Continuamos el Dossier sobre Postpsiquiatría publicado en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (132) y del que fuimos editores. Hoy tenemos el artículo escrito por Marta Carmona Osorio (una de nuestras autoras de referencia, sin duda alguna), con la que hemos colaborado alguna vez y por cuyos escritos sentimos la mayor admiración. El artículo se titula "Paradigmas en estallido: epistemologías para una ¿post?psiquiatría" y nos parece de muy recomendable lectura.
Resumen
Las epistemologías feministas y poscoloniales han hecho importantes aportaciones a múltiples campos teóricos. La postpsiquiatría, en tanto que nacida durante el periodo posmoderno y orientada a rehacer parte de la teoría y práctica psiquiátrica, es uno de los campos donde otras miradas y la experiencia de otros paradigmas asimismo cuestionados y ampliamente debatidos resultan enriquecedoras. A partir de puntos de conflicto paralelos se estudia la analogía y diferencia entre los distintos campos teóricos, buscando qué soluciones puede incorporar la psiquiatría contemporánea que quiere definirse como postpiquiatría.
Palabras clave: postpsiquiatría, epistemología, conocimiento situado, feminismos, poscolonialismo, aculturación, injusticia episémica, hermenéutica.
INTRODUCCIÓN
El término postpsiquiatría, de irregular difusión, comprende una serie de prácticas y conceptualizaciones llamadas a devolverle el protagonismo al sujeto en su proceso terapéutico y a huir de las imposiciones de la hegemonía biomédica en la comprensión y atención al sufrimiento psíquico. A lo largo del texto se repasan situaciones epistémicas paralelas a las que atraviesan tanto la psiquiatría como la rama de la misma que escoge identificarse como postpsiquiátrica. Desde un abordaje próximo a los estudios culturales se describen similitudes, convergencias y diferencias entre contextos epistémicos que han atravesado o atraviesan crisis y procesos paralelos a las sacudidas en el controvertido campo de la psiquiatría. Con especial hincapié en la epistemología feminista, por encima de otras perspectivas como la epistemología poscolonial o el abordaje de clase, se busca comprender el contexto social y epistémico en el que surge y se desarrolla la postpsiquiatría y las posibilidades y limitaciones que de ello derivan. Se recoge así el condicionamiento generado por un campo teórico fragmentado cuando no enfrentado, la dificultad sistémica de la psiquiatría de crecer en aspectos socialmente devaluados como los cuidados, algunas de las principales contradicciones inherentes al modelo teórico psiquiátrico y las potenciales aportaciones desde otras epistemes a la postpsiquiatría.
CUERPO
Feminismos, psiquiatría y paralelismos singulares.
Si hablamos de un campo de conocimiento extenso, con narrativas y argumentaciones muy diferentes cuando no opuestas entre sí, controversias enconadas e incluso narrativas explícitas de enfrentamiento podemos estar refiriéndonos tanto a la psiquiatría como al feminismo. Obvia decir que las controversias son inherentes a todos los campos teóricos pero es la característica de entender esa controversia como una debilidad y no como un signo de riqueza y vitalidad lo que configura la similitud entre ambos campos. Así a lo largo del texto se recabarán los potenciales aportes de una epistemología feminista a la práctica y epistemología psiquiátrica pero se tendrá en cuenta también el paralelismo en el desarrollo irregular, atravesado por cada momento social, cuestionado y utilitarizado, así como sus muchas diferencias (agente estabilizador del statu quo vs movimiento subversivo, por ejemplo), con la intención de que el cruce de miradas aporte algo de luz a los conflictos fundamentales de la psiquiatría que dan lugar a la llamada postpsiquiatría.
Descritas de forma grosera encontramos como divergencias principales dentro de la psiquiatría los postulados de la psiquiatría biologicista, con su búsqueda inagotable de una fisiopatología orgánica subyacente a toda experiencia anómala o incluso a todo sufrimiento; por otra parte encontramos a las corrientes psicodinámicas que sitúan en el conflicto intrapsíquico el centro de su ser; a su vez las corrientes comunitarias buscan la adaptación a los entornos de los sujetos designados como enfermos por esos mismos entornos, disponemos también de la amalgama de señales biológicas y configuradores personales que propone Markova y Berrios (1), así como las corrientes antipsiquiátricas, tanto las que se definen con dicho nombre como las que son enunciadas antipsiquiátricas (2) (3) desde fuera, que consideran a la maquinaria psiquiátrica como un factor generador de sufrimiento más. Para definir esta multiplicidad de líneas teóricas Blanc emplea el término “estructura en archipiélago” (4) añadiendo que “este patchwork teórico evoca el mito de Babel” (4). Cabe añadir como ampliamente recogido en la literatura que las distintas prácticas y líneas teóricas que configuran la psiquiatría contemporánea han ido surgiendo, interaccionando e influenciándose entre ellas desde el inicio de la especialidad, relacionadas de forma inextricable con los eventos sociopolíticos que sacudían a occidente (5). Valgan de ejemplo los trabajos en torno a la esquizofrenia en el periodo de entreguerras (5), el auge de la preocupación por los procesos de aprendizaje y sus trastornos en la guerra fría (6), la despatologización de la homosexualidad del 1973 o las actuales campañas para despatologización de lo trans.
