Recientemente fuimos invitados a participar en la II Escuela de Otoño de la AEN, dando un seminario de los cuatro de que constaba el programa. La verdad es que fue un fin de semana muy interesante y en el que apreciamos mucho interés por parte de los profesionales en formación participantes en aprender acerca de los aspectos más críticos de la psiquiatría y, a la vez, más respetuosos con las personas que atendemos. Ya sabemos que no es necesario tener esperanza para actuar, pero de vez en cuando tampoco viene mal.
Dejamos aquí la parte teórica de dicho seminario:
Buenas tardes a todas. Queremos agradecer a la AEN la oportunidad de poder estar aquí esta tarde con vosotras, hablando y trabajando sobre uno de los temas profesionales que más nos ocupan y preocupan: los daños derivados de nuestras intervenciones con las personas que atendemos. Somos Amaia Vispe, enfermera especialista en salud mental, y Jose Valdecasas, psiquiatra. Entre otras cosas, hemos escrito juntos un blog llamado postPsiquiatría desde hace ya más de diez años y publicado un libro del mismo título, que recoge y sistematiza nuestro trabajo sobre la profesión, llevado a cabo en dicho blog y algunas otras publicaciones. Curiosamente, a lo largo de los años hemos dado alguna que otra ponencia y charla, pero nunca juntas como hoy. A ver cómo se nos da.
Este seminario se titula “Daños (individuales y colectivos) de la práctica psiquiátrica actual”, y le hemos puesto dos subtítulos: “Sobre mitos y leyendas: ciencia frente a marketing” y “Sobre mitos y leyendas: narraciones para la práctica”. Creemos que es un tema de la mayor importancia. La práctica psiquiátrica, como toda actividad sanitaria, lleva aparejados beneficios pero también riesgos y potenciales daños. Que hoy nos ocupemos de dichos daños no quita importancia a los aspectos beneficiosos que muchas veces tienen nuestras intervenciones. Evidentemente, estamos convencidas de que en muchas ocasiones podemos hacer mucho por ayudar a las personas que atendemos, pero es verdad que esta eficacia casi siempre está en primer plano, bajo los focos, y sin duda es clave conocer también los posibles daños que podemos provocar, y cómo minimizarlos. También queremos resaltar que estos daños tienen repercusión tanto en lo individual como también en lo social, aspecto que no dejaremos de mencionar después. Y también apuntar que nos referiremos en todo momento a la práctica psiquiátrica actual, dejando de lado aberraciones pasadas propias del manicomio y sus torturas. No negamos su existencia pero creemos mucho más importante centrarnos en el aquí y ahora. Otra aclaración previa: vosotras pertenecéis a tres profesiones distintas: psiquiatras, psicólogas y enfermeras, pero cuando nosotras hablamos de “psiquiatría” o “práctica psiquiátrica” nos referimos en conjunto a todas las profesionales que trabajan en el campo de la salud mental. Usamos “psiquiatría” simplemente por costumbre y economía del lenguaje. De la misma manera, cuando hablamos de “psiquiatría” incluimos por igual las intervenciones que llevamos a cabo en las tres profesiones, cada una con sus especificidades diferentes, pero todas englobables en el cuidado a las personas que queremos ayudar. De las intervenciones para ese cuidado y de cómo intentar evitar que hagan más daño que beneficio es de lo que queremos hablaros. Es cierto que gran parte de la charla (pero no toda) versará sobre psicofármacos, pero creemos que este tema compete por igual a las tres profesiones: independientemente de que serán las psiquiatras quienes prescriban, tanto psicólogas como enfermeras realizarán gran parte de su actividad profesional atendiendo a personas que estarán bajo los efectos de medicación psiquiátrica. Por ello, es de primera necesidad que todas conozcamos en profundidad tanto los beneficios como los potenciales daños derivados de estos tratamientos.
No vamos a llenar la charla de referencias bibliográficas para demostrar lo mucho que hemos leído y reforzar nuestros argumentos con el apoyo de publicaciones de prestigio, porque esto se volvería bastante aburrido y no es eso lo que queremos. Si alguien quiere bibliografía concreta sobre alguno de los puntos que tocaremos, que nos contacte y estaremos encantados de facilitársela.
Hablaremos, en cierto sentido, de mitos y leyendas. Primero una revisión teórica acerca de diferentes ideas que se transmiten a las profesionales desde sus primeros años de formación como “verdades” con carácter “científico” y que, como veremos, son a veces más bien interpretaciones interesadas cuando no directamente estrategias de marketing, que algo de esto también habrá que denunciar. En la segunda parte del seminario, Amaia conducirá un taller práctico donde sin duda aprenderemos todas mucho más. Parte de la meta de todo este seminario es intentar transmitir la idea de que nuestras intervenciones tienen objetivos en forma de beneficios para el paciente, pero también a veces consecuencias no deseadas. Y que uno, como profesional, debe elegir qué riesgos correr (o más bien hacer correr a nuestros pacientes) en la búsqueda de esos beneficios. Debemos elegir qué tipo de intervenciones vamos a llevar a cabo y, más allá de eso, debemos elegir qué tipo de cuidados vamos a dar y qué tipo de profesionales vamos a ser. Y el tipo de profesional que escojamos ser también estará en relación con las teorías que explícita o implícitamente sigamos para encuadrar nuestra práctica profesional. Elegimos qué teoría creer y elegimos qué práctica de cuidados hacer. Y cada una de las dos retroalimenta a la otra, es decir, abrazaremos teorías que justifiquen la práctica que queremos llevar a cabo y, a su vez, dichas teorías modularán esa práctica. Hoy queremos traer aquí conocimientos para establecer esas teorías y narraciones para desarrollar esas prácticas.
La psiquiatría (entendida entonces en sentido amplio como el trabajo a que nos dedicamos desde las tres profesiones) tiene una doble vertiente, que solo mencionaremos por encima: es una ciencia, es decir, una disciplina que busca un saber, una “verdad” sobre la mente y los trastornos que sufre; y es una tecnología, es decir, una disciplina que busca una utilidad, un “bien” para las personas que atiende. Aunque algunas de vosotras podáis acabar dedicándoos a la investigación psiquiátrica y a ese aspecto de ciencia, lo que nos reúne aquí es el otro aspecto, la psiquiatría como disciplina clínica que trata a las personas que aquejan determinados malestares para buscar su alivio. Y dentro de este trato, nosotras como profesionales aprendemos, enseñamos y aplicamos diferentes intervenciones que buscan este beneficio a nuestros pacientes: tratamientos psicofarmacológicos, tratamientos psicoterapéuticos, psicoeducación, cuidados a diferentes niveles, intervenciones terapéuticas o rehabilitadoras y recuperadoras… Intervenciones que suponen la parte principal y el sentido último de nuestro trabajo y de nuestro rol profesional.
El primer mito que me gustaría poner en cuestión, llegados a este punto, es la idea que se nos inculca implícitamente, desde los primeros días en la profesión, de que siempre hay que intervenir. No es que se nos señale de esa manera, pero se nos empuja a pensar que, ante una persona que sufre cualquier trastorno que se pueda catalogar más o menos laxamente como “mental”, debemos “hacer algo”. Ya sea ese algo prescribir un fármaco, iniciar una psicoterapia más o menos breve, llevar a cabo alguna técnica de relajación o un enfoque centrado en soluciones o simplemente dar otra cita posterior o una derivación a otro recurso… Parece que siempre hay que intervenir, pero con frecuencia olvidamos el principio tan citado y tan poco observado, de “primum non nocere”, es decir, “lo primero, no hacer daño”. En muchas ocasiones puede ser útil intervenir con una prescripción farmacológica o con el inicio de una psicoterapia, pero también en muchas otras ocasiones debemos no precipitarnos y pensar si la intervención más útil no será realmente, no intervenir. Resignificar la demanda y dirigirla a ámbitos diferentes del sanitario cuando obedezca, como con frecuencia sucede, a malestares vitales o sociales que poco tienen que ver con lo psicopatológico. Lo que Alberto Ortiz llama “la indicación de no tratamiento” y que supone evitar la psiquiatrización y psicologización de todo malestar, con la frecuente conversión de intervenciones innecesarias en intervenciones ya dañinas, por efectos directos sobre las personas a quienes las aplicamos y por un efecto derivado del desvío del malestar social a ámbitos individuales donde no se solucionará, lo que colabora al mantenimiento de un statu quo insano.
Es interesante aquí fijarnos en el concepto de “prevención cuaternaria”, planteado por Marc Jamoulle como la prevención del daño derivado de intervenciones sanitarias innecesarias. En nuestro ámbito, tiene múltiples derivadas, como pueden ser efectos secundarios debidos a psicofármacos que no son necesarios desde el punto de vista de la indicación (antidepresivos ante tristezas derivadas de problemáticas vitales o duelos, antipsicóticos ante ansiedad o insomnio) o bien que son usados a dosis demasiado altas o en combinaciones de polifarmacia. O, por otra parte, dependencias generadas por la administración de dichos fármacos, con peligrosos síndromes de abstinencia posteriores a la hora de la suspensión. Y más allá del aspecto farmacológico, podemos encontrar también problemas debidos a enfoques psicoterapéuticos demasiado largos o que acaban fomentando la dependencia del paciente o bien provocan que este atribuya su mejoría a dichas terapias y no a su propio esfuerzo personal, o al apoyo de su red social o, simplemente, al paso del tiempo… La prevención cuaternaria buscaría un poco lo mismo que buscamos en este seminario: ser conscientes del potencial dañino de nuestras intervenciones y comprender que, no pocas veces, se acaba perjudicando al paciente al que se quiere ayudar. Que la intención sea buena, que la intervención se haga “por el bien del paciente”, no significa nada.
