Hoy traemos una nueva versión de un trabajo que ya publicamos en alguna ocasión en el blog. Se trata de un artículo incluido recientemente en la Revista Norte de Salud Mental, que es la revisión y resumen de la conferencia de clausura que fuimos invitados a dar en las Jornadas de la Asociación Castellano-Leonesa de Salud Mental en 2014. Creemos que esta nueva versión aporta algunas cosas nuevas y que, por desgracia, su reflexión sigue plenamente vigente. Pueden consultar el trabajo en la web de la revista aquí.
A continuación, el artículo íntegro:
Título: La raya en la arena: la Psiquiatría entre la ética y la industria farmacéutica
Autores: Jose García-Valdecasas Campelo *, Amaia Vispe Astola **
* Psiquiatra. Hospital Universitario de Canarias. Servicio Canario de Salud.
** Enfermera especialista en Salud Mental. Hospital Universitario Nuestra Señora de La Candelaria. Servicio Canario de Salud.
Título: La raya en la arena: la Psiquiatría entre la ética y la industria farmacéutica
Title: The line in the sand: Psychiatry between ethics and pharmaceutical industry
Resumen: En el presente trabajo desarrollamos el tema de la influencia de la industria farmacéutica en la psiquiatría, a través de aspectos como las clasificaciones actuales de trastornos mentales, la investigación farmacológica en lo referente a eficacia y seguridad, el desarrollo de nuevos fármacos y el marketing, dirigido a los profesionales sanitarios y a los mismos afectados o sus familiares, así como al conjunto de la sociedad. En base a ello, señalamos los aspectos éticos, económicos y legales implicados en esta relación, así como elaboramos unas propuestas de solución al problema, considerando las posibles repercusiones del mismo, tanto en nuestro trabajo como profesionales como hacia la propia sociedad.
Abstract: In this paper we develop the issue of the influence of the pharmaceutical industry in psychiatry, through aspects such as the current classification of mental disorders, pharmacological research regarding efficacy and safety, developing and marketing new drugs, aimed to healthcare professionals, patients or their families and the wider society. Based on this, we note the ethical, economic and legal aspects involved in this relationship. We elaborate proposals for solution to the main subject, considering the possible repercussions thereof, both in our work as professionals and to society itself.
Palabras clave: industria farmacéutica, ética, investigación psiquiátrica, clasificaciones psiquiátricas, gasto farmacéutico, marketing farmacéutico.
Key words: pharmaceutical industry, ethics, psychiatry research, psychiatry classifications, pharmaceutical expenditure, pharmaceutical marketing.
Introducción
La ética es un concepto problemático y esquivo, abierto a diversas interpretaciones y que suscita aún más diversos posicionamientos. El nuestro es que la ética es ante todo una responsabilidad hacia los demás. Partimos de la consideración aristotélica de que el hombre es un “animal político”, lo que hace referencia al carácter socialdel ser humano. Nacemos, vivimos y morimos en una sociedad, que nos proporciona en mayor o menor grado identidades y neurosis, dolores y alegrías. Y somos responsables, si queremos ser éticos desde este punto de vista, de colaborar a mejorar dicha sociedad y el bienestar de sus miembros, a través de nuestro comportamiento, ya en lo personal, ya en lo profesional, especialmente para quienes trabajamos atendiendo y tratando, en el sentido más amplio de estas palabras, a otras personas.
Ciertos desarrollos éticos, en la línea de Horkheimer, hablan de que la utopía, aunque anhelada, es realmente imposible. El sentido de la vida está perdido. Pero, a pesar de ello, hay que comportarse como si existiese tal sentido. Y no sólo por un imperativo categórico kantiano de reminiscencias cristianas de tratar al otro como a ti mismo, sino porque se lo debemos a todos los hombres y mujeres que lucharon antes que nosotros contra las peores circunstancias y perdieron. Se lo debemos a todas las víctimas que intentaron hacer del mundo un lugar mejor y en muchas ocasiones no lo consiguieron. Pensar “yo no voy a poder cambiar nada” es de cobardes. Uno debe hacer lo que debe hacer, como si efectivamente pudiera cambiar algo y a pesar de que efectivamente tal vez nada cambie. Hay que luchar sin miedo y, si es preciso, sin esperanza. Como dijimos alguna vez, poder morir mirando a tus hijos y diciéndoles: “chicos, el mundo es una mierda, pero nosotros hicimos lo que pudimos”.