A su vez el feminismo al finalizar su primera ola, nacida en la convención de Seneca Falls que da inicio a los movimientos sufragistas, experimenta una serie de cismas y corrientes enfrentadas entre ellas que dan lugar a que a día de hoy se hable más de los feminismos que del feminismo como campo teórico único (7) (8). Así, además de los enfrentamientos generados por cuestiones concretas como la prostitución y el trabajo sexual, existen unas líneas teóricas radicalmente opuestas. Por razones de extensión y procedencia es imposible recoger aquí todas las líneas teóricas en las que se divide o ha dividido este campo; valga entonces como grosero resumen enunciar las divergencias del feminismo de la igualdad frente el pensamiento de la diferencia sexual, o el feminismo radical frente al transfeminismo, teniendo que obviar el feminismo cultural, el feminismo socialista, el feminismo poscolonial, etc. Una explicación muy simplificada de estas divergencias básicas sería que el feminismo de la igualdad defiende que la desigualdad social experimentada por las mujeres es corregible a través de medidas políticas según el esquema social actual, alcanzándose en condiciones ideales una paridad completa en todos los aspectos que acabaría con la situación de dependencia y sumisión de las mujeres; mientras que el feminismo de la diferencia reniega de esto sosteniendo que la configuración social actual es machista per se, en tanto que requiere de una posición subyugada de las mujeres y de aquello considerado como femenino, por lo que las medidas paritarias mantenidas en un esquema social machista sólo reproducirán dicho machismo. En un intento de articular ambas líneas teóricas Fraser (9) acuñará los conceptos justicia por redistribución, aceptando así la premisa del feminismo de la igualdad de necesidad de un nuevo reparto de recursos y poder y el de justicia por reconocimiento, aceptando entonces la premisa del feminismo de la diferencia al plantear la necesidad de una reestructuración de los esquemas de valores. Por otra parte el feminismo radical en su búsqueda de la raíz de la opresión ejercida por el sistema patriarcal enuncia el sistema género-sexo (10) mientras que el transfeminismo diverge al no considerar la categoría mujer como sujeto oprimido único sino múltiples categorías e identidades construidas fuera de la cisheteronormatividad (11). En ambas diatribas surge continuamente un enfrentamiento entre una perspectiva esencialista del género y la teorización del género como pura construcción social.
De la misma forma que un/a psiquiatra biologicista, un/a profesional de la salud mental comunitaria y un/a antipsiquiatra se sitúan ante una persona con sufrimiento psíquico con idéntica intención de ayuda (y en ocasiones hasta realizan una intervención parecida), pero para ello recurren a explicaciones teóricas, modelos, trayectos terapéuticos y narrativas extremadamente opuestas; dentro de los colectivos feministas se reivindicará una mejora en las condiciones de vida de las mujeres, incluso con demandas concretas iguales, pero desde una construcción teórica radicalmente distinta.
¿Significa esto que son paradigmas absolutamente comparables? Evidentemente no. De entre las muchísimas diferencias cabe destacar que la psiquiatría y el concepto actual de locura son construcciones modernas mientras que el patriarcado nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia (12), (13), (14); que el sujeto mujer (o los sujetos no hombre cis heterosexual, que definiría el transfeminismo) no es comparable a los sujetos que experimentan sufrimiento psíquico si siquiera desde la perspectiva más constructivista; que la psiquiatría es una disciplina concreta y pese a su fragmentación ideológica constituye una práctica acotada a unos contextos científicos, sanitarios y sociales específicos mientras que las estructuras de dominación patriarcal son transversales y ubicuas; y que tanto la psiquiatría como las prácticas de salud mental comunitaria como la antipsiquiatría surgen con la idea de aliviar un sufrimiento (lo consigan o no) mientras que el patriarcado es una estructura de dominación que busca autoperpetuarse. Una comparación directa y simple entre el machismo y las dinámicas coercitivas de la psiquiatría tendría tantos agujeros teóricos y tan poca consistencia interna que carecería por completo de interés.
Ahora bien, existen ciertos puntos de similitud entre ambos campos, que hacen que resulte valioso intentar aplicar algunas de las perspectivas que se han desarrollado en el campo teórico del feminismo a las discusiones teóricas en la psiquiatría actual (15). Por una parte el patriarcado consiste en una estructura de dominación y a su vez el sufrimiento psíquico puede entenderse como fruto de las distintas opresiones experimentadas por el sujeto por lo que las aportaciones del feminismo a la deconstrucción de la opresión patriarcal, así como la perspectiva poscolonial o el análisis de clase pueden contribuir a enunciar alternativas en la comprensión y abordaje del sufrimiento psíquico (16). Por otra parte desde el nacimiento de la psiquiatría como especialidad y pese a la mejor de las intenciones de Pinel (17) las prácticas coercitivas irrumpen una y otra vez en su ejercicio hasta convertirla una y otra vez en una forma más de las medidas de disciplinamiento (18), por lo que no sólo desde las respuestas a la opresión, sino también desde analizar cómo el patriarcado evoluciona y se transforma para mantenerse puede comprenderse mejor cómo las prácticas coercitivas intentan evolucionar y transformarse para mantenerse dentro de la psiquiatría.
A su vez, la interseccionalidad, esto es, el análisis de las distintas identidades sociales, de cómo interaccionan entre ellas y en qué dinámicas de opresión se apoyan en estas identidades sociales (19) permite comprender mejor los efectos que tienen las categorías con las que dividimos y clasificamos a las personas pero también permite analizar la confluencia de miradas y voces que generan esas diferencias. Quién enuncia los mandatos de género (qué se espera de una mujer o de un hombre, de un niño o una niña), quién decide qué es una raza o una etnia (y qué derechos se les otorgan), quién decide qué es cuerdo y qué es loco o qué expresión de sufrimiento es aceptable (por ejemplo un sufrimiento que no impida el continuar trabajando) y cuál no lo es. Averiguar cuáles de esas voces son comunes, qué juegos de poder operan entre ellas y cómo transforman las identidades sociales en las que se apoyan es el objetivo de la perspectiva interseccional.
