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De coerción y cuidados: entre la opresión y el abandono (o qué hacer con los internamientos involuntarios)

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Últimamente hemos salido a ver un poco de mundo y hemos estado en las jornadas de nuestra admirada Asociación Madrileña de Salud Mental y en las jornadas de la Revolución Delirante (en estas últimas impartiendo un taller del que ya hablaremos por aquí). En ambas ocasiones hemos tomado contacto con mucho de lo que podemos considerar en este país psiquiatría crítica, o postpsiquiatría, o como lo queramos llamar... Eventos con mucha gente joven (es decir, con bastantes menos años que nosotros, que ya tenemos más que cumplidos los 40), con formas innovadoras buscando fomentar el debate con la mayor cercanía posible, con determinados temas más o menos explícitamente  en primer plano: la participación de activistas en primera persona (pacientes, usuarios, ex-usuarios, supervivientes, etc.), la campaña por llegar a cero contenciones, la cuestión de la involuntariedad, los derechos humanos... No queremos decir que este fuera el programa de esos actos, pero son las cuestiones que, para nosotros, sobrevolaron en esas reuniones, en las charlas con compañeros y amigos con los que coincidimos y que, a su vez, resonaron en nosotros por formar parte de debates que tenemos últimamente, cuestiones sobre las que hemos reflexionado mucho (y seguiremos) y sobre las que nos gustaría hoy detenernos y explicar nuestro punto de vista, lejos de certezas y con muchas dudas. Son temas polémicos y sobre los que nos queda mucho que pensar (y que actuar, sin duda).

Cuando empezamos nuestro blog y con él nuestro trabajo más o menos crítico sobre la psiquiatría, sentimos formar parte de una cierta vanguardia que luchaba contra las posiciones de la psiquiatría más oficialista (centrada en los fármacos, captada por la industria farmacéutica, coercitiva y paternalista en grado sumo...). Nos sentíamos, por así decirlo, rebeldes con causa, pero en ningún momento nos creímos originales. Todo nuestra trabajo y reflexión se apoyaba en personas que ya estaban a su vez reflexionando, escribiendo y trabajando sobre cómo cambiar a mejor la psiquiatría (y con ella la sociedad, por supuesto). Personas que, a su vez, en gran parte venían influidas de la cultura psiquiátrica que hizo posible la reforma psiquiátrica con todas sus luces y sus sombras. Personas como Alberto Ortiz, Iván de la Mata, Manuel Desviat, Alberto Fernández Liria, Beatriz Rodríguez Vega, Guillermo Rendueles, Fernando Colina, José María Álvarez.. o autores extranjeros como Joanna Moncrieff, Richard Bentall, John Read, Robert Whitaker, etc. Creemos que todo el movimiento (poliédrico y contradictorio, es necesario recalcarlo) postpsiquiátrico o de psiquiatría crítica no hubiera sido posible sin toda esa gente y el trabajo que llevaron y llevan a cabo. Nos detenemos en esto porque ahora sentimos que hay todo un grupo de activistas del cambio, profesionales o no, más jóvenes que nosotros y que intentan empujar hacia la mejora de la psiquiatría y sobre todo la mejora de las condiciones para las personas que atiende y la sociedad en que funciona, pero creemos importante no olvidar a quienes han trabajado por ello antes que nosotros y en gran medida continúan haciéndolo. Si hemos avanzado algo desde donde empezamos (y lo hemos hecho) ha sido por habernos podido apoyar en mucha gente que arriesgó más que nosotros y en entornos más difíciles para que las cosas mejoraran.

Dicho esto, entremos en materia.