Entrando en materia, diremos que la relación entre la industria y los profesionales marca, no un conflicto de intereses, sino el conflicto de interés. Y lo decimos así porque no es que no haya otros, sino que la importancia de éste eclipsa cualquier otro. Algunos colegas empiezan revelando sus conflictos de interés diciendo por ejemplo quecobran del Laboratorio X y que trabajan para el Servicio Público de Salud Z. Y esto nos parece una hipocresía intolerable, por cuanto pretenden vender ambas posiciones como equidistantes de tal forma que los “conflictos” se anularían entre sí. Tal y como nosotros lo vemos, el asunto es simple: el fin buscado por el profesional sanitario (o el sistema de salud público para el que trabaje, o las asociaciones profesionales en las que participe) es aliviar el malestar del paciente. El fin de la industria es obtener beneficios. Y aliviar a los pacientes sólo es un medio (uno de varios posibles) de obtener dichos beneficios. No hay conflicto de interés entre un profesional y su gestor, o su orientación teórica, o sus compañeros. Puede haber diferencias de opinión o choques incluso graves acerca de cuáles son los medios indicados para lograr el fin perseguido, pero el fin último es el mismo. Sin embargo el conflicto de interés con la industria farmacéutica es evidente: el fin es distinto y, de hecho, nuestro fin no es más que un medio posible pero ni siquiera obligatorio, tal y como funcionan las cosas hoy en día, para ellos.
Aspectos de la relación entre la industria farmacéutica y la Psiquiatría
Hay mucho escrito recientemente acerca de ello, y cada vez se acumula más información al respecto (1, 2, 3). Con fines didácticos, acotaremos una serie de apartados, como son la influencia de la industria farmacéutica en nuestras clasificaciones, la influencia de la industria en la investigación, aspectos sobre el desarrollo de nuevos fármacos y sin duda el tema estrella del marketing sobre el profesional. Estos cuatro apartados implican y confluyen en el hecho de que la mayor parte de la formación que reciben los profesionales está influida por la industria farmacéutica, que crea así el saber oficial de la disciplina. Por otra parte, la influencia de la industria actúa también sobre la sociedad en general, desde estos cuatro apartados o cualquier otra división que hagamos (4, 5), y contribuye a establecer un saber popular sobre la salud mental que tiende a conceptualizar cualquier malestar vital como trastorno mental y cualquier trastorno mental como disfunción biológica subsidiaria de tratamientos farmacológicos sumamente eficaces y seguros. Creencia popular que muchos profesionales comparten y que carece de pruebas en todos sus niveles.
La industria influye de forma clara en la clasificación de las enfermedades mentales y en la medicalización de condiciones que no merecerían en ningún caso el apelativo de “enfermedades”. Está documentado (6) cómo los paneles de expertos del DSM se reunían y en forma más de comedia de situación que de cónclave científico, decidían qué trastornos entraban y de qué manera lo hacían en una clasificación que luego los profesionales hemos seguido como si fuera la Biblia (y que, a pesar de definirse como texto científico, carece de cualquier tipo de referencia bibliográfica a sus fuentes). Se ha sabido (7) que más de la mitad de los expertos del DSM-5 tienen conflictos de interés, algunos por elevadísimas cantidades de dinero, con los laboratorios que producen los fármacos indicados para cada categoría. O cómo se produjo (8) la invención del trastorno por estrés postraumático, el TDAH o la fobia social... O se elevó a rango de epidemia trastornos poco frecuentes como la depresión o el trastorno bipolar... La influencia de la industria, que se juega gran parte de sus beneficios en esto, es innegable en relación con los citados conflictos de interés que presentan los psiquiatras que diseñan estas entidades diagnósticas y en relación con el psiquiatra de a pie que, a través de la influencia de la industria en sus diversas formas, tiene cada vez más presente el nuevo trastorno. O, y esto es cada vez más grave, influyendo a través de asociaciones de pacientes o familiares o con intervenciones directas en la población, consiguiendo que nuestros pacientes vengan ya sugestionados buscando el fármaco adecuado.