Otro punto en común a ambos campos es que en tanto que sujetas a lo social y expuestas de forma temprana/transformadora a los cambios sociales hay una anacronía inherente a la teorización psiquiátrica y a la feminista. La vindicación sufragista decimonónica era imprescindible en esa época pero el resto de circunstancias machistas aceptadas entonces por las sufragistas son inaceptables hoy día. La enunciación de la homosexualidad como enfermedad en una sociedad marcadamente homófoba era coherente en esa época (si no es pecado será enfermedad) (20) como es relativamente congruente que aún haya voces (acertadas o no) que defienden que se mantenga la incongruencia de género (antes patologizada como transexualidad) en los manuales diagnósticos para así poder garantizar el acceso a los tratamientos de reasignación (en un contexto en el que, de forma generalizada, el diagnóstico se constituye como puerta de entrada a prestaciones y servicios sociales) (21).
No se trata de comparar la pertinencia del sufragio universal con la concepción patologizadora de la diversidad sexual (nuevamente los traslados directos de concepto abocan a la boutade) sino de cómo los feminismos y la psiquiatría precisan continuamente de borrar sus palabras anteriores y reescribirse, ya que la transformación social que generan y les atraviesa convierte en ceniza lo que en décadas previas se construía como verdad irrefutable.
Así ambos campos tienen dificultades para trazar su propia genealogía, en tanto que para llegar donde están ahora han de abjurar de gran parte de lo que les ha llevado hasta ahí. Podría decirse entonces que una característica común es que no sólo los enfrentamientos internos no tienen por qué ser signo de poca consistencia y pueden resultar enriquecedores sino que son inherentes a la propia forma de crecimiento y evolución de ambos campos.
Coerción – cuidado e injusticia epistémica
Uno de los aspectos en los que la epistemología feminista y el trabajo teórico de los feminismos pueden aportar claridad a la epistemología psiquiátrica es en la articulación de la diada coerción-cuidado. Acerca de la coerción en psiquiatría se ha debatido y escrito ampliamente (22) (23). Uno de los aspectos más recalcados es cómo periódicamente la psiquiatría tiene que desembarazarse de prácticas asimiladas y extendidas por considerarse socialmente inaceptables, injustas o indignas. Valgan de ejemplo las cadenas rotas por Pinel que dan inicio a la configuración actual del corpus teórico psiquiátrico, las prácticas manicomiales de principios del s.XX, la utilización de medios pretendidamente terapéuticos como medidas de castigo o la patologización de la diversidad sexual así como las campañas actuales para la abolición de las contenciones mecánicas o las múltiples consideraciones en torno a la proliferación de tratamientos ambulatorios involuntarios (22), (23), (24), (25).
Ahora bien, tanto en las prácticas exitosamente superadas como en las que aún hoy atraviesan el ejercicio de la atención profesional a las personas con sufrimiento psíquico existe de manera continua una dualidad entre el cuidado y la coerción. A mayor distancia temporal y social de las medidas más evidente es el componente coercitivo y más difuminado queda el componente de intención de cuidado de la medida. Pero el problema de analizar sólo la parte de coerción es que se simplifica la complejidad del fenómeno y sobre todo se dificulta el planteamiento de alternativas de cuidado (26). Ahora bien quizá esto no sea un problema (sólo) de la psiquiatría, sino de los cuidados en sí.
Desde el feminismo se ha teorizado ampliamente acerca del rol de los cuidados y de la necesidad de su invisibilización para el mantenimiento del statu quo. Tanto en los procesos de acumulación originaria que describe Federici (27), como en la disyunción entre trabajo y labor descrita por Arendt (28) puede encontrarse la raíz de este fenómeno. Para Federici el capitalismo no podría haberse constituido como sistema si bajo todo el sistema de producción enunciado como trabajo no existiera todo un trabajo de reproducción silenciado, despojado de su categorización de trabajo como tal. Arendt distingue entre el trabajo, asimilable al concepto de trabajo de producción en Federici, de la labor, categorizada de forma menor frente al primero, con menor valía, menor (o ausente) remuneración y cercana al trabajo de reproducción de Federici. Ese trabajo de reproducción y esa labor están indisolublemente ligados a un rol de género y enunciados como naturales e inherentes a una mitad de la humanidad a través de su identidad social femenina. Así, esa carga de trabajo incluye desde la reproducción biológica, gestación, parto y amamantamiento, al trabajo doméstico o el cuidado en los extremos de la vida, tanto la crianza como el cuidado de la vejez; el cuidado de la enfermedad u otras situaciones de dependencia, etc. La parte biológica de ese trabajo de reproducción no ha sido transferible hasta una época muy reciente, no siendo trasladable entre géneros pero sí a través de las clases sociales mediante la gestación subrogada; pero aun así, incluso asumiendo como inherentes a todo el género femenino esas tareas biológicas de reproducción, el resto de carga de cuidados han sido sistemáticamente invisibilizados e infrateorizados, como señala repetidamente el feminismo desde la segunda ola (29), (13), (14) (30).
Dicha infrateorización del cuidado, incluso pese al desarrollo de profesiones y corpus teóricos como la enfermería, dedicados por completo a ello, explica en parte por qué la teorización psiquiátrica también marginaliza este aspecto. Respecto a la enfermería cabe la pena destacar la mención recurrente (5) a la falta de perspectiva enfermera en la epistemología psiquiátrica. Aun a riesgo de incurrir en una petición de principio, en un contexto de exclusión teórica de los cuidados la falta de voz de una profesión centrada en los cuidados quizá no sea casual sino una consecuencia inevitable. Para poder desarrollar este aspecto es preciso hacer una breve digresión teórica e incluir el concepto injusticia epistémica.