Una de las cuestiones más candentes en la actual psiquiatría crítica (que, no lo olvidemos, sigue siendo más que minoritaria frente a la psiquiatría oficialista, que continúa reinando casi hegemónica encantada de haberse conocido) es el dificilísimo equilibrio entre coerción y cuidado. Nuestras profesiones vienen de un pasado en el que la psiquiatría ha sido coercitiva y paternalista en grado extremo: internamientos involuntarios e indefinidos, a veces de por vida, tratamientos administrados sin el menor control o consentimiento, iatrogenias terribles... Todos sabemos de dónde venimos. En tiempos más recientes, esta coerción psiquiátrica se ha reducido mucho al menos en nuestro entorno: no hay tratamientos ambulatorios involuntarios en este país (excepto en muy escasas sentencias judiciales), los ingresos involuntarios se hacen bajo tutela judicial y por tiempos normalmente breves o, en todo caso, limitados, etc. Sin embargo, la coerción aún existe y es algo que hemos denunciado profusamente desde este blog y otros espacios. Por una parte, existe coerción legal en lo referente a dichos internamientos involuntarios en situación de crisis (que por definición suponen una coerción sobre el paciente que no quiere estar ingresado) y, por otra, rozando claramente la ilegalidad en tanto se amenaza a pacientes con nuevos ingresos si se niegan a aceptar medicación, se intenta controlar sus vidas en cuanto a si pueden o no acceder a determinadas actividades rehabilitadoras o de empleo, etc. Sin duda la coerción es algo negativo en sí mismo y lo ideal sería una aplicación estricta de la ley de autonomía del paciente vigente que especifica que toda intervención sanitaria está sometida al consentimiento del interesado. Evidentemente, dicho consentimiento no se aplica siempre en psiquiatría.

El problema es que, aunque lo ideal sería la ausencia absoluta de coerción, hay que detenerse a pensar si dicho ideal no acarrea, en el contexto actual y con los medios disponibles, otros problemas. El segundo polo de nuestra dicotomía son los cuidados. Creemos que este es un concepto básico hoy en día, tanto a nivel psiquiátrico como sanitario y, por supuesto, social. Nuestro papel como profesionales y como ciudadanos de una determinada sociedad debe contemplar sin duda el aspecto del cuidado. Debemos cuidarnos entre nosotros y, sobre todo, cuidar a aquellos que lo necesitan. El problema se plantea cuando aquellos que necesitan cuidados (teniendo en cuenta que la sociedad nos coloca a los profesionales de la salud en el lugar de proporcionar cuidados) no lo quieren recibir, caso habitual en nuestras profesiones. En la actualidad y con la legislación vigente en este país, cuando una persona está en situación de crisis por causa de un trastorno mental que se considera nubla su capacidad de juicio, puede ser ingresado en una planta de psiquiatría de agudos en contra de su voluntad, teniendo que avisar al juzgado de guardia en el plazo de 24 horas, siendo el juez o la jueza quien decida si ha lugar a tal internamiento o el paciente debe ser dado de alta. Esta medida posibilita, en teoría, tratar a personas que necesitan ser cuidadas por padecer un episodio agudo de características psicóticas o afectivas graves, o bien intentar controlar a personas con ideación suicida activa. En la práctica, sin duda puede haber abusos (que los hay), en cuanto a que puede que algunos ingresos no correspondan realmente a cuadros tan agudos sino a situación de negativa a toma de medicación o de problemáticas personales o familiares diferentes, pero en todo caso sería el juez quien debería denegar el internamiento si no fuera pertinente. 

Desde nuestro punto de vista, la psiquiatría debe ser lo menos coercitiva posible. Estamos totalmente en desacuerdo con cualquier tipo de tratamiento ambulatorio involuntario: si el paciente, a pesar de la opinión y explicaciones de los profesionales, prefiere no tomar la medicación prescrita, la ley de autonomía del paciente es clara y no se le puede obligar. Estamos totalmente en contra de recursos residenciales donde los pacientes sean internados de forma obligada y de por vida (recursos llamados en otro tiempo manicomios que, afortunadamente, no existen en este país, aunque haya quien los reclame...). Y, en general, estamos totalmente en contra de que no se respete la autonomía de los pacientes a la hora de decidir dónde viven, con quién, en qué trabajan o, en definitiva, qué hacen con sus vidas...