Todo esto nos lleva al tan traído y llevado balance riesgo-beneficio, uno de los conceptos con los que todos estaríamos de acuerdo, pero que es necesario revisar un poco. Esto significa que a la hora de una intervención, por ejemplo una prescripción farmacológica (pero no solo en ese caso), debemos valorar bien los beneficios esperados en términos de eficacia y mejoría del paciente y sopesarlos con los riesgos que asumimos, en cuanto a efectos secundarios que puedan aparecer, posibles dependencias a la sustancia, coste de dicho tratamiento, etc. Recurriendo a un ejemplo que habréis visto o sin duda veréis muchísimas veces en vuestra vida profesional: una persona atrapada en una situación vital muy difícil, con problemas económicos, en situación de desahucio, con hijos a su cargo, tal vez víctima de maltrato o viviendo un duelo, o una combinación de varios factores de ese tipo... Muchas veces ante un caso así la psiquiatra prescribiría un antidepresivo (o la psicóloga o la enfermera lo recomendarían, presionando a su vez a la médica), pero nosotras plantearíamos detenernos un poco y pensar: ¿qué beneficio se espera alcanzar? ¿va a mejorar esa persona mientras siga en peligro de quedarse sin casa, de no tener comida que llevar a sus hijos? ¿va a mejorar mientras no pase el tiempo y el inevitable trabajo de duelo no vaya llevándose a cabo? Prescribimos ese antidepresivo en muchas ocasiones por el mencionado mito de la intervención: para que parezca que hacemos algo, lo que por una parte nos deja tranquilas ante nosotras mismas, porque como sanitarias nos han enseñado que tenemos que aliviar a la gente de sus padecimientos y, por otra, nos permite intentar tranquilizar a la persona que tenemos delante, transmitiendo la idea de que con esa pastilla se sentirá mejor, lo que sin duda es mentirnos tanto a nosotras mismos como a ella. Y el problema no es solo la nula eficacia esperable en estos casos más allá de un momentáneo efecto placebo, porque si estuviéramos ante sustancias inocuas, pues nada se perdería con probar en busca de dicho efecto placebo. El problema verdaderamente está en que son fármacos con muchos riesgos potenciales tanto a corto como a largo plazo (disfunción sexual, caídas y fracturas, hemorragias, arritmias, diabetes, dependencia, etc.). Y también el aspecto, no despreciable, del coste. Vemos con frecuencia a personas con malestares psicológicos derivados o agravados por una difícil situación económica, que toman listas de fármacos por valor de cientos de euros que sin duda resolverían ampliamente gran parte de dichas preocupaciones.
Es decir, un adecuado balance riesgo-beneficio debe implicar valorar ajustadamente si hay un beneficio esperable que compense los riesgos potenciales. Y no hay que dejar de tener en cuenta que estamos hablando de beneficios y riesgos para otra persona, con lo que lo adecuado, siempre que fuera posible, sería que fuese esa misma persona quien tome la decisión, bien informada por nosotras como profesionales y expertas en la esperable eficacia y los posibles riesgos.
Un dato básico a la hora de plantearse el balance entre beneficios y riesgos de una intervención terapéutica, especialmente farmacológica, es no caer en otro de los mitos que pueblan nuestra profesión, este por suerte parece que cada vez con menos presencia, que es el mito de la inocuidad. La idea, absurda a todas luces si se piensa un poco en ella, de que los fármacos que usamos (o alguna otra intervención) son inocuos, por lo cual no hay problema en prescribirlos, porque no harán daño alguno y, a lo mejor, para algo sirven. El ejemplo paradigmático es la desmedida prescripción de antidepresivos desde finales de los años 80, en la idea de que “a lo mejor, algo harán”, aunque ese “algo” sea tan absurdo como pretender que una pastilla solucione el malestar vital y la tristeza asociados a una desgracia, un duelo o una situación invivible. Como a las psiquiatras se nos vendió la idea (que la sociedad compró a precio de oro) de que estos fármacos carecían de efectos secundarios, pues así se prescribían (y se prescriben) como si fueran caramelos. Aunque están más que demostrados sus efectos secundarios potencialmente graves a corto y medio plazo o los riesgos de dependencia a largo plazo. Otro ejemplo viene dado por los llamados antipsicóticos de segunda generación que, por comparación con los de primera, eran también considerados por los profesionales como inocuos, lo que incidió en que se prescribieran cada vez en dosis mayores, en más combinaciones y para indicaciones cada vez más amplias, que incluyen ya casi cualquier ansiedad o insomnio… Que el tiempo y la investigación hayan demostrado los riesgos, mayores incluso que con los antipsicóticos clásicos, de síndrome metabólico incluyendo grandes aumentos de peso o diabetes, con un perfil solo ligeramente mejor de síntomas parkinsonianos, no parece por desgracia haber cambiado mucho esta dinámica de prescripción. Luego comentaremos un poco más en profundidad estos riesgos y efectos secundarios.
Deteniéndonos en la cuestión de la prescripción farmacológica (como dijimos antes, igual de importante para todas como profesionales, porque los médicos prescribimos, pero no solo nosotras sino también psicólogas y enfermeras tratan y cuidan luego a personas que están bajo los efectos de estas sustancias), consideramos que hay tres aspectos que influyen a la hora de recetar o no un determinado fármaco. Estos tres aspectos son la investigación científica que conocemos (con sus indudables limitaciones), la experiencia clínica que hemos acumulado (que será siempre parcial y subjetiva) y las preferencias del paciente (que deberíamos tener mucho más presentes de lo que solemos). Por desgracia, en la práctica cotidiana hay siempre un cuarto factor que intenta desestabilizar este equilibrio e influir en nuestra prescripción, y que es el marketing llevado a cabo por la industria farmacéutica. Es este un aspecto que venimos denunciando hace años, pero que sigue presente en nuestra actividad cotidiana. Esta influencia que la industria lleva a cabo en busca de su lucro económico ocurre en distintos frentes, de los que podemos señalar tres fundamentales: las clasificaciones psiquiátricas, la investigación farmacológica y la promoción directa. Conviene detenernos en este punto porque aquí late uno de los más peligrosos mitos a los que se enfrenta el quehacer cotidiano de los profesionales: el mito de que la influencia de la industria no es perjudicial, o expresado de otra manera, que la colaboración entre profesionales e industria en mutuamente beneficiosa, o, todavía de otra manera, el mito (ridículo, es cierto, pero que nosotras mismos compartimos en su día) de que, aunque sabemos que la industria busca influirnos, nosotras somos más listas y aceptamos sus sobornos sin que nos afecten.
La relación entre profesionales e industria marca el conflicto de interés fundamental de nuestra disciplina. Puede que no sea el único, pero sin duda es el más importante. Y lo es, por ejemplo, porque los profesionales (aquí usaremos el genérico masculino porque, para variar, son en su mayoría varones blancos heterosexuales, lo que igual no tiene que ver con nada, o igual sí...) que crean las clasificaciones de trastornos mentales que definen nuestra disciplina (hoy en día, el DSM y la CIE), reciben en elevadísimo porcentaje pagos por miles de euros de laboratorios farmacéuticos interesados en la promoción de los diversos trastornos. Desde los años 80, las sucesivas clasificaciones han incluido cada vez más y más de estos supuestos trastornos mentales, así como bajado su umbral diagnóstico, influyendo en que cada vez más personas estuvieran tratadas farmacológicamente, en una espiral de medicalización que ha llevado a cifras de prevalencia e incidencia absurdas (como señala por ejemplo Robert Whitaker en “Anatomía de una epidemia”) y a previsiones ridículamente alarmistas como que la cuarta parte de la población mundial tendrá un trastorno mental a lo largo de su vida. Como opinamos algunos, con el DSM-5 en la mano, probablemente haya menos sanos que enfermos en el mundo. Otro punto clave de la influencia de la industria en nuestro trabajo es el hecho de que los distintos laboratorios patrocinan la mayoría de los estudios científicos sobre fármacos, lo que da lugar, como está sobradamente demostrado (por ejemplo, por Goldacre, Healy o Gotzsche), a innumerables sesgos. En primer lugar, el sesgo de publicación, porque solo nos llegan los estudios con resultados positivos para el fármaco de la empresa que paga el estudio, si no se ha dado tal resultado positivo, el estudio es guardado en un cajón. Esta práctica habitual, y tristemente legal, lleva a que a los clínicos nos llegan principalmente los artículos científicos favorables a los psicofármacos, pero no los desfavorables, con lo cual tomamos decisiones de prescripción sin tener acceso a toda la evidencia disponible. Ha habido importantes campañas denunciando esto ante las agencias reguladoras para que los estados obliguen a la publicación de todos los estudios disponibles, pero hasta el momento sin claros resultados. Cuando algún investigador independiente, con considerable esfuerzo, logra acceder al total de datos, con mucha frecuencia los resultados de eficacia y tolerancia son muy diferentes de los que los simpáticos comerciales cuentan en sus publirreportajes a quienes todavía no les avergüence perder su tiempo en recibirlos (como señaló Turner en un artículo que revelaba cómo la mitad de los estudios sobre antidepresivos llevados a cabo no habían sido publicados, y eran en su práctica totalidad los que dieron resultados negativos para el fármaco estudiado). Hay más sesgos, por supuesto: artículos con conclusiones escritas contradiciendo directamente los hallazgos observados en los resultados; estudios habitualmente muy cortos para que no se aprecien efectos secundarios a largo plazo (aunque a partir de los cuales luego nos atrevemos a recomendar medicaciones de por vida); análisis por subgrupos para encontrar significación aunque sea por el signo del zodiaco de los participantes, que ya luego el marketing se encargará de generalizar el uso; desaparición de datos claves como, por ejemplo, eventos suicidas registrados como abandonos en algunos estudios sobre antidepresivos; comparación de fármacos a dosis no equivalentes (por ejemplo, los primeros estudios que comparaban antipsicóticos de primera generación con segunda, usando dosis exageradamente altas de haloperidol que llevaban a mayores abandonos, con la falsa impresión de que los fármacos antiguos se toleraban peor y eran menos eficaces que los nuevos y carísimos antipsicóticos atípicos), etc., etc. El otro aspecto reseñable en los manejos de la industria y que nos pilla muy de cerca en el marketing directo sobre el profesional: el papel de los visitadores comerciales. Aunque cada vez cobra más importancia la influencia de la industria sobre asociaciones profesionales y de pacientes, a través de más que sustanciosos pagos, sigue pareciéndonos muy llamativa la interacción con el representante comercial. Durante años participé de ella, por lo que creo que hablo con cierto conocimiento de causa. Es llamativo cómo los médicos, que en general tenemos claro lo mucho que hemos estudiado y nos hemos esforzado para llegar donde hemos llegado (aunque con frecuencia se nos olvida que mucha otra gente se ha esforzado tanto o más que nosotros, pero ese es otro tema), permitimos que un comercial nos cuente un anuncio sobre las propiedades farmacológicas de una sustancia para tratar un trastorno en el que se supone somos expertos. En un mundo hiperconectado, para bien o para mal, ¿de verdad necesitamos que un anunciante nos hable de las propiedades de un fármaco? ¿no somos capaces de buscar nosotros esa información? ¿o es que acaso no es más honesto quitarse las caretas y reconocer que lo que se busca en esa interacción en la posibilidad de recibir prebendas y regalos en forma de libros, comidas y cenas en sitios que normalmente uno no puede permitirse o, con frecuencia, viajes pagados en buenos hoteles a lugares más o menos exóticos? El Covid ha disminuido estas interacciones, pero no han desaparecido y no cabe duda de que reaparecerán con fuerza. No nos gusta crear mal rollo, pero busquen en el diccionario el significado del término “soborno” y a ver a qué conclusiones llegan.