Pasando al siguiente apartado, la industria farmacéutica lleva a cabo la mayor parte de la investigación tanto previa como posterior a la comercialización de los psicofármacos, dentro de un escenario de lamentable dejadez de funciones de las administraciones públicas. Ello trae consigo una serie de circunstancias que han sido denunciadas profusamente (1, 2) sin que hasta el momento se haya logrado ningún avance real, más allá de titubeantes declaraciones de intenciones de la Unión Europea sobre la transparencia de los ensayos clínicos. Entre estas circunstancias tenemos la ocultación de estudios (9) cuyos resultados no son favorables al fármaco del laboratorio que financia dicho estudio, o bien la manipulación de los resultados, muy lejos de lo que sería una práctica científica honesta, con muestras demasiado pequeñas, análisis por subgrupos ad infinitum, seguimientos demasiado cortos para detectar efectos secundarios a largo plazo, empleo de variables subrogadas sin relevancia clínica demostrada, comparación con dosis no equivalentes para exagerar efectos secundarios del comparador (algo realizado en las comparaciones iniciales entre antipsicóticos atípicos y típicos (10), con la consiguiente generación de la imagen de mejor tolerancia y de mayor eficacia), el fenómeno muy frecuente del ghostwriting (11), por el cual una compañía contratada por el laboratorio diseña, ejecuta y escribe el estudio, para que luego supuestos grandes expertos pongan su nombre en él, etc., etc.
La determinante influencia de la industria en lo que se publica y con qué nivel de calidad científica se hace, lleva directamente a que los médicos no tengan acceso a toda la información disponible sobre los fármacos que prescriben. Estudios negativos no se publican (la relevancia de esta práctica sobre la eficacia de los antidepresivos (12, 13, 14) es algo que sólo estamos empezando a atisbar) y aquellos estudios que sí se publican muchas veces no nos aportan la información suficiente ni cuentan con una metodología apropiada. Ni se investiga bastante ni llega a nosotros lo que realmente se investiga. Es asombroso cómo apenas hay estudios amplios de efectos secundarios a largo plazo (diez, veinte o más años), o acerca de qué fenómenos de neuroadaptación se producen, con tratamientos antipsicóticos o eutimizantes, cuando son fármacos prescritos con muchísima frecuencia de forma indefinida. Y cuando algún estudio encuentra datos de, por ejemplo, atrofia cerebral asociada a tratamiento a largo plazo con antipsicóticos (15, 16), apenas influye en nuestra práctica clínica... O cómo tenemos cada vez más y más niños medicados con estimulantes anfetamínicos o de otro tipo, así como con antipsicóticos, sin disponer de estudios que nos digan qué efecto tienen estas sustancias sobre un cerebro en formación en cinco o diez años en el futuro. Evidentemente, y nos detendremos luego en ello, la culpa para nada es sólo de la industria, la cual investiga lo que le apetece, sino también de las administraciones públicas que se desentienden de sus obligaciones de control en una negligencia cuyas implicaciones sanitarias son incalculables.
El hecho de que la investigación recaiga en manos de la industria lleva también a que sea la industria la que marca cuáles son los temas de investigación y cuáles no... Ahí vemos, por ejemplo, cómo se conceptualiza la patología como necesariamente crónica, desapareciendo los cuadros agudos (que, por definición no requieren medicación de por vida, con la consiguiente pérdida de beneficios). La psicosis aguda ha desaparecido para ser sustituida por el primer episodio psicótico (lo que augura inevitablemente una serie y se convierte en la práctica y la teoría en un diagnóstico de esquizofrenia a perpetuidad); el episodio depresivo aislado es una rareza, en un mar de trastornos depresivos recurrentes, cada vez más incapacitantes; el niño travieso o despistado tiene indudablemente un déficit de atención con hiperactividad (17); la persona normal ya no existe, poseída por mil combinaciones comórbidas de trastornos de personalidad para los que se ensayan los más creativos cócteles de psicofármacos. La investigación sobre psicoterapias queda siempre en un plano secundario, y no digamos dónde queda ya la que podría realizarse sobre los aspectos sociales del proceso de enfermar o de recuperarse...