En su texto Injusticia epistémica (31) Fricker desarrolla el concepto injusticia epistémica, tanto testimonial (32) como hermenéutica (33). La injusticia epistémica testimonial consistiría en un prejuicio en la economía de la credibilidad del sujeto y la hermenéutica en un prejuicio estructural en la economía de los recursos hermenéuticos colectivos. Así un ejemplo de injusticia epistémica testimonial es la credibilidad disminuida de un sujeto debido a su identidad social como la menor credibilidad en España de un sujeto de etnia gitana que denuncia un abuso policial frente a una persona de etnia paya que hace esa misma denuncia. Es un concepto relativamente interesante de trasladar al campo psiquiátrico (34), es bastante intuitivo cómo la injusticia epistémica testimonial opera sobre una persona designada como enferma mental, sea por diagnóstico oficial, o sea una persona “loca” por designación de su entorno; respecto al conjunto de la sociedad. Paradójicamente dentro de la asistencia clínica (y en su máxima expresión dentro de las iniciativas antipsiquiátricas) esta injusticia epistémica puede operar en menor medida, ya que se ha teorizado ampliamente acerca de cómo los entornos de las personas diagnosticadas con frecuencia ejercen violencia sobre ellas, la injusticia del estigma, etc.
Por otra parte Fricker enuncia la injusticia epistémica hermenéutica como aquello que acontece a un sujeto cuya experiencia aún no es posible enunciar en su contexto social. El primer ejemplo de Fricker es el de una mujer que sufre acoso sexual en su entorno laboral en un momento en el que aún no se ha enunciado ese concepto. Ni quien sufre ese acoso ni quien lo perpetra tienen la capacidad de enunciar qué está sucediendo, pero en el caso de la víctima la no capacidad de enunciarlo y de darle un sentido a la experiencia acrecienta la situación de opresión. No es un concepto ajeno al feminismo clásico (Friedan recogió extensamente un fenómeno análogo “el problema que no tiene nombre” en La mística de la feminidad (29)) y a nivel intrapsíquico es sencillo entablar paralelismos con conceptos freudianos básicos como la incapacidad para elaborar la experiencia traumática. Ahora bien, para Fricker la injusticia epistémica mina la capacidad de generar conocimiento para el sujeto, siendo esa capacidad una característica humana fundamental; no es que al sujeto le resulte difícil generar ese conocimiento, es que el acceso a ese conocimiento, a esa hermenéutica, se le dificulta de una forma activa.
Esto resulta de especial interés porque permite ligar esa falta, ese no poder enunciar, ese no poder comprender, no solo al sujeto sino a su momento social. Así, existe una injusticia epistémica hermenéutica en el caso del acoso sexual en el medio laboral descrito, en la persona que experimenta una disconformidad/disforia/incongruencia con el género que se le ha asignado por fenotipo pero desconoce (o aún no se han enunciado) las identidades de género fluido, hay una injusticia epistémica hermenéutica en quien afronta el malestar de una situación de explotación laboral cuando aún no se han enunciado/legislado/sentenciado los abusos laborales en su contexto, o en la mujer que sufre violencia de género en la época en la que ese fenómeno se identifica como “crimen pasional” o “trapos sucios que lavar en casa”.
Ahora bien, esa injusticia epistémica hermenéutica opera también en la clínica cuando un/a profesional atiende a una mujer cuyo sufrimiento psíquico obedece a una situación de violencia de género y el profesional no conoce, comprende y maneja ese concepto (35). Ni la mujer es capaz de enunciarlo así ni quien la atiende puede incluirlo en su marco teórico. A su vez, cuando en un contexto en el que ya se habla de violencia de género un maltratador acude a un servicio de salud mental demandando ayuda para no matar a su mujer quien le atiende se encuentra en un marco en que existe el concepto violencia de género pero no está enunciada la respuesta institucional y por ende la respuesta clínica/técnica a esa demanda. Así, ese vacío hermenéutico sólo puede ser rellenado por los discursos hegemónicos en ese momento. Esto es, en una atención clínica surgirán las narrativas medicalizadoras (36)/psicologizadoras con una prescripción farmacológica o de la corriente psicoterapéutica a la que se adscriba el/la profesional; en una atención técnica social la perspectiva legalista si ya se ha enunciado, o la mediación según los métodos que se utilizan en otro tipo de conflictos familiares, etc Evidentemente en ambos medios existe la posibilidad de renunciar a la acción asumiendo las limitaciones del campo pero no se puede ignorar, particularmente en el campo clínico, los contextos medicalizadores/psicologizadores. En la anacronía inherente a la epistemología psiquiátrica puede entreverse este fenómeno, la necesidad continua de explicar o hacer encajar en el modelo teórico de cada momento fenómenos subjetivos para los cuales la sociedad aún no tiene una narrativa.