Al final, ustedes son ya grandes y tienen que tomar sus propias decisiones sobre qué tipo de profesionales quieren ser. Incluso, me atrevería a decir, sobre qué tipo de personas quieren ser. Nosotras hace ya años que decidimos no ser de las personas que aceptan sobornos en su trabajo por parte de empresas interesadas únicamente en su beneficio económico. Otro apunte más sobre esto: esta situación es así porque los laboratorios buscan su beneficio sin prestar atención especial al bienestar de los pacientes (como múltiples condenas por ocultamiento de estudios sobre efectos secundarios o por promoción ilegal han demostrado) y los profesionales lo que buscamos sí es el bienestar de los pacientes. Nuestros objetivos son distintos y por ello el conflicto de intereses es inevitable. La administración, por su parte, es igualmente culpable por su dejadez de funciones a la hora de regular a estas empresas y por no crear una empresa farmacéutica pública que no tuviera como objetivo el lucro y que permitiera, por ejemplo, poder disponer de muchos fármacos eficaces y baratos que la industria va dejando de fabricar porque no le son rentables (o, incluso, sintetizar las vacunas para la Covid desarrolladas con ingentes cantidades de dinero público para la investigación y que luego han sido cedidas a empresas privadas para que las vendan a precios abusivos a los que no podrán acceder muchos países pobres, con lo que eso significa en términos de vida y muerte, de aparición de nuevas variantes, etc.). No quiero dejar este punto sin mencionar un aspecto clave: es frecuente, y yo me reconozco culpable en una época de esto mismo que les voy a contar, que uno presuma de conseguir libros, o cenas o viajes, convencido de que “a mí no me influye”. Yo descubrí que por supuesto que lo hacía y no creo que pueda haber alguien a quien no le influya. En caso de duda o si creen que están a salvo de esa influencia, pregúntense por qué el representante del laboratorio está convencido de que sí que les influye.
No sé si desmontado, pero al menos hemos planteado el mito de las bondades de la interacción con la industria. Nosotras, todas, somos científicas. Es decir, partimos de una base científica. Nuestro fin es el bienestar de las personas que atendemos (dentro de los parámetros en que debe funcionar una psiquiatría humilde, nada hay más dañino que una psiquiatría que pretenda abordar todo malestar), pero la base de la que partimos, a la hora sobre todo de usar sustancias químicas que actúan en un sistema nervioso central humano, debe ser una ciencia lo más honesta posible, lo más transparente posible y lo más altruista y desinteresada posible. Nada de esto se aplica a la actividad supuestamente científica de la industria farmacéutica y a la presión de sus empleados. En nuestra opinión, evitar la relación con la industria, evitar asistir a sus charlas, evitar participar en sus eventos, evitar la interacción con sus comerciales, nos hará mejores profesionales. Y más dignos de la confianza de nuestros pacientes y de la sociedad que nos paga por ayudarlos, que no es poca cosa.
Entraremos ahora más concretamente en el tema de los psicofármacos. No nos estamos refiriendo solo a unos fármacos que se aplican a determinados trastornos o síntomas con mayor o menor éxito, sino a lo que estas sustancias supusieron como catalizadores de un auténtico cambio de paradigma en psiquiatría, que nos abocó a un modelo biologicista (o más bien neuroquímico, ya que apenas despega de la sinapsis y la biología es bastante más compleja que eso) que persiste cuasi hegemónico en la actualidad. Es llamativo constatar que el paradigma biologicista no se hace preponderante desde los años 50, con la aparición de los primeros neurolépticos (clorpromazina en 1952), sino desde los 80, con la aparición de los psicofármacos de elevado previo, con el ejemplo estrella del Prozac, elevado a la categoría de icono cultural. El marketing, evidentemente, tuvo aquí mucho que decir.
La aparición de los psicofármacos llevó a la explicación biologicista del trastorno mental, a la teoría del desequilibrio químico, que supone como causa de los diferentes cuadros clínicos a disrregulaciones de la neurotransmisión en la hendidura sináptica. El proceso fue el siguiente: se sintetizaron de forma más o menos accidental, como era frecuente en farmacología, sustancias para las que posteriormente se observaron efectos terapéuticos. Se vio que los neurolépticos tranquilizaban a los paciente esquizofrénicos y que los antidepresivos tricíclicos parecían estimular a los pacientes melancólicos, por centrarnos en los principales grupos psicofarmacológicos y en los principales trastornos. Como los neurolépticos bloqueaban la transmisión de dopamina y los antidepresivos inhibían la recaptación de serotonina o noradrenalina, se hipotetizó -de forma bastante lógica- que la esquizofrenia podría ser debida a un exceso de dopamina y la depresión a un déficit de serotonina (ha sido la hipótesis principal a raíz del éxito comercial de los ISRS). Así es como funciona la ciencia (recuerden: el camino que debemos seguir huyendo de mitos que, además, pueden ser dañinos para nuestros pacientes), ante unas observaciones llamativas, se establece una hipótesis y a continuación se intenta contrastar. Pero el primer problema científico de la psiquiatría biologicista es que estas hipótesis nunca se han demostrado. No hay un solo estudio en pacientes diagnosticados de esquizofrenia que haya demostrado un exceso de dopamina ni un estudio en pacientes depresivos que haya encontrado un déficit de serotonina. Las alteraciones en la neurotransmisión que aparecen son explicables por el propio efecto de los fármacos que, como es lógico, actúan precisamente alterando la neurotransmisión en el sistema nervioso central. Pero no hay estudios en pacientes libres de tratamiento que hayan encontrado alteración alguna. Hasta aquí, esto no sería especialmente llamativo: la hipótesis no parece confirmarse tras más de treinta años de investigación, pues igual hay que empezar a pensar en dejarla a un lado y buscar en otro sitio, pero es justo aquí cuando nos encontramos con el segundo gran problema de la psiquiatría biologicista: estas hipótesis no han sido contrastadas, pero se dan por demostradas como si lo hubieran sido. De forma que, sorprendentemente, la mayoría de los profesionales e incluso la población general dan por hecho que estos desequilibrios químicos realmente han sido constatados. Esto es terrible, porque es casi imposible luchar contra una teoría no demostrada cuando sus partidarios creen que sí lo ha sido. La sensación cuando uno discute con algún compañero por este tema es la de salirse del terreno científico y entrar casi en el religioso. Es cierto que en los últimos tiempos, al menos en el mundo anglosajón, sí se va admitiendo paulatinamente por parte de la psiquiatría más oficial que esta idea del desequilibrio químico (“la esquizofrenia es como la diabetes, una alteración en una sustancia del cuerpo”) es solo una metáfora. De todas maneras, cuando algún profesional os diga que estamos equivocadas y que por supuesto que está demostrada la disrregulación en la neurotransmisión, haced como nosotras: pedidle que os haga llegar el estudio que lo demuestra, pero aseguraos que la alteración no se encuentre solo en personas medicadas, precisamente, con fármacos que alteran la neurotransmisión. Y si os lo encuentra, no dejéis de mandármelo. Llevo más de quince años pidiéndolo y aún no lo he conseguido. El mito perdura pero, como todos los mitos, carece de pruebas científicas.
Joanna Moncrieff es una psiquiatra británica cuya obra es más que recomendable. Ella defiende la necesidad de un cambio de modelo a la hora del uso de psicofármacos que consideramos clave y en el que merece la pena detenerse: Moncrieff habla de un modelo centrado en la enfermedad y de un modelo centrado en el fármaco. El modelo centrado en la enfermedad es el actualmente imperante (excepto para las benzodiacepinas) y supone que hay un desequilibrio químico que causa la enfermedad a tratar (hipótesis no fundamentada como hemos visto) y que el fármaco actúa corrigiendo dicho desequilibrio químico. Este es el modelo actual que rige el manejo de antipsicóticos o antidepresivos, por ejemplo, que se supone corregirían un exceso o déficit subyacente en la neurotransmisión, resolviendo el cuadro clínico. El modelo centrado en el fármaco, por su parte, está más apegado a lo que realmente sabemos desde un punto de vista científico: los psicofármacos son sustancias que alteran la neurotransmisión a diferentes niveles, por lo que producen determinados efectos a nivel mental, como pueden ser tranquilización, sedación, indiferencia emocional, inducción del sueño, efecto estimulante, etc. Estos efectos, a su vez, pueden desempeñar un papel terapéutico en personas que están sufriendo de síntomas de los llamados trastornos mentales. No hace falta hipotetizar una disfunción en la transmisión de dopamina en la psicosis, que nadie ha demostrado, para saber que un fármaco que bloquee dicha neurotransmisión provocando tranquilización y sedación puede ser útil en el momento agudo de una persona que sufre ansiedad intensa por ideas de perjuicio o insomnio global. El modelo centrado en el fármaco entiende que las sustancias psicoactivas provocan alteraciones en los estados mentales que pueden ser terapéuticas en determinados momentos (o perjudiciales en otros, claro está). Creemos que este enfoque puede ser útil a la hora de la práctica diaria. Un ISRS puede ser una ayuda en una persona con síntomas depresivos y ansiedad intensa no porque vaya a corregir ningún déficit de serotonina misterioso e inalcanzable a las pruebas científicas, sino porque el bloqueo en la recaptación de serotonina acaba provocando una cierta anestesia emocional que, en ese contexto, puede ser útil para la persona (siempre que sus posible efectos secundarios compensen, claro).
En relación a la psicosis y los fármacos antipsicóticos (en cuyos potenciales daños luego nos detendremos) hay varios mitos más que querríamos comentar. Estos mitos son peligrosos también porque, a diferencia de los mitos clásicos como el castigo de Prometeo por dar el fuego a la humanidad o el pecado de Adán y Eva por comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, no se presentan como tales mitos sino que aparecen como ciencia. Asistimos a una operación fascinante por la cual una idea mítica se transmuta en una aparentemente científica por medio de estrategias de marketing y propaganda financiada por la industria farmacéutica y vehiculada por profesionales contentos de engordar su currículum, su supuesto prestigio y sus bolsillos. Y la única forma de descorrer el velo del engaño y distinguir ciencia de mito es no olvidar el ejercicio más básico, que no es otro que diferenciar cuidadosamente interpretaciones de hechos. Y no tratar como hechos lo que no son sino interpretaciones (que podrán ser verdaderas o falsas, pero no son hechos).