Sin embargo, a falta de medios que aún no tenemos, en forma de hospitalizaciones a domicilio, casas de crisis tipo Soteria o, por soñar, sociedades más amables, no creemos poder prescindir aún de los internamientos involuntarios. Nos tememos que, en determinados momentos de crisis, hay personas que no pueden cuidarse por sí mismas. Personas que sufren síntomas psicóticos que les desconectan de la realidad común y les hacen sentirse en inmenso peligro, o poseedores de capacidades extraordinarias, o les provocan ideas suicidas difíciles de controlar... Creemos que en esas situaciones, frecuentes en cualquier servicio de urgencias hospitalario, no proceder a un ingreso supone renunciar a cuidar de una persona que no está en condiciones de cuidarse. Por ello, nos parece que la actual ley es una herramienta eficaz de cuidado, aunque sin duda alguna lo es ejerciendo una coerción.

Y aquí está un poco la clave del asunto: la coerción y el cuidado no son variables independientes una de la otra. Por el contrario, están estrechamente relacionadas. Venimos de escenarios donde la coerción era máxima con la excusa paternalista de buscar el máximo cuidado, es cierto y lo criticaremos siempre. Pero buscar un escenario de nula coerción supone acabar en una falta de cuidados, teniendo en cuenta el tipo de sufrimiento que padecen muchas de las personas que atendemos: aquellas que clásicamente de denominaban "locos", o tal vez más adecuadamente "psicóticos" o de forma más políticamente correcta "trastornos mentales graves". Las personas que, como decíamos antes, confunden lo que es real y lo que no, interpretan equivocadamente lo que perciben, o escuchan voces solo suyas que les ocasionan malestar o incluso condicionan su conducta... Evidentemente, poco tiene este sufrimiento que ver con el que padecen personas "no locas" o "no psicóticas", que pueden estar destrozadas ante avatares de su vida, ante condicionantes sociales de los que no pueden escapar o por estilos de personalidad más o menos problemáticos para ellos o la gente de su alrededor... Siempre hemos pensado que la psiquiatría debería centrarse mucho más en sus locos y dejar a los cuerdos buscar su bienestar sin distracciones ni falsos remedios.

El dilema está ahí: no podemos llegar a un máximo cuidado sin caer en la máxima coerción. Ya estuvimos ahí hace décadas y no es buena idea volver. Pero la nula coerción aboca a la falta de cuidados en determinadas circunstancias. Precisamente en aquellas circunstancias -nos referimos a los ingresos involuntarios- en que el cuidado más falta hace.

En relación con todo esto, recientemente ha visto la luz un borrador de ley propuesta por el grupo Unidos Podemos en el parlamente español, con el nombre de "Ley de Derechos en el Ámbito de la Salud Mental", que pueden consultar aquí y sobre el que también queremos aportar algunas reflexiones. Formamos parte de un grupo en el que se aportaron ideas y comentarios para la redacción de la ley, junto con distintos profesionales y también colectivos de activistas en primera persona. Un detalle a resaltar es que la Asociación Española de Neuropsiquiatría optó por no participar en el proyecto (como dejó dicho en este documento) en base sobre todo a la consideración de que no es conveniente una ley de salud mental específica fuera de las leyes generales de sanidad, por lo que en sí tiene de estigmatizante ese hecho y, por otro lado, por no ser en sí necesaria ya que lo adecuado sería insistir en lograr el pleno cumplimiento de la legislación actualmente existente. Son reflexiones a tener en cuenta. Sin duda, el grupo promotor de la ley busca mejorar las condiciones de la atención psiquiátrica en el estado, aspecto más que necesario en nuestra opinión, pero también es cierto que el adecuado cumplimiento de la legislación con la que ya contamos conseguiría mejorar mucho esta atención psiquiátrica. La ley de autonomía del paciente especifica la necesidad de contar con el consentimiento del interesado antes de cualquier intervención terapéutica, lo que impediría esas situaciones en que, por ejemplo, se "obliga" a un paciente que no está en situación de crisis a continuar con determinado tratamiento en contra de su opinión. La ley del medicamento especifica claramente la prohibición de aceptar obsequios de cualquier tipo por parte de empresas farmacéuticas hacia los profesionales sanitarios (aunque tampoco se cumple). La legislación española en estos y otros ámbitos (libertad del individuo para decidir sobre qué hacer con su vida, control sobre los profesionales para no coartar dicha libertad bajo un obsoleto paternalismo...) nos parece más que acertada aunque dista de ser cumplida en todos los casos. Desde ese punto de vista, ¿una nueva ley que insista en esos puntos va a suponer una diferencia? La AEN opina que no mucho.