Volvemos así a la diada de coerción y cuidado que opera en la atención psiquiátrica/profesional de salud mental. Cuando se ejerce una medida coercitiva como un ingreso involuntario, un tratamiento ambulatorio involuntario o una contención mecánica se está ejerciendo una violencia institucional que se está enunciando desde un cuidado; esas medidas se toman para evitar un mal mayor, para disminuir el sufrimiento de una persona y/o su entorno. Ahora bien, si se ignora la parte coercitiva de esta acción no se transforman las instituciones, ni la clínica, ni la parte teórica. Es preciso esclarecer qué es violencia y qué no lo es (muy sencillo en los ejemplos extremos pero no tanto en las violencias simbólicas o cotidianas) y diferenciarlo del cuidado. Pero si los cuidados están sistemáticamente infrateorizados, y existe un vacío hermenéutico en torno a ellos no es de extrañar que pese a ser consciente de su dimensión coercitiva y de su necesidad periódica de refundación, la psiquiatría renquee a la hora de plantear alternativas o si lo hace sea forzando esos cuidados en los modelos hegemónicos sin ser capaz de construir unos nuevos.
Es importante recalcar que el hecho de que subyazca una intención de cuidado a las medidas coercitivas tomadas en cada época no justifica la coerción en sí misma. Pero a la hora de erradicar la coerción si no se tiene en cuenta la intención de cuidado subyacente/concomitante no se pueden plantear alternativas para esa necesidad de cuidado y o bien se propicia una negligencia por parte del sistema (26) o bien se sobrecargan las redes de cuidado invisibilizadas (37).
Una vez más resulta interesante aplicar aquí una idea desarrollada desde la teoría feminista. Más allá de las acciones de hombres y mujeres, los roles de género atraviesan la estructura social de tal manera que en todo acto pueden encontrarse reminiscencias a dichos roles, independientemente de quién los realice. Desde las categorizaciones más obvias (el cine de acción tiene connotaciones masculinas y el cine romántico femeninas) (38) a otras más sutiles (la docencia prestigiosa, de alto rango académico, tiene una connotación masculina mientras que la docencia a niños pequeños, de escaso prestigio, tiene una connotación femenina). Podemos verlo así desde la categorización de Aristóteles de lo masculino y lo femenino (39), así como en la carga de género que hemos supuesto desde la prehistoria (ellos cazan y ellas recolectan, planteamiento ampliamente extendido entre el saber común que sin embargo es bastante discutido) (12) como en la propia construcción de la masculinidad desde la provisión, protección y aplicación de la ley versus la feminidad construida desde la nutrición y el cuidado (13).
Ahora bien si aplicamos estas connotaciones de género a esa diada coerción-cuidado, las medidas coercitivas tendrían una cierta connotación masculina y las medidas de cuidado una cierta connotación femenina. El Tratamiento Ambulatorio Involuntario tiene una connotación masculina, o una connotación de todo aquello que construye lo masculino, y los Programas de Continuidad de Cuidados una connotación femenina, o de aquello que construye lo femenino. Esto no significa que los trabajos ejercidos por hombres o mujeres sean de naturaleza coercitiva o cuidadora respectivamente, ni quiere decir que la coerción se construya exclusivamente desde lo masculino. De hecho, existen formas de coerción específicas dentro de las relaciones entendidas como femeninas, desde la madrastra del cuento en la ficción, a la madre sobreprotectora eternamente responsabilizada del sufrimiento psíquico de sus hijos, al establecimiento de relaciones de dependencia avaladas socialmente, como se pone de manifiesto en la muy extendida narrativa “en esta casa manda la madre, ella dispone y decide y todo se hace según su criterio”. Ahora bien, que esa coerción o autoridad sea ejercida por mujeres no nos puede impedir ver que esas madres sobreprotectoras, esa madrastra de cuento o este micromatriarcado doméstico son reproducciones exactas del discurso patriarcal en el que los cuidados son la tarea natural de las mujeres, el espacio doméstico el lugar que les corresponde y el rol de las figuras masculinas de esos escenarios continúa correspondiendo a las labores de producción e imposición de la ley (sea la ley del padre en Lacan o sea la ley del contrato sexual de Pateman) (14) (40).
Si intentamos aportar luz a la diada coerción-cuidado en psiquiatría desde la epistemología feminista, ¿qué encontramos?
Luce Irigaray, uno de los máximos exponentes del feminismo de la diferencia, o más correctamente del pensamiento de la diferencia sexual, a su vez psicoanalista lacaniana, enunció a lo largo de su obra la coexistencia de dos órdenes simbólicos. El primero, y al que nos referimos habitualmente como “orden simbólico” es el orden simbólico logofalocéntrico (41), enunciado por y para los hombres, con el discurso de los hombres. Para la construcción del psiquismo este sería el registro simbólico descrito por Lacan. Pero existiría también un orden simbólico femenino, despojado de lenguaje y expulsado a los márgenes, cuya existencia sería negada o descrita en vacío. Así, todo aquello con connotación femenina adolecería de ese orden simbólico mudo o mejor dicho enmudecido. Trasladando, muy bastardamente, el concepto de injusticia epistémica hermenéutica, Irigaray hablaría entonces de un vacío hermenéutico para todo lo femenino. Si volvemos otra vez a la enunciación pobre o ausente de los cuidados que, más que tener una connotación femenina, son la característica axial que define lo femenino, ¿cómo no van a encontrarse infrateorizados frente a toda la vertiente coercitiva de la práctica psiquiátrica?