Por ejemplo, el asunto famoso de la DUP o duración de la psicosis no tratada y su relación con el pronóstico del trastorno psicótico a largo plazo. Es un hecho reconocido que cuanto mayor es el tiempo que transcurre entre el inicio del proceso psicótico crónico y el diagnóstico (y, usualmente, el inicio del tratamiento), peor es el pronóstico a largo plazo. Este es el hecho. La interpretación habitual es que el tratamiento precoz (usualmente farmacológico con antipsicóticos) mejora el pronóstico de la psicosis crónica y que, por tanto, la ausencia de tratamiento antipsicótico precoz ensombrecería dicho diagnóstico. Pero esto no es más que una interpretación posible que incide en la eficacia e inevitabilidad del tratamiento antipsicótico. Como han señalado algunos autores, hay otra interpretación que explica los mismos hechos: clásicamente se describían dos subtipos de esquizofrenia en cuanto a su inicio, una de comienzo brusco y llamativo, que solía tener mejor pronóstico, y otra de inicio tórpido, insidioso, de peor pronóstico a largo plazo. Esta otra interpretación defendería que la duración de la psicosis no tratada es mayor en este segundo grupo por la propia naturaleza del mismo, por su inicio insidioso, y que este grupo per se tiene peor pronóstico. Es decir, que el pronóstico peor es propio de este subtipo y no variaría aunque el tratamiento se iniciase antes. Dos interpretaciones igual de plausibles para el mismo hecho. Pues será cosa de investigar y descubrir cuál es la correcta si una de los dos lo es, no dar por sentada la primera porque refuerza nuestra visión de la psiquiatría como esencialmente una actividad de prescripción crónica de psicofármacos.
Otro ejemplo similar lo encontramos en el mito del deterioro progresivo en la psicosis crónica. Se ha encontrado un hecho: los pacientes con más recaídas y más reingresos se deterioran más con el tiempo. La interpretación oficial de este hecho (presentada inadecuadamente como un hecho en sí misma) es que las recaídas sucesivas empeoran el pronóstico, es decir, que hay que impedir las recaídas como sea, aún a costa de dosis altísimas de antipsicóticos y polifarmacia habitual. Sin embargo, se ha señalado también otra interpretación posible de este hecho: los paciente con más recaídas y más reingresos reciben más dosis de antipsicóticos y más combinaciones de psicofármacos y, teniendo en cuenta abundantes datos sobre el papel de los antipsicóticos en la aparición de atrofia cerebral a largo plazo, no serían en sí las recaídas sino la forma de tratarlas lo que empeoraría el pronóstico de estos pacientes. Esta insistencia que ponemos en distinguir interpretaciones de hechos no es un asunto filosófico sin aplicación práctica: en la cuestión del deterioro progresivo con las recaídas, una interpretación lleva a prescribir más antipsicóticos (para prevenir como sea las recaídas) y la otra a prescribir menos (por el posible papel causal de los neurolépticos en ese mal pronóstico). Yo no sé cuál es la interpretación correcta, pero me parece deshonesto a nivel científico presentar la primera como demostrada cuando no es así. Nosotrasestamos convencidas de que ser un buen profesional en este oficio nuestro precisa ser capaz de aceptar la incertidumbre y no caer en falsas certezas. Cuando los pacientes defienden sus ideas firmes a pesar de la carencia de pruebas las llamamos delirantes y buscamos que sean capaces de criticarlas, pero hay que reconocer que algunas de las ideas de la psiquiatría biologicista dominante tienen una naturaleza muy similar.
Otro mito bastante repetido es el de la supuesta neuroprotección que los fármacos antipsicóticos de segunda generación (o incluso de tercera, como se empieza a llamar a algunas sustancias desde campañas de marketing que sin duda tendrán éxito en muchos profesionales poco informados) brindan frente al carácter dañino de los antipsicóticos de primera generación. Se nos comentó que en alguna conferencia financiada por un laboratorio farmacéutico, se había afirmado que el estudio ya clásico de Ho y Andrasen que encontró por primera vez atrofia cerebral en relación al tratamiento antipsicótico lo había hallado solo para el grupo con antipsicóticos de primera generación, lo cual era directamente mentira, como se comprobaba fácilmente yendo a la fuente original. Volviendo al mito, los datos en que se apoya dicha neuroprotección son estudios inconsistentes en ratones, mientras que en estudios clínicos en humanos lo que se ha hallado es la citada atrofia y peores resultados en funcionalidad a largo plazo en pacientes que toman antipsicóticos en comparación con pacientes que abandonan el tratamiento. En relación con esto, señalaremos que hay estudios recientes con resultados que, como poco, deberían hacernos replantear nuestras dinámicas habituales de prescripción de antipsicóticos, sobre todo a largo plazo. Harrow y Jobe han realizado un seguimiento que ya ha superado los veinte años de dos grupos de pacientes diagnosticados de psicosis, uno bajo tratamiento antipsicótico y otro que lo abandonó, encontrando mejores resultados a largo plazo en recuperación funcional sin peores resultados a nivel sintomatológico en el grupo de pacientes sin medicación. Hay que decir que los grupos no eran aleatorizados sino que es un estudio observacional, con sus limitaciones. Sin embargo, Wunderink sí llevó a cabo un estudio aleatorizado de seguimiento a siete años con un grupo de pacientes bajo tratamiento habitual y otro grupo con dosis mínimas o sin tratamiento, encontrando resultados muy similares a los de Harrow y Jobe. Las conclusiones de estos estudios indican, al menos, que no todos los pacientes precisan tratamiento neuroléptico de por vida y que, además, dicho tratamiento crónico puede dificultar su recuperación.
¿Y cuáles son los daños que podemos causar en nuestros pacientes con fármacos antipsicóticos? Pues no vamos a aburriros con listas de efectos secundarios que además ya conocéis. Nuestro consejo es que consultéis habitualmente las fichas técnicas de los fármacos que prescribís y sus potenciales efectos secundarios. Todos ellos, unos con mayor frecuencia y otros con menor, son efectos posibles que pueden sufrir nuestros pacientes y que debemos valorar de forma adecuada para realizar un balance de riesgos y beneficios. Los antipsicóticos pueden provocar parkinsonismo, en forma de temblor o bradicinesia, lentitud psicomotriz, distonías musculares, discinesias tardías, acatisia, disfunción sexual, síndrome metabólico, con aumento de peso, desarrollo de diabetes, atrofia cerebral, riesgo de caídas y fractura de cadera, de tromboembolismo, de arritmias cardíacas, etc., etc. No estamos argumentando que no haya que usar antipsicóticos ni que haya que prohibir estos fármacos. Ambos trabajamos en unidades de agudos y prescribimos y vemos prescribir estos fármacos todos los días. No creo que el asunto se pueda despachar con una dicotomía simplona entre antipsicóticos-sí o antipsicóticos-no. Posiblemente la clave está en que hay momentos de psicosis aguda o de brote esquizofrénico agudo, con gran ansiedad y malestar, tal vez hasta con riesgo suicida, en que una sustancia con ese efecto tranquilizador e hipnótico puede ser muy útil. Pero tal vez la clave esté también en usar la dosis más baja posible (pero de verdad, no solo como muletilla al final de la frase), sin asociar muchos fármacos, por los tiempos más cortos posibles, huyendo de tratamientos indefinidos, etc. Y no caer en engaños como los promovidos (vayan ustedes a saber si consciente o inconscientemente) por algún antiguo presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría (no se equivoquen, esos no somos nosotros, nosotros somos la AEN, los buenos) que en la presentación ante periodistas de las paliperidona mensual se atrevió a decir que carecía de efectos secundarios. O como algún compañero que dio por hecho que como la paliperidona era más nueva que la risperidona debería provocar menos síntomas extrapiramidales (como si no supiera que al ingerir risperidona, el hígado la metaboliza a paliperidona, con lo que es difícil que el perfil de efectos secundarios sea diferente, excepto por las diferencias de dosis).
Otro de los grupos farmacéuticos más importantes son los antidepresivos, aún más empleados que los antipsicóticos y ejemplo paradigmático durante años, tal vez un poco menos en la actualidad, del mito de la inocuidad. Como los antidepresivos, a partir de los ISRS, se supone que no tienen apenas efectos secundarios, pues los prescribimos para cualquier malestar o tristeza, “por si acaso hacen algo”. Hay varios puntos aquí en los que detenerse. En primer lugar y por decirlo claro, tras multitud de estudios y revisiones, creo que se puede decir que la eficacia de los antidepresivos es lamentable. Apenas unos puntos en las escalas de valoración habituales separan el efecto antidepresivo del placebo y esos escasos puntos no serían ni detectables a nivel clínico, aunque a veces alcancen significación estadística. Como siempre hay que decir, eso no significa que el paciente no mejore con el antidepresivo, como insisten en señalar los psiquiatras con escasa formación científica, sino que no mejoran más que con un placebo. Evidentemente hay efectos a nivel de distanciamiento emocional que pueden ser percibidos como beneficiosos por algunas personas que sufren malestar intenso, pero no sería muy adecuado llamar a eso “efecto antidepresivo”. Perdonen la comparación, pero el alcohol desinhibe a la gente muy tímida en reuniones sociales, pero no consideramos que tenga un efecto anti-fobia social. Esta eficacia tan pobre hace aún más preocupante la desaforada prescripción de antidepresivos sabiendo lo que ya sabemos a nivel de sus efectos perjudiciales. En primer lugar, estarían los efectos secundarios típicos pero muchas veces minusvalorados: sequedad de boca, retención de orina, estreñimiento, disfunción sexual muy frecuente (y que según algunos autores puede no revertir en ciertos casos tras la suspensión), riesgo de sedación y caídas con posibles fracturas, riesgo de hemorragias internas, arritmias cardíacas, aumento de peso, desarrollo de diabetes… como ven, no son cosas menores. Sin duda, la mayoría muy infrecuentes, pero si administramos estos tratamientos a miles de personas, irán apareciendo casos. Y los habremos provocado nosotras.