Sin duda, el borrador de esta nueva ley parte de las mejores intenciones y nosotros hemos aportado nuestras opiniones al mismo, de la misma manera que ahora opinamos aquí. No tenemos claro si una ley específica de salud metal supone en sí un problema o no, aunque el hecho es que nuestra disciplina no es homologable a cualquier otra especialidad médica sin más. No vamos a detenernos en todas las diferencias pues son conocidas (desconocimiento de etiología o fisiopatología de los trastornos que tratamos, controversias sobre las clasificaciones nosológicas, abordajes multidisciplinares, difícil límite entre normalidad y patología, internamientos involuntarios...). Pero la otra crítica nos ha hecho pensar más y cada vez la vemos más pertinente: tal vez sería más importante insistir en el cumplimiento de lo que ya tenemos que añadir una ley nueva que a lo mejor tampoco se va a cumplir... Porque el hecho es que gran parte de lo que dice esta ley son cuestiones que ya vienen recogidas en la actual legislación, aunque hay un par de excepciones sobre  las que nos detendremos para dar nuestro punto de vista.

Transcribimos el artículo 17 de la ley:



Artículo 17. Prevención cuaternaria y derecho a la protección contra la iatrogenia y las intervenciones de riesgo.



1. Todas las personas tienen derecho a una intervención en salud mental que las proteja de la iatrogenia. 



2. Cualquier tratamiento farmacológico potencialmente inadecuado tomando en cuenta la situación clínica así como la utilización preventiva de neurolépticos sin sintomatología franca debe ser comunicado previamente al Defensor de la persona con problemas de Salud Mental.



3. Las personas medicadas con fármacos psiquiátricos que deseen reducir su consumo o dejar de consumirlos, tendrán derecho a un acompañamiento especializado por parte de profesionales de la psiquiatría para la reducción progresiva de la medicación, destinado a evitar las situaciones de crisis derivadas de los síndromes de abstinencia por interrupción brusca de la medicación psiquiátrica. 



4. Ninguna persona será sometida a terapia electroconvulsiva. 


Nos parece un artículo sobre el que detenerse.

El primer punto tiene sentido ya que con frecuencia las personas que atendemos sufren iatrogenia, es decir, perjuicios debido a los tratamiento que empleamos, ya sea en forma de efectos secundarios o dependencias. Sin embargo, es un artículo tal vez un poco redundante: cualquier profesional que realiza una indicación terapéutica cree que tendrá más beneficios que perjuicios. Si se quiere evitar toda iatrogenia, entonces hay que prohibir la psiquiatría (y la medicina entera, por cierto). Si se quiere impedir la iatrogenia evitable, entonces el artículo es superfluo. Eso se consigue con formación médica y, entre otras cosas, sacando a la industria farmacéutica de los servicios sanitarios públicos y del control de la investigación médica actual.  