Cambiando de tercio, la industria farmacéutica en la actualidad es el principal desarrollador de nuevos fármacos, también en psiquiatría. Sus defensores, normalmente a mayor o menor sueldo de la misma, insisten en el factor de innovación que la industria trae consigo. Sin embargo, al menos en psiquiatría, son muchas las voces que señalan (1, 2, 3) que apenas ha habido avances farmacológicos dignos de ese nombre en las últimas décadas. Desmontada a nivel científico (aunque disfrutando aún de excelente salud comercial), la burbuja de los nuevos antipsicóticos, tras los datos de múltiples revisiones independientes (18, 19, 20, 21) de no mayor eficacia que los antiguos y no mejor tolerancia, y con datos preocupantes (22, 23), aunque habitualmente ignorados, de cómo correlaciona el mayor uso de antidepresivos con aumento en las cifras globales de depresión y de forma llamativa en las de depresión resistente al tratamiento, pues no nos parece que la innovación haya sido tal en nuestro campo.
Hoy en día, lo usual es que lo que llaman un “avance farmacológico” sea un cambio cosmético en una molécula previamente comercializada (y normalmente cercana a la fecha de pérdida de su patente), consiguiéndose un nuevo fármaco que no suele demostrar ni mayor eficacia, ni mejor tolerancia, ni menor coste. Aunque suele funcionar de fábula como producto comercial a lomos de campañas de marketing de indudable éxito. Los ejemplos del escitalopram, la desvenlafaxina o la paliperidona, hablan por sí solos.
Las administraciones sanitarias, ya sea la FDA americana, la EMA europea o la AEMPS española (muy poco independientes, desde el momento que son financiadas en gran parte por la propia industria farmacéutica y con una frecuente puerta giratoria por la que empleados de estos organismos públicos acaban trabajando para los laboratorios que se supone vigilaban) son, de nuevo, las culpables última de esta situación. Para aprobar un nuevo fármaco se requieren dos ensayos clínicos donde demuestre su eficacia frente a placebo. Como ha denunciado vehementemente el Dr. David Healy (24), este sistema, bienintencionado en inicio, es totalmente inadecuado y a la postre, dañino. Un laboratorio puede realizar diez estudios comparativos frente a placebo en los que obtenga ocho resultados negativos para el fármaco y dos positivos, y le basta con presentar esos dos y tiene el fármaco aprobado. Con el agravante en psiquiatría de que las escalas de eficacia pueden arrojar diferencias que sean estadísticamente significativas pero clínicamente irrelevantes. Es decir, no se compara el nuevo fármaco con alguno ya existente y en cuyo funcionamiento se pueda confiar. No se presta atención a estudios a largo plazo de efectos secundarios ni a efectos secundarios poco frecuentes.
Otro aspecto clave de la influencia de la industria farmacéutica en la psiquiatría es el más obvio pero no por ello el menos preocupante: el marketing. En nuestro medio no hay publicidad directa al consumidor, aunque ya consiguen las compañías farmacéuticas crear campañas indirectas a través de mensajes de concienciación por los que los médicos o ciertas asociaciones aconsejan a la opinión pública que esté alerta no vaya a ser que su timidez sea una fobia social, que su hijo rebelde sea un oposicionista-desafiante, o que el hecho de que esté en paro y con tres hijos no es lo que le pone triste o nervioso, sino que padece usted un trastorno ansioso-depresivo necesitado de un tratamiento cuyo precio le solucionaría sin embargo gran parte de sus problemas.
El marketing de la industria se hace muchas veces a través de asociaciones profesionales o bien de pacientes o familiares que, sin duda con la mejor intención, caen en el engaño de promocionar supuestas enfermedades necesitadas de tratamiento o de promocionar determinados fármacos para determinados trastornos.