Más allá de estos efectos secundarios en su mayoría recogidos en las fichas técnicas, hay otro aspecto hasta hace poco habitualmente ignorado: la dependencia que estas sustancias provocan y el consiguiente síndrome de abstinencia que aparece tras su interrupción, sobre todo si esta es brusca. Durante años sistemáticamente negado o minusvalorado, se reconocía a lo sumo la existencia de “síntomas de retirada” para describir lo que no era sino una abstinencia como la que provocan otras sustancias psicoactivas. El consumo prolongado de fármacos antidepresivos altera la neurotransmisión y da lugar a una serie de fenómenos compensatorios a nivel sináptico. Tras el cese abrupto del fármaco, esos mecanismos compensadores no dejan de actuar de forma inmediata, lo que da lugar a efectos de rebote con síntomas de ansiedad, irritabilidad, malestar somático, insomnio… fácilmente confundibles con una recaída en el cuadro original ansioso o depresivo, por lo que con frecuencia la abstinencia es interpretada como una recaída, reforzando la idea de que es necesario el tratamiento de mantenimiento de forma indefinida. Si lo pensamos, es el mismo mecanismo por el que una persona tímida puede empezar a consumir alcohol de forma habitual para desinhibirse (casi siempre con clara eficacia, al menos a corto plazo). Si tras un período de consumo considerable, esa persona interrumpe bruscamente dicho consumo de alcohol, no sería raro que experimentara síntomas de abstinencia en forma de temblor, inquietud, malestar, ansiedad… que a su vez podríamos interpretar como una recaída agravada en el trastorno inicial y recomendarle volver a consumir alcohol y no interrumpirlo más. Suena ridículo, pero desde un punto de vista farmacológico, que una sustancia sea una medicación bajo receta y otra una droga de curso legal o ilegal, no implica diferencia en su funcionamiento a nivel del sistema nervioso central. Creemos que la comparación, aunque un tanto forzada, no deja de ser pertinente. Hay otro aspecto reseñable en cuanto al grave problema de la dependencia generada por los antidepresivos y los frecuentes síntomas de abstinencia, y afecta a la investigación. Los estudios sobre la necesidad del tratamiento antidepresivo de mantenimiento suelen tener un diseño que implica un grupo que previamente ha sido tratado con antidepresivos y, tras la remisión, continúa con el fármaco, y otro grupo también tratado en un primer momento pero al que se le retira el antidepresivo y se sustituye por un placebo. Se busca comprobar la tasa de recaídas en cada grupo para ver si el hecho de llevar un tratamiento antidepresivo de mantenimiento disminuye el número de recaídas en comparación con el grupo placebo. El resultado habitual es que hay más recaídas en el citado grupo placebo, lo que parece recomendar la necesidad de tratamiento antidepresivo de mantenimiento. Sin embargo, diversos autores han planteado que la retirada del antidepresivo inicial en el grupo placebo suele hacerse de forma brusca y que las recaídas suelen concentrarse cerca del momento de dicha retirada, por lo que podríamos pensar que al menos parte de esas recaídas son en realidad fenómenos de abstinencia y no reapariciones de la sintomatología depresiva, y que no se hubieran producido de no iniciar en un primer momento el tratamiento (lo que, dadas las lamentables expectativas de eficacia, igual hubiera sido una decisión más inteligente). Algunos autores han planteado la misma cuestión para los estudios de tratamiento de mantenimiento con antipsicóticos en esquizofrenia, aunque está siendo más estudiada la cuestión de la dependencia para los antidepresivos. Hay dos aspectos aún importantes con estos fármacos. En primer lugar, la asociación con eventos suicidas que durante mucho tiempo fue negada o disfrazada bajo argumentos pintorescos (como que al mejorar primero el aspecto motor antes que el anímico, de ahí el potencial riesgo suicida, lo que no deja de ser una estrategia comercial brillante para ocultar un riesgo importante del fármaco). Estudios solventes encuentran un aumento aproximadamente al doble de suicidios en pacientes bajo tratamiento antidepresivo. Estamos hablando por suerte de un evento poco frecuente, pero el doble de casos significa que le pasa a personas las cuales sin el fármaco no se hubieran suicidado. También hay estudios que encuentran los mismos resultados en adolescentes. Y el segundo aspecto que no queremos dejar sin comentar es lo que algunos llaman la disforia tardía. Se ha hipotetizado que el tratamiento prolongado con antidepresivos acaba provocando cambios a nivel neuroquímico que se hacen crónicos y que llevarían a un estado depresivo resistente precisamente a causa de esa medicación, por un mecanismo similar a aquel por el que los antipsicóticos pueden terminar provocando discinesia tardía, que ya no remite al retirar los fármacos. Esta hipótesis explicaría parcialmente el porqué las cifras de trastornos depresivos no dejan de aumentar en incidencia, prevalencia y cronicidad, pese a que cada vez contamos con más fármacos supuestamente eficaces y seguros.
En lo referente a otros fármacos diremos también algunas palabras. Las benzodiacepinas son fármacos extraordinariamente útiles, seguros y bien tolerados, siempre que tengamos presente que deben prescribirse solo a corto plazo. Mantenerlas más allá de unas semanas implica fenómenos claros de dependencia y tolerancia, con las consiguientes pérdidas de eficacia y necesidad de dosis cada vez mayores, en una espiral que acaba con frecuencia en verdaderas adicciones de las que es difícil salir. Hay datos también que sugieren una posible relación entre el consumo crónico de benzodiacepinas y el desarrollo de demencia, por no hablar de riesgos más frecuentes como las fracturas por caídas, accidentes de circulación, etc.
Los tratamiento llamados eutimizantes (litio, ácido valproico y carbamazepina) son fármacos peligrosos que suelen monitorizarse estrechamente pero con evidentes riesgos: nefropatía por litio entre otros problemas, pancreatitis y teratogenia grave por valproico, leucopenia por carbamazepina… Por otra parte, hay todo un grupo de nuevos antiepilépticos promocionados como supuestos tratamientos para el trastorno bipolar o constructos poco claros como el déficit del control de los impulsos que aparte de carecer de indicación en ficha técnica o de utilidad clara, presentan también sus riesgos potenciales, como por ejemplo peligro de dependencia con gabapentina o pregabalina.
Fármacos anticolinérgicos como el biperideno usado como remedio del parkinsonismo inducido por neurolépticos pueden causar a su vez adicción o deterioro cognitivo, entre otros problemas.
Fármacos estimulantes como los empleados para el TDAH, a su vez, presentan efectos secundarios en forma de menor crecimiento y posible aparición de problemas cardíacos o síntomas psicóticos. Esto es curioso porque hoy en día es casi blasfemia para la psiquiatría oficial criticar el diagnóstico muy discutible de TDAH (otro ejemplo de cómo una causa biológica que no podemos considerar sino como mítica por su falta de prueba empírica alguna es ocultada bajo la certeza cuasidelirante de que tal causa biológica no solo existe sino que ya ha sido descubierta), o es casi pecado cuestionar el uso y abuso de fármacos estimulantes en niños cada vez más pequeños y por tiempos cada vez más largos. Pero resulta que, siguiendo a Timimi en un reciente trabajo publicado en la Revista de la AEN, si nos fijamos en el MTA, el estudio fundamental en que dicha prescripción dice apoyarse, se encuentran mejorías en el grupo de tratamiento farmacológico solo en el primer año, habiendo desaparecido dicha ventaja a partir del tercer año y hallando peores resultados en los niños que habían seguido tomando estimulantes. Pero como por desgracia puede más la propaganda comercial que la propia ciencia, nos quedamos con el tratamiento indefinido en base a mitos (que no funcionarán a nivel científico pero que son magistrales a nivel comercial).
Antes de acabar estos comentarios sobre los psicofármacos, me detendré en la llamada prescripción off-label o fuera de ficha técnica. Hace un tiempo revisamos el tema desde el punto de vista legal y creemos que es imprescindible, para cualquier profesional, tenerlo bien presente. Los médicos podemos prescribir un fármaco para indicaciones diferentes a las que constan en su ficha técnica o a mayores dosis de las señaladas, pero solo bajo determinadas condiciones, que se resumen en pedirle expresamente al paciente el consentimiento para hacerlo (al menos de forma verbal) y el registrar en la historia clínica por qué tal decisión es necesaria, en qué se basa, por qué no hay otra alternativa, etc. No hacerlo así (y nos consta que muchas veces no se hace así) podría tener repercusiones legales y, además y muy importante, deja al paciente en una situación en que se le está administrando un fármaco bajo condiciones en las que no ha sido probado, con el consiguiente riesgo para él o ella, que no hay que minusvalorar.
Otra cuestión sobre la que me gustaría que reflexionarais es cuándo tomar la decisión de prescribir un fármaco nuevo. Raro es el año que no aparece un nuevo antipsicótico o un nuevo antidepresivo (o varios). Algunos profesionales (convenientemente empujados por representantes comerciales que los invitan a buenos restaurantes a escuchar charlitas preparadas por el laboratorio y por las que el ponente de turno se embolsa a su vez unos cuantos cientos de euros) se lanzan a prescribir la nueva molécula en la idea (como ya habréis adivinado por lo que llevamos de charla, también mítica) de que tarde o temprano aparecerá la cura de la esquizofrenia o de la depresión y tal vez sea esta vez. Y se lanzan a probarla o, más bien, a hacérsela probar a sus pacientes. El mito de que está a punto de descubrirse la causa o la cura de la esquizofrenia es especialmente interesante porque es una de las creencias más firmes en psiquiatría. Como hemos dicho muchas veces, esperar la segura llegada de hechos futuros que no han ocurrido tiene mucho de fe religiosa y poco de pensamiento científico, pero así nos va. Reflexionemos un poco sobre la cuestión de cuándo prescribir un nuevo fármaco. Si somos sistemáticos y racionales (y a la hora de recetar psicofármacos, siempre deberíamos serlo) habría cinco tipos de razones para prescribir un nuevo fármaco: porque hay estudios que demuestran mayor eficacia que con los tratamientos previos, porque hay estudios que indican mejor tolerancia, porque es más seguro, porque es más cómodo o porque es más barato. Estos cinco tipos de razones se equilibran unas a otras, claro está. Por ejemplo, si el medicamento es más eficaz pero se tolera peor, habría que valorar si merece la pena, o si es más barato pero muy incómodo, pues igual tampoco merece la pena. El problema está en que hace ya muchos años que las nuevas moléculas que aparecen no son más eficaces que las previas, ni se toleran mejor, ni son especialmente más cómodas en su posología y, casi siempre, son bastante más caras. Por no mencionar que cualquier fármaco nuevo siempre es, por definición, más inseguro por no conocer todavía efectos secundarios potencialmente graves pero raros, que solo se ponen de manifiesto cuando muchas más personas que en los estudios previos lo consumen. Desde nuestro punto de vista, más allá de estas razones, no hay argumento científico para prescribir. No hay base científica ni “para probar a ver cómo va” ni “porque lo recomienda no sé qué catedrático” ni “porque como es más nuevo será mejor” (y ya es hora de superar la falacia del progreso de que todo lo nuevo es mejor, de que el futuro será siempre mejor que el presente o de que el cambio climático no debe preocuparnos, como vuestra generación temo que ya tiene claro).