El segundo punto también nos parece problemático. Cualquier profesional que pauta un tratamiento considera que es adecuado. Evidentemente puede no serlo (y de hecho, muchas veces vemos -tal vez pautamos- tratamientos sumamente inadecuados), pero una de dos: o se informa a esa figura del Defensor de cada tratamiento o a ver quién decide cuál es el inadecuado, más en un campo como el nuestro con tan pocas certezas y con casi toda la investigación sobre psicofármacos contaminada por intereses industriales (tal vez una ley sobre la creación de una industria farmacéutica pública y un servicio también público de evaluación de fármacos y tecnologías sanitarias sería más útil, o fomentar los servicios de evaluación ya existentes en las comunidades autónomas). Nos parece que este artículo, al igual que el cuarto que prohíbe el uso de la terapia electroconvulsiva tiene una clara buena intención de mejorar la atención a las personas en tratamiento psiquiátrico, pero confunde lo que deben ser debates científicos sobre investigaciones independientes para saber si un tratamiento es eficaz o perjudicial, si compensa su uso o no, con lo que son decisiones políticas. Creemos que la terapia electroconvulsiva debería ser abolida (o, al menos, entrar en moratoria) debido a las dudas de su eficacia frente a placebo (como podemos leer aquí) y a la falta de datos sobre potenciales efectos dañinos a largo plazo. Creemos que los psicofármacos (y no solo los neurolépticos) se usan en exceso, en cuanto a indicaciones, dosis y tiempo de administración. Creemos, en definitiva, que sin duda los profesionales causamos mucha iatrogenia, pero  esta debe ser detenida tras reflexiones científicas serenas, poniendo los datos de investigación pertinentes encima de la mesa, no por una decisión política impuesta desde fuera. Lo que debe hacer aquí la política -y no es poco- es posibilitar que ese debate científico se lleve a cabo y que cuente con los instrumentos de evaluación necesarios. Como decíamos antes: investigación científica independiente de las empresas que se enriquecen obscenamente mientras ocultan estudios, manipulan conclusiones o compran autores de supuesto prestigio, a la vez que desarrollan enormes campañas de marketing ante las que la mayoría de profesionales colabora, contentos de llevarse su viajecito a centroeuropa con todo pagado. Y que esa investigación independiente pueda ser llevada a cabo sí es una decisión política que, posteriormente, podría conseguir disminuir iatrogenias, adecuar tratamientos o prohibir el electroshock. Pero, en esto, legislar para atajar camino no nos llevará a donde queremos llegar.

Por el contrario, el tercer punto nos parece del mayor interés. Es cierto que, con la legislaciónactual en vigor, no se puede obligar a una persona a seguir tomando un tratamiento de forma ambulatoria si no lo desea, pero hay un cierto vacío legal sobre si el médico debe acompañar ese proceso de disminución de la medicación o si, respetando el deseo del paciente de no tomar medicación, el médico puede desentenderse de lo que ocurra a continuación. Pensamos que este artículo es clave: parte de la buena praxis médica es intentar ayudar al paciente desde nuestro conocimiento profesional sea cual sea la decisión que tome. Es decir, aun en el caso de que estuviéramos convencidos de que lo mejor para él o ella es seguir tomando los psicofármacos que le hemos pautado, si desea suspenderlos, siempre será mucho más seguro si lo hace con una disminución paulatina y supervisada profesionalmente. Y eso es lo que deberíamos hacer, ya que permitiría reducir el riesgo de recaída, detectar tempranamente dicha recaída si ocurre, ofrecer la opción de volver a usar medicación su fuera necesario, etc. Aquí sí estamos de acuerdo y nos parece que esta práctica de acompañar a la reducción de medicación cuando esta es la opción escogida debería implementarse lo antes posible, con ley o sin ella.

Comentaremos también otro punto polémico de la ley:


Artículo 26. Del internamiento.

1. En ningún caso se procederá al internamiento u hospitalización en contra de la voluntad del o la paciente. 


Este articulo sí recoge una novedad absoluta respecto a la legislación actual y lo hace de forma clara y taxativa: no habrá internamientos involuntarios. Este punto, unido a lo ya existente en la citada ley de autonomía del paciente, excluye por principio cualquier tipo de coerción en psiquiatría. La cuestión es, en línea con lo que comentábamos antes, qué repercusiones tendría una decisión así sobre el cuidado de las personas que atendemos.