Infrateorizado no quiere decir, evidentemente, que no se escriba sobre cuidados o que la perspectiva de atención y alivio del sufrimiento no esté presente en cada texto escrito por y para la clínica psiquiátrica. Cierto es que el término “cuidados” tiende a aparecer poco aunque aparece indefectiblemente en los textos sobre perspectiva feminista de la psiquiatría (15), (42), pero sí podemos suponer la intención de cuidado en todo aquello que se publica y plantea. Al hablar de infrateorización del cuidado lo que se recalca es que los cuidados no tienen un sitio suficiente en el discurso social, político o técnico como para poder desarrollarse y ofrecer soluciones o alternativas a los conflictos que encontramos en cada momento. Se cuida, pero al saber generado por ese cuidado no se le da el lugar hermenéutico que se le da a la coerción o a la teorización en torno a la coerción. No solo en el campo psiquiátrico, en el conjunto de la medicina la atención al sufrimiento se tecnifica en su teorización, se intenta convertir en datos desprovistos de nada más que información pretendidamente objetiva (la objetividad y la subjetividad tienen cargas de género nada neutras y nada casuales) excluyendo aquellas perspectivas que puedan incluir aspectos subjetivos (43).
Es importante hacer un matiz, y es que no todos los cuidados están igual de invisibilizados. La mistificación de la maternidad, imprescindible para la narrativa patriarcal (29), implica la presencia en el discurso de la importancia del cuidado al bebé y de la alta importancia (de narrativa sacralizada incluso) del ejercicio de cuidado por parte de la madre. Ahora bien el cuidado a un bebé es un cuidado que implica inherentemente una verticalidad, una imposición por parte de quien cuida ya que quien es cuidado se encuentra en una situación de incapacidad absoluta, física y cognitiva. Ese es el cuidado representado por antonomasia pero no es el único tipo de cuidado. Ahora bien, ¿qué representaciones culturales tenemos de cuidados horizontales, de cuidados entre iguales, de cuidados en los que la discapacidad física o cognitiva o situacional no se ejerzan de forma unidireccional? Y en las que existen, ¿cuál de todas esas representaciones de cuidados es tan hegemónica como la del cuidado vertical? ¿Cómo va a ser capaz la psiquiatría de enunciar y articular de forma ágil alternativas de cuidado horizontal en una sociedad apenas da lugar a esas figuras?
Epistemologías y conocimiento situado.
¿Es posible hablar de una única epistemología? Más particularmente en el contexto del saber psiquiátrico se repite una y otra vez la no validez del modelo médico (43) y sin embargo no se terminan de aceptar términos como los saberes abismales y no abismales de De Sousa Santos (44) que asume las limitaciones externas e internas de cada paradigma y la necesidad de coexistencia de varios de ellos para contemplar fenómenos complejos o el conocimiento situado de Haraway (45) que asume la imposibilidad de un saber neutral y objetivo y la necesidad de honestidad en torno a los sesgos que genera cada uno.
Tanto dentro del pensamiento poscolonial como dentro del pensamiento feminista se han hecho aportes epistemológicos relevantes. Al respecto de las aportaciones específicas de la epistemología feminista es interesante recoger el concepto “aculturación” que Lagarde (46) desarrolla en su propuesta de aculturación feminista. La aculturación es un concepto antropológico que alude al proceso según el cual un grupo se adapta progresivamente a una cultura con la que convive, prescindiendo o no de la cultura previa. Aplicada al feminismo, Lagarde plantea las dificultades (y necesidad) de la transmisión del saber, de los valores, las prácticas y las relaciones de las feministas en contexto de una hegemonía patriarcal. Partiendo de la no linealidad de los procesos culturales desde el punto de vista antropológico, Lagarde sostiene cómo la disidencia del sistema patriarcal, la enunciación de alternativas al mismo y la confrontación con la cotidianeidad del sistema hegemónico condicionan y dimensionan las acciones de las mujeres y movimientos feministas que son inevitablemente leídos y recibidos de forma estereotipada. A ese respecto Lagarde afirma: “[la aculturación] implica fenómenos tan complejos como la resignificación subjetiva personal -intelectual y afectiva - y su implantación en la experiencia vivida, la elaboración teórico -política de la experiencia, la generación de conocimientos, la construcción de representaciones simbólicas, códigos y lenguajes propios, así como los mecanismos pedagógicos, de difusión y comunicación para transmitir descubrimientos y elaboraciones.” (46) El planteamiento de Bracken en torno a crear una narrativa terapéutica postpsiquiátrica en el contexto biomédico (47) o biocomercial (48) no difiere en exceso del planteamiento de Lagarde, con todas las necesidades, dificultades, disrupciones e imposibilidad para el crecimiento lineal de la disciplina que eso supone.
Otra aportación de la epistemología feminista a la psiquiatría podemos encontrarla en Martin (15), que recalca cómo desde la perspectiva feminista se hace hincapié en la necesidad de distinguir sujetos a partir de su ubicación en las estructuras de dominación y sumisión. En oposición al modelo libertariano y de responsabilización individual de Szasz pero desmarcándose también de la necesidad de admitir unívocamente el modelo de enfermedad de la mayoría de sus detractores, Martin señala que, independientemente del modelo teórico que se quiera aplicar, existe un sufrimiento psíquico entorno a lo que definimos como enfermedad mental y que negar este sufrimiento, tanto en del sujeto designado como enfermo como de su entorno a través de la responsabilidad individual del sujeto designado es inaceptable; pero también señala que no puede comprenderse el sufrimiento psíquico sin analizar las diferentes perspectivas que lo configuran y cómo esas perspectivas no comparecen en igualdad de condiciones entre ellas sino que a unas perspectivas se les da mayor importancia según los criterios de privilegio estructural.