Por cerrar el tema de los psicofármacos y sus riesgos, deciros que cada vez se habla más de desprescripción, Que muchos pacientes mejoran, y eso se ve en la clínica diaria, no añadiendo más fármacos sino a veces retirando algunos de los que toma. Nuestra práctica debe prestar atención tanto a qué fármacos puede ser útil mandar como a qué fármacos puede ser útil retirar. Y valorar siempre los fármacos que se ponen. Si pasado un tiempo el objetivo buscado no se ha conseguido, no hay razón para mantenerlos. Y si el objetivo se ha conseguido, habrá que valorar también hasta qué punto es necesario el mantenimiento. Siempre que un paciente me pregunta si un tratamiento psiquiátrico es para toda la vida, le contestó que la vida es muy larga y que habrá que ir viendo. En cuanto a la desprescripción, se ha señalado recientemente (por ejemplo, Peter Gotzsche) que a la hora de cesar un tratamiento crónico, sin duda debe hacerse de forma paulatina y gradual, pero además teniendo en cuenta que la relación entre la unión a receptores y la dosis de psicofármaco no es lineal sino hiperbólica, es decir, la práctica usual de disminuir a la mitad, a la cuarta parte, a la octava, etc., no sería la más adecuada, porque en dosis muy pequeñas todavía habría gran unión a receptores. Se habla, para tratamientos que se hayan tomado durante mucho tiempo, de reducir aproximadamente un veinte por ciento de la dosis cada dos semanas (aunque puede haber mucha variabilidad de unas personas a otras) y, para hacerlo más complicado, esto requeriría auténticas filigranas con los comprimidos para cortar y pesar fragmentos cada vez más pequeños (más fácil en presentaciones en solución, claro). Para cerrar este apartado, una última anotación, ya repetitiva: huid de los dos mitos más profundamente arraigados de los fármacos psiquiátricos: el de la gran eficacia (pues no hay más que buscar estudios que no hayan sido pagados por la industria para ver que no es así) y, aún más importante, el de la inocuidad, que para nada es cierto.
Bueno, llegados a este punto, no nos vamos a limitar a señalar los peligros potenciales de los psicofármacos, de los que tanto se puede decir. Otro gran grupo de tratamientos, de límites difusos y muchas veces en disputa por intereses gremiales de distintos tipos, son las psicoterapias. Evidentemente, decir psicoterapia es como no decir nada concreto, porque poco o nada tiene que ver un psicoanálisis ortodoxo con una desensibilización sistemática, o una terapia breve centrada en soluciones con un análisis funcional de la conducta, pero haremos algunas consideraciones generales. Muchas veces se establecen comparativas entre fármacos y psicoterapias, que demuestran el efecto positivo de aplicar ambos enfoques o incluso en ocasiones las ventajas de las psicoterapias frente a los fármacos. Sin embargo, creemos que lo realmente pertinente sería estudiar la eficacia en sí de las psicoterapias frente a placebo (y más dado el pobre balance de riesgos y beneficios de los psicofármacos, como hablamos antes). Hay estudios que demuestran, por ejemplo, un peor resultado a largo plazo en las personas que recibieron psicoterapia en situaciones de catástrofe, tras perder a seres queridos en accidentes o atentados, frente a las personas que no recibieron tal atención. Muchas veces la psicoterapia puede ser beneficiosa, evidentemente, para una persona en diversas situaciones de crisis, sin embargo, para nada estaría exenta de posibles efectos secundarios. El más importante, desde nuestro punto de vista, la dependencia. Sobre todo en terapias prolongadas en el tiempo o indefinidas, no es nada raro que el paciente termine por desarrollar cierta dependencia de la persona del terapeuta y del encuadre de la terapia. Son posibles reacciones de duelo tras finalizaciones de tratamiento que ensombrecen el pronóstico posterior y con frecuencia el mismo encuadre terapéutico va en contra del objetivo verbalizado de fomentar la independencia del paciente. En relación con ello, se produciría también un cierto efecto en psicoterapias exitosas por el cual la persona atribuye su mejoría, la superación de la crisis de que se trate, a la terapia y al terapeuta, en vez de, por ejemplo, a su propia capacidad de superación o a su red de apoyo social. Ello a su vez llevaría, en situaciones de nuevas crisis, a una falta de confianza en dichas capacidades previas o en sus personas cercanas y a una nueva búsqueda de psicoterapia, que a lo mejor no hubiera sido imprescindible para dicha superación. Hemos señalado en ocasiones la existencia de un cierto meme (no en el sentido triunfante de imagen más o menos graciosa y viral utilizable como mensaje en determinados contextos, sino en su significación originaria como idea que se replica culturalmente y es repetida y asimilada de forma acrítica, apareciendo en distintos discursos y elementos de la cultura popular, un poco por contraposición a gen, como elemento biológico que se replica para asegurar su persistencia). Este meme aparecería en nuestra cultura desde los comienzos titubeantes del psicoanálisis a principios del siglo XX, para irse extendiendo y acabar triunfando: el meme, o la idea, de que hablar y contar los problemas de uno es bueno, o al menos útil, o incluso necesario, para poder superarlos y seguir adelante. Esta idea se ha extendido y como individuos insertos en nuestra cultura, sentimos esa necesidad de hablar y contar, de recibir psicoterapia en cierto sentido, y corremos el riesgo de sentirnos mal si no lo hacemos. Un efecto placebo magnificado por la cultura en la que hemos crecido y en la que vivimos, por decirlo así. Luego nos detendremos en los aspectos sociales del daño de los diversos tratamientos psiquiátricos, pero sí señalaremos ya que, aunque las psicoterapias puedan ser útiles a nivel individual, son mayores nuestras dudas sobre lo que implican a nivel social: ¿queremos una sociedad donde todo duelo o sufrimiento por rupturas afectivas o por explotación laboral, por poner solo unos ejemplos, tenga que resolverse a través de una psicoterapia?, ¿dónde queda la propia capacidad de superar problemas, de adaptarse, de luchar por mejorar la situación que uno sufre?, ¿qué importancia le queda a nuestra red de apoyo social? Enseguida intentaremos apuntar alguna suerte de respuestas a estos y otros interrogantes. Todavía por decir algo más de la psicoterapia, pocas cosas nos parecen tan patéticas (bienintencionadas, sin duda, pero patéticas) como querer convencer a alguien de que debe recibir psicoterapia o incluso pretender iniciar una sin la menor demanda por parte de esa persona. Nos recuerda una pequeña historieta en la que se ve a Superman y Batman de noche en un tejado cuando de repente, a lo lejos, aparece una pequeña columna de humo. Superman, rápidamente, dice que deben ir a ayudar, pero Batman le sujeta del brazo y le dice: “espera”. Se suceden varias viñetas donde nada ocurre, ambos miran a lo lejos la pequeña columna de humo, hasta que el cielo se ilumina con la aparición de una luz con forma de murciélago: la batseñal. Ese es el momento en que Batman dice: “ahora”. Creemos que no se puede explicar mejor. Otro aspecto a reseñar es similar a la tendencia a prescribir para cualquier malestar una pastillita (ambos originados por el mismo furor curandis), y consiste en pretender abrir una psicoterapia ante cualquier persona que sufre, sin prestar atención, aparte de a la demanda del propio paciente, al contexto en que nos encontramos. Ver a profesionales, sin duda con las mejores intenciones, ponerse a preguntar a pacientes por sus biografías, o sus experiencias traumáticas infantiles, o eventos dolorosos de su pasado, sin que el paciente expresamente quiera tocar esos temas, en un contexto de urgencias, por ejemplo, o de ingreso psiquiátrico breve, es disponerse a abrir una dolorosa herida sin tener posibilidades de cerrarla, lo que supone, más allá de la absurda satisfacción de creer estar haciendo bien nuestro trabajo, provocar mayor dolor en el paciente, no aliviar en absoluto su malestar actual, sea el que sea, y dificultar posibles experiencias terapéuticas posteriores. A veces, si el paciente no lo demanda y no hay un sentido claro en ello, es mucho mejor no salirse del aquí y ahora y no abrir puertas que ocultan monstruos que tal vez luego sea difícil volver a encadenar. O, recurriendo a metáforas menos poéticas, mucho cuidado porque la mierda, cuanto más se revuelve, peor huele. No hace falta decir que distinto es el caso del paciente que demanda, que siente que necesita abrir esas puertas para vencer a esos monstruos o remover esa mierda para intentar limpiarla de una vez. Creemos muchísimo más recomendables terapias breves, enfoques centrados en soluciones, que no terapias a largo plazo, y no por distinta razón a la que nos llevaba a preferir tratamientos psicofarmacológicos breves frente a prolongados o indefinidos. No provoquemos dependencia. No digamos que la terapia busca “devolver la responsabilidad al paciente” cuando el encuadre psicoterapéutico, igual que el psiquiátrico en sentido amplio, implica un depósito de responsabilidad en la profesional, que se convierte en la persona que, de repente, sabe lo que le pasa al paciente, sabe casi seguro por qué y sabe sin duda cómo hacer para que le deje de pasar. Igual la mejor manera de que no haga falta “devolver la responsabilidad” es no hacerle pasar por un encuadre que se la quita desde el principio. La psicoterapia, y no de forma diferente a los psicofármacos, corre el riesgo de ser sobreutilizada en base a los mismos mitos de eficacia exagerada, inocuidad falseada y necesidad ineludible. Pensamos que ni son tan eficaces, ni son tan inocuas ni, por supuesto, tan necesarias como nos hemos habituado a creer. Dicho esto, no rechazamos ni por un momento la utilidad de las psicoterapias (como la de los psicofármacos) con moderación, en determinados casos, por tiempos razonables y con objetivos claros que habrá que evaluar de forma constante, para ver si nos acercamos a ellos o si, por no hacerlo, sería más lógico cambiar el enfoque o interrumpirlo. Pero cuando lo creamos indicado, cuando nos parezca que los beneficios superan a los riesgos potenciales, deben aplicarse y para ello es necesario, por una parte, formarse en psicoterapia, durante la residencia o después de ella, con seriedad y, por otra parte, no tener tampoco miedo a llevar a cabo tratamientos psicoterapéuticos, con la adecuada supervisión y teniendo siempre presente el principio clave que ya mencionamos de primum non nocere: lo primero, no dañar.