Señalaremos que esta decisión sí es esencialmente política. Una determinada sociedad, a través de los mecanismos ejecutivos y legislativos con los que funciona -democráticos en nuestro caso- decide cómo abordar problemáticas como la cuestión de si ingresar o no en contra de su voluntad a personas afectas de un trastorno mental grave en situación de crisis. Como tal decisión política, no sería en sí correcta o incorrecta (a diferencia de prohibir o no la terapia electroconvulsiva, decisión cuya corrección dependerá de los estudios científicos bien realizados disponibles sobre su eficacia y seguridad). En este caso, la decisión de prohibir los internamientos involuntarios no se define en términos de acierto o error, sino en términos de consecuencias. Es decir, qué ocurre en el mundo tras dicha decisión. Intentemos adivinar dichas consecuencias:

  • En las plantas de psiquiatría de agudos o subagudos de este país ingresarían ya solo pacientes en crisis voluntarios y tendrían plena capacidad de pedir el alta voluntaria en cualquier momento. Eso traería aparejado un mucho mejor ambiente terapéutico y posiblemente una mayor disponibilidad de recursos para los pacientes que sí aceptasen el ingreso. Sin duda, los profesionales que trabajan en dichos dispositivos verían claramente facilitado su trabajo.
  • Las contenciones físicas en la práctica desaparecerían, ya que no sería preciso sujetar a ninguna persona para evitar que abandonase un servicio de urgencias por estar pendiente de un internamiento involuntario, pudiendo esa persona salir sin problemas del hospital. En las plantas de hospitalización sería raro que alguien tuviera que ser sujetado por alteraciones de conducta graves con auto o heteroagresividad cuando podría pedir simplemente que se le abriese la puerta y salir.
  • Habría personas bajo sintomatología psicótica grave que no confiarían en un internamiento y que, por lo tanto, no serían ingresadas. La mayoría de ellas acabarían recuperándose con tiempo y ayuda ambulatoria, pero también tendríamos un pequeño porcentaje que podría protagonizar alteraciones de conducta en sus domicilios o en el espacio público que llevarían a la intervención de las fuerzas de orden. En esos casos, si esas personas no pueden ser ingresadas en contra de su voluntad, la ley está diciendo que tienen capacidad para decidir autónomamente sobre su tratamiento, lo que podría terminar implicando que cuentan con la misma autonomía para ser responsables del resto de sus actos, lo que a su vez llevaría a una respuesta judicial de lo que hasta ahora se han considerado cuestiones de salud mental.
  • Habría personas que presentando ideación suicida grave, o incluso habiendo sido encontrados por sus familias tras haber realizado un intento de suicidio, no podrían ser internados en contra de su voluntad, aunque mantuvieran dicha ideación suicida plenamente activa. Estas personas serían también dadas de alta de forma inmediata si así lo solicitasen.
  • Estas situaciones y casos que describimos, no por extremos poco frecuentes, creemos que provocarían a su vez otro efecto indeseable. Habría familiares que, ante la imposibilidad de poder conseguir el ingreso de su familiar en los momentos de crisis, buscarían posiblemente una incapacitación legal completa, tras la cual dichos ingresos podrían realizarse de acuerdo con el tutor legal de la persona. En esos casos, poco favor habríamos hecho con la ley cambiando internamientos cortos en momentos puntuales por situaciones de incapacidad legal con todo lo que ello implica a nivel laboral, económico, etc.
  • También nos planteamos que, en el caso de que se aprobase esta ley y no pudiesen realizarse internamientos involuntarios, sería muy posible que la sociedad implementase nuevas medidas, nuevas soluciones que ahora no nos podemos imaginar, desde las que cuidar a estas personas en esas circunstancias, y tal vez nosotros ahora solo seamos capaces de ver las consecuencias negativas. Sin duda alguna, mecanismos como hospitalizaciones a domicilio o casas de crisis tipo Soteria (ambientes cálidos, con personal profesional y no profesional, abiertas, disponibles...) podrían llegar a hacer innecesarios la mayoría de los ingresos involuntarios y posiblemente con mejores resultados terapéuticos y aceptación entre las personas cuidadas. El problema es que estos dispositivos no existen apenas y, desde luego, no de la forma generalizada en que deberían ser implementados por las administraciones públicas para llevar a cabo su tarea.

