósticas para casi todo cuanto se encuentran en su quehacer profesional. Sin embargo, esta taxonomía descriptiva (como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, sería erróneo considerarla una nosografía basada en una psicopatología) evidencia un buen número de fisuras que es preciso mostrar. Además de pretender anegar la psicopatología clásica y el psicoanálisis, resultan impactantes los criterios extraclínicos que se conjugan en ese manual, revelándose decididamente al servicio de los intereses económicos de la industria farmacéutica y de las compañías de seguros médicos, tal como puede apreciarse en la progresiva inflación de trastornos de ansiedad, afectivos y psicóticos, es decir, los que corresponden a los tres grandes grupos de psicofármacos. Por otra parte, resulta conmovedor que una nosotaxia tan prolija no termine por demarcar trastornos discretos y precisos en sus límites diferenciales, llegando a abogar por un continuum entre la patología y la normalidad, así como entre los distintos trastornos entre sí.

No menos preocupante resulta el hecho de que esta clasificación se haya pretendido convertir en un manual de psicopatología, a la que termina por degradar de todos sus valores. Asimismo, este catálogo de trastornos, puesto que flaquea a la hora de establecer cualquier principio organizador, presenta un ámbito de aplicación tan lato como confuso: no sólo presta sus servicios a los profesionales de la salud mental, sino a jueces, educadores, agentes de seguros y personal de la administración. Finalmente, antes que limitar sus pretensiones a un cierto consenso terminológico entre profesionales de muchas orientaciones y culturas, el empleo que se ha hecho de los últimos DSM desde los estamentos médicos y psicológicos, sanitarios y académicos, ha tendido a asentar la vieja noción de entidad nosológica natural, aquella que pretendía describir un proceso morboso o enfermedad según el modelo de la medicina interna: etiología, patogenia, anatomía patológica, sintomatología, curso y evolución. La enseñanza de la psiquiatría clásica se ha transformado así, lamentablemente, en una mera técnica y una huidiza práctica clínica de la atención de las enfermedades mentales, a las que se ha terminado por sustraer toda brizna de subjetividad.


Hasta aquí, el resumen del trabajo de Álvarez, Esteban y Sauvagnat. Como sin duda sabrán, tenemos ya a punto de salir el DSM-V. Múltiples voces se han alzado contra él desde los borradores preliminares hasta el texto definitivo, que parece conservar ese ansia por diagnosticar a todo el mundo de algo (o de varias cosas a la vez, prodigios de la comorbilidad). Con la excusa de lo malo que sería para una persona no ser diagnosticada de un trastorno que efectivamente padeciese (se podría escribir tanto sobre esto), parece no haber problema en diagnosticar por el camino a montones de personas, hasta ahora sanas, como enfermas. Allen Frances, uno de los autores del también más que criticable DSM-IV ha escrito en contra de la nueva versión (como recogimos aquí) y el siempre interesante blog Neuroskeptic nos deja una entrada sobre la lamentable concordancia entre observadores de los diagnósticos del nuevo manual. Y es que, al final, ni siquiera el manido argumento de que los DSM y CIE proporcionan un lenguaje común a los clínicos, se va a sostener, dado la escasa fiabilidad de dichos diagnósticos entre diferentes clínicos. Y ya de validez, ni hablemos. 

Como tantas cosas que dábamos por inamovibles a otros niveles (económicos, políticos, institucionales...), el poder absoluto de los DSM parece sufrir ciertas grietas, a juzgar por las críticas que recibe, que no recordamos tan abundantes para las anteriores ediciones... A ver si es verdad que algo se mueve (insistimos: a muy variados niveles) y las cosas pueden incluso mejorar (aunque nos tememos que para eso tengan que empeorar mucho más primero).

Y sobre todo  a ver qué hacemos cada uno en nuestra parcela.



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