Mención aparte merece el tema de la psicoeducación, que lleva de máxima actualidad ya más de un par de décadas. Talleres de psicoeducación tanto en unidades de agudos, como unidades de salud mental o dispositivos de rehabilitación, en busca de “educar” al paciente, de enseñarle qué trastorno tiene, cómo se origina, qué síntomas da y cómo se trata… lo que sería un objetivo muy loable si no fuese porque enseñamos a los pacientes (normalmente con bonitos dibujos de neuronas y sinapsis) cuál es el origen de su trastorno, es decir, le enseñamos algo que no sabemos, equivocando los efectos receptoriales de los psicofármacos con la fisiopatología de la esquizofrenia, que nadie ha sabido encontrar. A falta de ciencia, enseñamos el mito, pero se lo tratamos de inculcar como si fuera ciencia… Todo ello con dos objetivos. El primero, que el paciente adquiera “conciencia de enfermedad”, es decir, que nos dé la razón cuando le digamos que lo que le pasa es que está enfermo. Como constructo, hay que reconocer que es curioso, si el paciente acepta estar enfermo, nos da la razón (otra cosa es que, a la larga, acabe haciéndolo a lo mejor para que le dejemos en paz de una vez), pero si el paciente no está de acuerdo, entonces tenemos otro síntomas más que sumar a nuestra lista: “ausencia de conciencia de enfermedad”. O, si queremos sonar aún más profesionales, entonces lo llamaremos “anosognosia”. Y el segundo objetivo, por supuesto, que el paciente tenga “adherencia” (vaya horrible palabra) al tratamiento, es decir, que se lo tome todo sin rechistar, por el tiempo que digamos y en las dosis que digamos. Entiéndasenos, no decimos que no sea bueno que el paciente tome su tratamiento (en algunos casos, al menos), sino que no nos parece muy ético que la forma de conseguirlo sea presentarle su trastorno o sus crisis, de cuya fisiopatología nada sabemos con certeza, como si fueran enfermedades somáticas perfectamente conocidas (es decir, como la diabetes, en habitual y absurda comparación). Con lo que ello implica a nivel de estigma y autoconcepto, al recibir la información de que su cerebro está averiado y que determinadas sustancias químicas (plagadas de efectos secundarios), lo pondrán bien. Además, estos talleres de psicoeducación suelen poner el énfasis en todo lo beneficiosos que pueden ser los psicofármacos en condiciones ideales, pero minusvaloran siempre sus potenciales riesgos. En cuestión de riesgos, lo que sí se suele remarcar exageradamente son los terribles peligros de no tomar la medicación (pero no los peligros de seguir tomándola, que también existen). Creemos más honesto comentar con el paciente que desconocemos la causa de su malestar, aunque sí sabemos que un apoyo por nuestra parte, o recursos a nivel social, o también una medicación por un tiempo más corto o más largo, pueden ayudarle a sobrellevarlo, si él o ella están de acuerdo. La psicoeducación vende (y el término no es casual, ya que muchos de los programas psicoeducativos vienen directamente de laboratorios farmacéuticos que incluyen sus logos para que se vean bien) certezas sobre la causa y el tratamiento de los trastornos psicóticos que distan mucho de estar claras, y no nos parece que el engaño sea el camino para tratar con nuestros pacientes. Reconocer nuestra propia ignorancia de forma honesta sobre lo que ocurre no nos resta capacidad de explicar la ayuda que podemos dar. Estos talleres minusvaloran constantemente los riesgos y efectos secundarios de los psicofármacos que patrocinan, con la gravedad que, si no antes, al menos tras esta charla deberíamos todas tener clara.
Nos detendremos ahora en un punto que consideramos clave. Como hemos querido dejar claro desde el mismo título, los daños que puede provocar la psiquiatría actual no se limitan al aspecto individual, como hemos intentado desarrollar ya en detalle, sino que también tienen un componente colectivo de la mayor importancia. Vivimos desde hace ya unas décadas, pero de forma que no cesa de aumentar, una progresiva psiquiatrización y psicologización de todo tipo de malestares. La psiquiatría ha ejercido desde siempre una función de control social de la locura, nos guste o no, a la que se ha sumado también aproximadamente desde mediados de los años 80, con el boom de los antidepresivos ISRS y la aparición del DSM-III, una nueva función social que hemos llamado en ocasiones de consuelo del triste y el ansioso. Nuestra cultura ha configurado, en estrecha relación con una psiquiatría que no es del todo culpable de ello, porque han influido sin duda multitud de factores en este estado de cosas, ni tampoco del todo inocente, puesto que nuestra disciplina ha colaborado y colabora en esta psiquiatrización, en parte por la señalada influencia de la industria farmacéutica en ver todo como enfermedad subsidiaria de ser medicada con sus caros remedios y en parte por motivos más corporativos, de configurarse como una especialidad médica más, con el prestigio, posición y lucro que eso conlleva. El caso es que cada vez más y más llenan nuestra consultas y en ocasiones nuestras plantas personas afectas de malestares a veces muy intensos, de temores, tristezas, miedos y desesperación que sería muy difícil catalogar como psicopatológicos en el sentido clásico de la psiquiatría. Personas que, desde cualquier lógica que pretendiera comprender la naturaleza humana, estarían fuera de cualquier clasificación de trastornos mentales. Personas en situación de precariedad económica, o directamente de pobreza, con hijos a su cargo, en riesgo de perder su casa o habiéndola perdido, sin expectativas de mejoría para ellos mismos o para sus familias, personas bajo situaciones de maltrato o de soledad no deseada, personas en situación de crisis por duelos difíciles, por rupturas recientes, por enfermedades somáticas graves… Muchos de estos casos llenan nuestras consultas: gentes con malestares psicológicos totalmente normales, propios de la condición humana y de sus circunstancias, que corren riesgos ciertos de iatrogenias y dependencias diversas como hemos visto, sin dudar de las mejores intenciones de los terapeutas, por supuesto, pero con resultados potencialmente dañinos, sobre todo y esto es importante, si los tratamientos psicofarmacológicos y psicoterapéuticos se prolongan en el tiempo. Y junto a estas personas, otras muchas afectas de problemática sociales a veces terribles, que son encaminadas a nuestras consultas a recibir enfoques individuales, que van a buscar la explicación de su dolor en su serotonina, o su edipo, o sus distorsiones cognitivas o vayan ustedes a saber dónde, desviando todo un caudal de sufrimiento colectivo causado por un orden social injusto, un sistema económico depredador del planeta y de los seres humanos que lo habitamos, un absolutamente desigual reparto de la riqueza o una absurda obsesión por un crecimiento económico infinito en un planeta de recursos finitos… Una estructura social que provoca que la gente pierda sus trabajos, sus casas, viva cada vez más cerca de la precariedad o la pobreza y con la perspectiva clara de que sus hijos vivirán sin duda peor que ellos. Y todo este dolor y sufrimiento es desviado a enfoques individuales, que sitúan su causa y su remedio en la propia persona, su neurobiología o sus condicionantes psicológicos. Buscar la solución donde no se ha originado el problema suele provocar que este persista. Y nuestro tratamiento de estas personas apenas logra un poco de adormecimiento del dolor, de resignación a las situaciones vividas, de poder dormir un poco más, aunque sea con muletas químicas… Y, por supuesto, de esto la culpa no es nuestra, como colectivo profesional no podemos cambiar por nosotros mismos la sociedad y nos limitamos a ofrecer a estas personas el poco consuelo del que somos capaces. Pero lo que sí debemos hacer es, como venimos repitiendo todo el rato, al menos intentar no causar más daño del que ya se atraviesa y, por supuesto, ser al menos conscientes de este papel en que el sistema o la cultura, como queramos llamarlos, sitúan a la psiquiatría y sus profesionales para colaborar, nos guste o no, al mantenimiento de un determinado statu quo injusto. No hace falta ser psicoanalista para entender que ser consciente de algo es el primer paso para superarlo.
Esta psiquiatrización y psicologización, de todas maneras, puede ser hackeada a través de ciertos dispositivos que nada tienen que ver con el ámbito psiquiátrico o sanitario en sentido amplio y que suelen ser mucho más útiles tanto para las personas como para la propia sociedad, al menos en nuestra opinión. Estoy pensando, por ejemplo, en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o en el Sindicato de Inquilinos e Inquilinas, organizaciones donde las personas afectadas por problemas de vivienda reciben apoyo de otras personas que entienden su situación y además ayuda legal o económica, así como, y no es poca cosa, un diagnóstico certero de cuál es realmente la causa de su malestar, sin necesidad de imaginar desequilibrios monoaminérgicos. Otro ejemplo diferente son las reuniones de Alcohólicos Anónimos, donde personas que sufren por adicciones se apoyan mutuamente sin necesidad de sanitarios que supervisen o coordinen nada, y con buenos resultados. ¿Significa esto que no somos necesarios? No, significa que debemos intervenir en donde podamos ser útiles y solo hasta donde podamos ser útiles. No pretender, como a veces se nos presiona desde fuera o dentro de la profesión, abarcarlo todo, tratarlo todo y solucionarlo todo. Por contraposición con estos ejemplos de la PAH o Alcohólicos Anónimos, estarían terapias de última moda y máxima actualidad como toda la parafernalia que hay alrededor del mindfulness. Como técnica terapéutica, sin duda será útil para algunas personas en determinados momentos y para otras no, como cualquier otra. Pero me llama la atención un poco la filosofía que hay detrás. En cierto sentido, en el mindfulness (o en otras psicoterapias recientes más o menos catalogadas de aceptación y compromiso) creo detectar un enfoque que sitúa la solución del malestar siempre dentro de uno mismo, en que nuestra conciencia se distancie del problema, o lo acepte, o aprenda a sentirse bien a pesar del problema… una suerte de resignación, de “esto es lo que hay y voy a ser feliz a pesar de ello”, que al sistema le viene muy bien para seguir exprimiéndonos a nosotros y a todo. Una filosofía bien distinta de la PAH o el Sindicato de Inquilinos e Inquilinas que van a poner sus cuerpos y sus almas para parar un desahucio o ir a negociar una prórroga a un banco. Si queremos reducirlo a una dicotomía fácil, pero tal vez eficaz, la elección estaría entre la resignación individual y la lucha colectiva. Evidentemente, todo esto se sale de la esfera psiquiátrica y entra en la política, pero desde el momento en que el sistema en que trabajamos y vivimos llena nuestras consultas de personas afectas de tristeza y ansiedad generadas por problemáticas sociales gravísimas, desde ese momento en que llevamos tiempo y parece que seguiremos, la psiquiatría es también política y el tipo de psiquiatría que hagamos y que, al hacerla, contribuyamos a crear, tendrá sin duda un significado político y una repercusión social. Ya sea para seguir adormeciendo a la gente con nuestros poco inocuosremedios o para plantearse ponernos límites a nosotros mismos, no provocar dependencias e iatrogenias diversas por querer ayudar en problemas que se salen totalmente de nuestro capacidad y no engañar a la gente diciéndoles que pasando por nuestras consultas de salud mental se sentirán mejor aunque sigan sin trabajo, sin casa o sin futuro. Pensar que la intervención psiquiátrica puede ayudar en casos así es uno de los mitos más absurdos con los que trabaja nuestra profesión.