Es fácil trasladar a lo individual, al caso concreto de sufrimiento del que adolece un sujeto concreto y/o su entorno, esas perspectivas privilegiadas frente a otras y a la vez olvidar el componente estructural de esos privilegios y estructuras de dominación. Es, o era, un tropo recurrente en los servicios clínicos que la mujer histérica prefiere a un psiquiatra varón y de avanzada edad y se sentirá decepcionada si no es así. Es paradójico que esto se señale y deposite en la mujer histérica, cuando el sujeto universal de conocimiento para la academia, las estructuras de poder y la validación social es precisamente un varón, de cierta edad (y de raza blanca, heterosexual y anglosajón, se añadiría desde el conocimiento situado). Este fenómeno se repite una y otra vez; el contexto clínico está diseñado para el análisis de situación de un sujeto y su entorno, no tanto de su contexto social y mucho menos del contexto social en el que se ha generado el saber del clínico.
Pero si la epistemología psiquiátrica no hace el esfuerzo de deconstruir esas dinámicas de dominación/sumisión, de privilegio frente a injusticia epistémica testimonial y hermenéutica, continuará atravesada por dichas dinámicas y es imposible que genere alternativas de cuidado sólidas. Sin esa deconstrucción de las estructuras de privilegio y dominación, ¿puede existir una postpsiquiatría?
¿Post?psiquiatría
Insistimos, pese a las similitudes entre los paradigmas resquebrajados no es posible compararlos de forma directa. Flax (16) plantea que el patriarcado comparece ante la pregunta “¿será niño o niña?” mientras que la pregunta “¿cómo de oscuro es?” o “¿a qué raza pertenece?” es también relevante pero no se plantea de la misma forma. Las identidades sociales género o raza están presentes desde el nacimiento pero comparecen y operan de forma distinta. La identidad social generada por la capacidad de adaptarse a la sociedad o de expresar el sufrimiento en términos aceptables comparece y opera de una forma diferente a las dos previas. En la línea de Haraway (45), Fricker (31) plantea que un relato socialmente situado de una práctica (epistémica) humana es aquel en el que los participantes no se conciben como elementos ajenos a las relaciones de poder de su sociedad sino que son actores sociales que se posicionan en relaciones de poder unos respecto a otros.
Una hipótesis a plantear desde ese ángulo es si el aumento exponencial de diagnóstico psicopatológico en la infancia (49) tiene alguna relación con la necesidad de que la identidad social (loco/cuerdo, capaz/incapaz) esté establecida lo antes posible. Dicha línea excede el propósito de este texto, pero es una de las muchas preguntas que surgen al aplicar los conceptos de Fricker, Butler y otras al contexto psiquiátrico.
Por otra parte si al margen de la disección coerción-cuidado que hemos intentado hacer, analizamos la posición desde la que ha operado la psiquiatría desde su inicio, ha sido del lado estructural del privilegio y las perspectivas consideradas universales y válidas desde la Ilustración (50) (51) (4) (17). Su corpus teórico ha sido elaborado fundamentalmente por varones, occidentales, dentro de la heteronormatividad y de un estatus socieconómico por lo general alto al pertenecer los teorizadores a profesiones habitualmente bien consideradas. Cabe añadir que el corpus teórico psicoanalítico es algo excepcional en esto, no dentro de la salud mental sino dentro de la epistemología en su conjunto, ya que es uno de los pocos corpus teóricos que ha contado desde su inicio con autoras que han contribuido de forma fundamental a su desarrollo y consolidación. Cabría aquí considerar si precisamente ese aspecto ha tenido que ver en su progresiva desvalorización desde la academia en las últimas décadas si bien dicha línea nuevamente excede a la intención de este texto.
Ahora bien, a la hora de considerar, desde lo general a lo más concreto, la psiquiatría, la práctica clínica o la performatividad del diagnóstico, si no se tiene en cuenta el contexto social en el que operan los sujetos y cómo se sitúan respecto al conjunto, el análisis vuelve a desvirtuarse. Se ha escrito mucho acerca de la función represora de la psiquiatría y de la iatrogenia del diagnóstico. Ahora bien, cuando en una consulta se instaura un diagnóstico para que sirva de llave de acceso a una prestación social (acceso a empleo, apoyo curricular, recurso residencial, etc.) ¿es la psiquiatría la que está diagnosticando? En el juego de relaciones de poder que comparece en esa imagen, ¿es el/la profesional quien ostenta la posición superior? ¿O quien diagnostica y quien recibe el diagnóstico están cediendo a un juego externo de imposiciones?
Cuando en 2001 Bracken y Thomas (47) enuncian uno de los textos considerados fundacionales de la corriente postpsiquiátrica, ¿están aplicando las perspectivas feminista, poscolonial y están deconstruyendo las dinámicas de privilegio de la práctica psiquiátrica? Y es más, si se deconstruyen esas dinámicas de privilegio y se generan espacios distintos de cuidado, ¿la psiquiatría sigue siendo la psiquiatría que hemos entendido hasta ahora?
Antes de lanzar esa pregunta, que coronará las conclusiones de este texto es precisa una última reflexión. El prefijo post, que asumiremos como no casual, ¿es garantía de un abordaje deconstruido y situado? A fin de cuentas, ¿posmoderno?