En fin, que tras darle muchas vueltas, hemos concluido que tenemos muchas más dudas que certezas sobre la prohibición de los internamientos involuntarios, teniendo en cuenta como problema fundamental la falta de otros medios para cuidar a personas en esas situaciones, al menos en este momento en este país. Medios que podrían estudiarse, implementarse y desarrollarse para hacer posible una gran reducción de los internamientos involuntarios o tal vez su eventual desaparición con el tiempo. Medios ellos mismos que implicarían un auténtico cambio social, una sociedad diferente a la que conocemos ahora. Pero a falta de estos medios, nos preocupa la prohibición de estos ingresos involuntarios sin tener otras opciones en marcha. Es totalmente cierto que hay casos esporádicos de uso excesivo de estos internamientos por parte de profesionales en exceso paternalistas y de familias en exceso sobreprotectoras (aunque es importante señalar que la mayoría de las familias sufren enormemente la preocupación por el malestar y la crisis de su ser querido, y ven el internamiento como algo que puede ayudarle a recuperarse). Creemos evidente que hay casos, y no son pocos, en los que el internamiento puede suponer la diferencia entre semanas de desorganización conductual, de consecuencias muy negativas en la vida del paciente a nivel familiar, afectivo, laboral, etc., o un ingreso, desagradable sin duda, pero que puede permitir una cierta estabilización a partir de la cual luego recuperarse. Y no digamos ya casos de pacientes en riesgo suicida secundario a síntomas psicóticos que les sitúan fuera de la realidad y, desde ese error, buscan acabar con su vida.

Distinto sería el tema, en nuestra opinión, de personas sin síntomas psicóticos, sin esta desconexión con la realidad, que por estar atrapadas en situaciones personales para las que no ven salida, o por sufrir desde estilos de personalidad que les causan malestar para el que no han encontrado alivio, buscan acabar con sus vidas. Creemos, desde una posición filosófica de respeto a la libertad individual, que cada uno es libre de decidir sobre la continuidad o no de su propia vida (con la excepción de que esté sufriendo una crisis psicótica que no le permita valorar adecuadamente su realidad, como hemos dicho). Si una persona que no esté inmersa en un brote psicótico tiene decidido matarse, no creemos que la psiquiatría tenga demasiado que decir ahí. Sí tendría cosas que decir la sociedad, por supuesto, porque si esa persona tuviera un empleo digno, un buen sueldo, recursos para mantenerse y mantener a su familia con dignidad, en buenos entornos, con apoyo social y comunitario y, ya para redondear, en un planeta que no caminase hacia la catástrofe ecológica fruto de un sistema económico injusto e insostenible, a lo mejor no vería motivos para irse antes de tiempo.

La prohibición inmediata y sin soluciones alternativas de los internamientos involuntarios podría condenar a muchas personas a pasar solas crisis horribles, a acabar en calabozos, en la calle en situaciones de marginalidad, a incapacidades legales a la larga... Sin duda son las mejores intenciones las que han llevado a la redacción de este artículo, pero como siempre repetimos, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Cuando planteamos estas dudas en el grupo de asesoramiento sobre la ley, se nos hizo una consideración sobre la que también hemos reflexionado: se comparó el hecho de que las personas con conductas adictivas (ya sea a drogas ilegales, al juego, etc.) no son nunca tratadas en contra de su voluntad ni sometidas a internamientos involuntarios y que, además, tal cosa no les serviría de nada si no aceptan voluntariamente ponerse en tratamiento (citamos de memoria). Pero nos parece que la comparación no es correcta. Desde nuestro punto de vista, si una persona toma habitualmente cocaína o heroína, o tabaco, o juega apuestas en las que gasta el dinero que no tiene, creemos que tiene un problema enorme y que necesita la mayor de las ayudas. Ayuda que tendrá que aceptar voluntariamente igual que, en última instancia, es voluntaria su conducta de comprar el tóxico y tomarlo, o de entrar en el antro de apuestas y tirar su dinero. Conducta voluntaria, sin duda muy complicada de controlar, pero conducta voluntaria al fin y al cabo. La persona que escucha voces en su cabeza que le aterran, o que huye convencido de que su familia le quiere matar, sufre por unas percepciones o ideas que en absoluto son voluntarias (sí lo serán las conductas secundarias a dichas percepciones o ideas, pero esa es otra cuestión). No hay posibilidad de que, voluntariamente, uno deje atrás esas sensaciones y pensamientos. No estamos hablando de cuestiones comparables.