El último aspecto que queremos tocar en esta parte teórica es el de la coerción en psiquiatría. En nuestra profesión empleamos no pocas veces métodos claramente coercitivos sobre nuestros pacientes: internamientos involuntarios, medicaciones forzosas y sujeciones mecánicas. Diremos unas palabras acerca de ellos, y en primer lugar, sobre los internamientos involuntarios. Este tema es polémico y dentro de los profesionales más o menos críticos hay diferencia de opiniones sobre si deberían seguir existiendo internamientos involuntarios en las unidades de agudos en casos de descompensación psicopatológica aguda o si deberíamos desterrarlos de nuestro ordenamiento jurídico y de nuestra práctica asistencial. Entre personas llamadas supervivientes de la psiquiatría o personas diagnosticadas suele haber un rechazo frontal a estos internamientos. Nosotras creemos que son un ejemplo claro de cómo una medida terapéutica (pues un ingreso hospitalario es una medida terapéutica por definición, cumpla luego su objetivo terapéutico o no) puede ser muy perjudicial para un paciente. Aunque también en no pocas ocasiones puede ser claramente beneficiosa. Una persona puede ingresar en agudos bajo un cuadro psicótico florido, desconectada de la realidad, a lo mejor incluso en riesgo para su propia vida, y salir en un par de semanas habiendo superado esa crisis. Pero también puede ingresar una persona por una sintomatología psicótica sin clara gravedad y salir peor tras administrarle dosis altas de varios psicofármacos que no van a mejorar en nada su calidad de vida previa y tal vez sí empeorar su funcionalidad. Nosotras estaríamos en contra de estos internamientos involuntarios si hubiera medios alternativos (casas tipo Soteria, de reposo, pisos en la comunidad, grupos de apoyo, hospitalizaciones a domicilio…) para atender a las personas que sufren crisis graves de tipo psicótico o afectivo. Porque estas crisis existen y no son infrecuentes, y por ello nos da mucho miedo lo que implicaría que desapareciera esta posibilidad del internamiento involuntario sin dichos medios nuevos: ¿dejamos a estas personas en la calle?, ¿pasamos por alto su riesgo suicida?, ¿si hay alteraciones de conducta, que a veces las hay, ante la falta de internamiento involuntario no se producirá una derivación no buscada a medidas de carácter policial o judicial, tal vez con estancias en prisión? O tal vez estemos equivocadas y lo urgente es prohibir los internamientos involuntarios y esperar a que luego surjan estas medidas alternativas, pero nos tememos que esto podría ser negligente hacia el cuidado que debemos dar a nuestros pacientes.
El caso de las medicaciones involuntarias obedece un poco a la misma dinámica. Se entiende que, si un juez autoriza un ingreso involuntario, está autorizando la medicación que se considere necesaria durante el mismo. Pero, por desgracia, habitualmente esta obligatoriedad de la medicación la intentamos llevar los profesionales más allá del momento de la descompensación aguda, y el paciente se enfrenta a variadas amenazas que suelen ser del tipo “o te tomas la medicación o ingresarás”. Lo cual, y con la legislación de este país en la mano, fundamentalmente a través de la ley de autonomía del paciente, es directamente ilegal. No se puede obligar a un paciente a tomar ninguna medicación fuera de las circunstancias de un internamiento involuntario (salvo orden de un juez en el contexto de una sentencia, cosa muy poco frecuente). Por fortuna, en este país los tratamientos ambulatorios involuntarios no son legales y, además, en países donde sí lo son, sus resultados en comparación con tratamientos comunitarios asertivos voluntarios son claramente inferiores. A los profesionales nos suele preocupar, lógicamente, la repercusión legal de nuestros actos, y deberíamos tener presente que el paciente (de nuevo insistimos, con la excepción del momento concreto del internamiento involuntario) debe dar su consentimiento para que le prescribamos cualquier tratamiento. Y será decisión de él o ella tomarlo o no. Aquí también queremos reseñar que si el paciente toma la decisión de suspender su tratamiento, nuestro trabajo como psiquiatras será, estemos o no de acuerdo con esa decisión, ayudarle a que al menos lo haga de forma paulatina, bajo nuestra supervisión y con el mayor apoyo posible. Nuestro trabajo consiste en cuidar a las personas que atendemos, pero ellos y ellas son los que deben decidir si aceptan o no nuestras indicaciones. Y habrá que seguir cuidándolos más allá de eso, en la medida de nuestras posibilidades y respetando su autonomía, como indica claramente la ley.
Por último, el tema de las sujeciones físicas. Lo primero, atar a alguien a la cama no es una medida terapéutica en absoluto, desde nuestro punto de vista, por lo que no tiene que ver con el objeto de nuestra charla, que son daños provocados por las terapias. Atar no es una terapia sino, de nuevo desde nuestro punto de vista, una medida de seguridad que debe usarse solo como último recurso en momentos de riesgo de agresividad hacia sí mismo o hacia otros. El objetivo no puede ser otro que suprimir estas medidas, pero el camino para hacerlo pasa necesariamente por registros claros y públicos de cuántas sujeciones se hacen en los hospitales, por cuánto tiempo, por qué motivos… Y trabajar para reducirlas al máximo. Prohibirlas completamente no será fácil, pero debe ser una meta que, aunque no alcancemos, nos debe tener caminando para acercarnos lo más posible a ella.
No debemos olvidar que la persona bajo tratamiento psiquiátrico puede verse forzada a un ingreso involuntario bajo autorización judicial (y aquí sería de agradecer que los jueces valoraran bien la necesidad del internamiento más allá de dar la razón a los psiquiatras prácticamente siempre), pero eso no hace desaparecer sus derechos como ciudadano: a estar informado de sus tratamientos, de los beneficios esperables y los riesgos posibles, a negarse a tomar tratamiento (de nuevo, más allá del momento agudo de ingreso involuntario), a ver a sus familiares, o bien a que sus familiares sean informados o, si lo decide así, a que no lo sean, etc., etc. Vamos, como cualquier ciudadano, porque en ningún momento dejan de serlo.
Uno de los mitos fundacionales y fundamentales de la psiquiatría es que todo lo hacemos “por el bien del paciente”. Y sin duda este mito en particular es correcto. Nunca he conocido un profesional que no creyera estar trabajando por el bien del paciente. Pero una cosa es lo que creamos estar haciendo, sin duda siempre con las mejores intenciones, y otra cosa es si ese acto va a ayudar o a perjudicar. Y aquí, de nuevo, debemos ser conscientes del riesgo de dañar que nuestro trabajo trae aparejado. Y, en caso de dudas, que serán frecuentes, quien debe decidir asumir el riesgo de buscar un beneficio a costa de un riesgo, debe ser el paciente, como indica la ley y como obliga la ética. De la misma manera que, si nosotros fuéramos el paciente, querríamos estar bien informados y ser libres de tomar la decisión de aceptar o no una intervención. Y para ser libres hay que estar bien informados, no lo olvidemos. Parte de nuestro trabajo es conocer esa información y saber explicársela a nuestros pacientes. Aunque ya lo hemos dicho, cuidado con hacerlo todo “por el bien del paciente”. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Hasta aquí, un poco lo que queríamos hablar en esta primera parte teórica. Hemos tocado muchos temas, pero queríamos dejar claro que nuestras intervenciones siempre tienen un potencial iatrogénico y que, muchas veces, este riesgo es más elevado que los beneficios esperables, sobre todo en el largo plazo. Hemos dejado mucho por decir (por ejemplo, sobre la muy dudosa eficacia de la terapia electroconvulsiva frente a sus potenciales riesgos en funcionamiento cognitivo a largo plazo, como de costumbre poco y mal estudiados), pero la información está ahí fuera, si la quieren buscar. Nosotras quedamos a su disposición por si quieren ampliar cualquiera de los puntos que hemos tocado aquí. En cierto sentido, mi trabajo en esta charla era realizar una destrucción sistemática, una voladura más o menos controlada, de muchas de las ideas que se transmiten acríticamente a las profesionales en formación y que aquí hemos calificado de mitos. Es curioso porque muchas de estas ideas revelan su carácter mítico en la certeza absoluta con que son defendidas desde la psiquiatría más biologicista, oficial y académica, certeza que no descansa en pruebas objetivas, como no me cansaré de repetir. La ciencia, como ustedes saben porque para eso tienen una formación científica, no descansa sobre la certeza sino sobre la duda, sobre el conocimiento siempre provisional en espera de mejores datos que lleven a mejores hipótesis. No se dejen adoctrinar por dibujitos de sinapsis (ni aunque salgan en el Stahl), ni por técnicas de relajación con pretensiones (como muchas veces es el mindfulness), busquen información, lean las fichas técnicas de lo que prescriban, huyan del contacto con la industria farmacéutica y, más allá de buscar el bien de las personas que atendemos, sean respetuosas con las preferencias de esas personas. Todo esto va de cuidados por partida doble, es decir, de cuidar a las personas que atendemos y de hacerlo de manera cuidadosa para evitar perjudicarlas. Ustedes, en su vida profesional que ya ha comenzado, deben elegir qué tipo de profesional quieren ser. Qué tipo de cuidados van a dar. Y a partir de ahí, a partir de que sepan cómo van a cuidar, es decir, qué tipo de profesional quieren ser, entonces descubrirán qué orientación o enfoque teórico deben seguir. Como sabrán si han visto Matrix o leído Rayuela, al final lo que importa es la elección. De eso va todo.