Para contestar volveremos una vez más al feminismo. El concepto posfeminismo existe, fue ampliamente enunciado en la década de los noventa y posteriormente ha ido cayendo en desuso. La idea principal es que lejos de ser una fase evolucionada del feminismo es lo que Faludi (52) define como Backlash, un retroceso ideológico y práctico que culpabiliza del malestar social del final del s. XX a los avances sociales conseguidos por las mujeres en las décadas previas. Para esto realiza un doble movimiento, por una parte asume como válidos parte de los hitos alcanzados, como el sufragio universal, dando por concluida la necesidad de nuevas reivindicaciones; y por otra parte considera dichos hitos causa fundamental del deterioro de los valores universales, asumiendo como universales valores machistas y conservadores. De esta época destacan múltiples productos culturales (52), (53) cuyo objetivo es denunciar/parodiar la nueva figura de mujer independiente que se siente sola y vacía, al haber perdido la guía que siguieron las mujeres de las generaciones anteriores, es decir, la reproducción y el cuidado de la familia. La mujer de negocios exitosa vuelve a una casa vacía y ninguna de las prebendas de la independencia conquistada le satisface. De este proceso McRobbie (53) recalca que lo más relevante de dicho movimiento postfeminista es cómo se complejiza la respuesta del statu quo ante un movimiento social reivindicativo que consigue sus objetivos. Algo parecido ha postulado Lorente (54) en las décadas siguientes con las respuestas (esta vez denominadas postmachistas, pero esencialmente análogas en lo ideológico al postfeminismo) en nuestro medio a la legislación contra la violencia de género.
Una vez más la comparación directa induce a error. Considerar la postpsiquiatría como una respuesta reaccionaria a los avances ideológicos llevados a cabo por la antipsiquiatría o incluso la salud mental comunitaria con el fin de diluir su potencial transformador y reinstaurar principios conservadores en el entendimiento y afrontamiento del sufrimiento sería simplificar en exceso y tergiversar la intencionalidad del movimiento postpsiquiátrico. Ahora bien, la mirada de Faludi y McRobbie tiene cierta utilidad para entender al paradigma psiquiátrico actual. La reacción ante los revulsivos sociales es, en la línea del poder blando más compleja y taimada que en la época en que Bleuler o Minkowsky desarrollaron sus trabajos y los términos clínicos que aún usamos. En un contexto social postdesinstitucionalización, en el que las leyes europeas y nacionales permiten la publicidad directa al consumidor de suplementos de triptófano para regular el ánimo (55) (56), donde los cuidados recaen sobre sujetos cuyas identidades sociales acumulan situaciones de opresión (mujeres inmigrantes, por ejemplo) (37), en el que los libros de autoayuda inundan las librerías generalistas, saturados de narrativas individualistas de curación y mantenimiento de la capacidad de producción; en ese contexto social y no en otro es donde surge la postpsiquiatría. Parece importante contemplar la posibilidad de que dicha deriva de medicalización y psicologización del malestar, o el retorno institucionalizador frente al sufrimiento psíquico desestructurante, no obedezcan sólo una respuesta compleja a las propugnas antipsiquiátricas sino a todos los movimientos sociales del s.XX. La búsqueda de las causas de las causas de la epidemiología social (57) cobra especial importancia. En los discursos individualistas de respuesta al sufrimiento psíquico se observan reflexiones no tan distintas a las denunciadas por Faludi en Backlash, en una suerte de cuidado con los valores a los que estamos dando prioridad, antes éramos mucho más felices.
¿Es la postpsiquiatría un movimiento reaccionario, un backlash, frente a los avances discursivos sociopolíticos de periodos previos? No, pero es importante poder ver cuánto de esos movimientos reaccionarios, que indudablemente existen, atraviesan y condicionan la postpsiquiatría. Por otra parte, ¿es la postpsiquiatría una deconstrucción del proyecto ilustrado de Pinel, que contempla la posibilidad de múltiples epistemologías y saberes de validez no estratificable? ¿Contempla como eje la necesidad de situar el saber? A buen seguro lo intenta dándole un lugar prioritario a la narrativa del sujeto respecto a su sufrimiento pero difícilmente propone esa deconstrucción de la otra mitad de la atención, la profesional, si no cuestiona el lugar de saber, de creación de espacio epistémico y de punto de encuentro.
CONCLUSIONES
Podemos afirmar que las epistemologías feministas y poscoloniales de la psiquiatría tienden a una postpsiquiatría, pero también parece que enunciamos como postpsiquiatría (58) planteamientos más cercanos a la intención inicial de Sackett (59) al enunciar la medicina basada en la evidencia: una conjugación de los datos disponibles (en el único marco al que hemos dado validez hasta la fecha, la atención clínica y su saber derivado) con la experiencia individual (de escucha al sujeto que sufre, en este caso). Y es que una deconstrucción completa del lugar de saber, un afianzamiento del abordaje post- en postpsiquiatría pasaría necesariamente por un cuestionamiento de la -psiquiatríaen sí, en tanto que ésta tiene una serie de acotaciones, incluso extendida al concepto “saber desarrollado por quienes atienden y estudian de forma profesional a las personas con sufrimiento psíquico”. En un aparte quedarían ciertas formas de antipsiquiatría (las no profesionalizadas, por ejemplo) y el posicionamiento “dejad de estudiarnos y empezad a citarnos”(60) de los supervivientes.
Esta limitación intrínseca de la psiquiatría no necesariamente implica que su existencia sea fútil pero sí implica una limitación interna de sus paradigmas de conocimiento, sean estos biomédicos, humanistas o de cualquier otra corriente teórica. Valga entonces, volviendo a De Sousa Santos (44) pensar que la psiquiatría, incluso en su faceta más cercana a los estudios humanistas (51) es un paradigma válido pero inevitablemente limitado y que precisa de coexistir con otros saberes y miradas externos a ella para poder tener sentido.
En otras palabras, una psiquiatría aculturada quizá sea posible pero quizá entonces deje de ser posible considerarla psiquiatría. Dependerá, como ha sucedido desde su inicio, del contexto social, de las relaciones de poder entre las distintas identidades y clases sociales, del lugar que otorguemos a fenómenos aparentemente perennes como el trabajo y la labor o la coerción y los cuidados y de cómo definamos la atención al que sufre y al final, la relación con el otro.
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