En fin, está claro que la polémica está servida. La idea de acabar de forma inmediata y por ley con todos los internamientos involuntarios es tentadora y nos encantaría defenderla, pero las consecuencias que prevemos nos hacen dudar mucho de que fuera una buena decisión, teniendo en cuenta todo el contexto. La abolición completa e inmediata de las contenciones físicas (que, curiosamente, no se plantea de forma taxativa en el borrador de la ley que hemos comentado) es algo que defenderíamos encarecidamente, pero también nos lleva a preguntarnos cómo manejar momentos muy concretos de agresividad del paciente hacia sí mismo o hacia otros. Sin duda, la contención no es una técnica terapéutica sino un fracaso terapéutico, porque ocurre cuanto todo lo terapéutico a nivel verbal o farmacológico ha fallado. Pero, en esos casos en que todo lo demás no ha servido, ¿qué hacemos? Una opción sería tratar esa agitación incontrolable como un problema de orden público y llamar a la policía, pero ¿eso es lo que queremos para nuestros pacientes? Si una persona, en el transcurso de su delirio, sintiéndose amenazada, reacciona con cierta agresividad, ¿sería mejor avisar a las fuerzas de orden público para que se lo llevaran al calabozo, o proceder a una sujeción física? Muy difícil elección. Sin duda, sin internamientos involuntarios no habría contenciones, eso es un aspecto positivo, pero ya hemos comentado las consecuencias negativas que anticipamos a dicha prohibición inmediata y tajante de los internamientos involuntarios...

Dicho esto, es evidente que se ha abusado y posiblemente en algunos centros todavía se abusa de la contención física, lo cual es un ataque gravísimo a los derechos humanos. Lo primero, en línea con lo que comenta el borrador de la ley, sería un registro nacional fiable para comprobar las diferencias entre centros, y a continuación reducir al máximo el número de contenciones realizadas, que deberían limitarse a casos donde realmente no hubiera otra opción para evitar males mayores... También deberíamos estudiar detenidamente cómo se ha conseguido disminuir o hacer desaparecer las contenciones físicas en otros países, con detalle, para aprender de dichas experiencias.

Es horrible defender que en ocasiones debamos ser coercitivos (y nos referimos a los internamientos involuntarios, no a cualquier coerción adicional cuando la persona no está en crisis, con excusas paternalistas de "buscar lo mejor para el paciente"), pero creemos que dentro de nuestro deber profesional de cuidar a las personas que atendemos, en ocasiones tenemos que ser coercitivos si queremos cuidar (y ese es nuestro trabajo). La ausencia absoluta de coerción lleva en ocasiones a la negligencia de los cuidados. Eso es pura aplicación del modelo neoliberal de sociedad: la libertad individual es lo absoluto, la sociedad ni siquiera existe como tal, el individuo decide que no quiere ingresar, se hace su voluntad y, si ello implica que acabe con su vida o que pierda sus medios de subsistencia, o su familia, o lo que sea, pues no pasa nada, ha ejercido su libertad y como no hay sociedad como tal, nadie tiene por qué buscar cuidarle... Nosotros, por el contrario, creemos que un modelo de sociedad como la que nos gustaría, feminista, postcapitalista, ecologista e igualitarista debe ser una sociedad que cuide sobre todo a la gente que más lo necesite en los momentos en que más lo necesite, en momentos en que tal vez ni siquiera quieran ser cuidados. Y creemos que personas que sufren crisis psicóticas agudas son precisamente ejemplo de gente que necesita y merece ese cuidado.







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