Pero evidentemente, el principal marketing, al menos hasta ahora, se lleva a cabo sobre los profesionales, sobre todo pero no exclusivamente sobre los médicos prescriptores. Amables visitadores comerciales llenan nuestros centros de trabajo, con sonrisas sin fin, riéndose siempre de nuestros chistes por malos que sean, escuchando y transmitiendo cotilleos de acá para allá y con sus maletines llenos de bolígrafos, libretas, pendrives, libros caros o carísimos y algún que otro congresito en centroeuropa o norteamérica, con viaje, hotel e inscripción pagados. Porque antes te pagaban cosas aún más pintorescas, pero ahora nos dicen que con el código deontológico ya no se hacen estas cosas porque vimos que eso era muy malo y ya somos muy buenos. Pero a nada que rasca uno, oye todavía historias asombrosas, a pesar de la vigencia del famoso código ético de Farmaindustria, aparte de las conocidas charlas por cientos de euros por leer las diapositivas que el mismo laboratorio te ha entregado, los más que apreciados congresos que muchas veces no son otra cosa que vacaciones pagadas, o las frecuentes comidas y cenas en restaurantes que uno no podría costearse si no fuera en una ocasión muy especial (y ahora, con la crisis, ni eso). Si ya se llega a ser líder de opinión (un KOL, key opinion leader, que dicen los anglosajones), se pueden acumular cursos, ponencias y artículos al servicio de normalmente varios laboratorios, con unos beneficios económicos que van mucho más allá del alcance de cualquier profesional sanitario normal de este país.
Aparte de que la recepción de cualquier obsequio está prohibida por ley (como veremos luego) y que, desde luego, no es un “regalo”. Porque no es gratis, sino que lleva aparejada una deuda que obliga, de entrada, a seguir recibiendo la visita de ese comercial y a querer, más o menos inconscientemente, devolverle el favor. Así funciona el ser humano, al menos en nuestra cultura. Y si el profesional cree que no le va a influir el obsequio, debería pararse a pensar que el visitador está convencido de que sí. Y muchas veces hemos dicho que se puede acusar a la industria farmacéutica de muchas cosas, pero no de ser poco inteligentes a la hora de vender sus productos y obtener sus enormes beneficios.
Otro aspecto igualmente negativo de la interacción visitador-profesional es la exposición a la propaganda comercial presentada como si fuera información científica. Independientemente del escaso valor metodológico de muchas de las publicaciones que distribuyen o de los sesgos más o menos aparentes de los estudios, el más evidente y preocupante es el sesgo de selección: por decirlo claro, si hay veinte estudios que dicen que su fármaco no vale para nada y dos que dicen que es bueno, el representante sólo nos enseñará esos dos. Con lo que nos gusta a los profesionales, y sobre todo a los médicos, presumir de lo mucho que hemos estudiado para poder llegar donde estamos, ¿cómo permitimos que un comercial cuyos conocimientos se basan en cómo vender más de su producto, nos dé lecciones de eficacias o seguridades de los fármacos que prescribimos a nuestros pacientes? ¿En el siglo XXI, donde cada vez hay más revistas de acceso libre en internet y los abstract de todas están a tiro de Google, de verdad es lógico a permitir que un anunciante nos censure qué información nos llega y cuál no?
Por supuesto, se puede argumentar que esto debe cambiar pero hacerlo de tal manera que en realidad, nada cambie: códigos nuevos de Farmaindustria que a lo mejor hacen más difícil el soborno al prescriptor para desviar mayor cantidad del presupuesto de marketing a las asociaciones de pacientes o familiares, como forma más eficaz de llegar a la opinión pública y que sea el propio paciente el que vaya al médico reclamando ya el fármaco X; o bien insistir en la revelación de los conflictos de interés, como si eso realmente valiera para algo. Nos detendremos aquí un poco: es cierto que parece loable la transparencia en revelar el conflicto de interés existente en el autor de un artículo o de una ponencia. El problema es que esto es confesar el pecado sin el menor arrepentimiento ni propósito de enmienda. Revelar un conflicto de intereses no lo desactiva en absoluto ni evita el sesgo que lleva implícito. Las ponencias o artículos de muchos líderes de opinión no son ciencia sino propaganda, y eso no hay revelación de conflicto de intereses que lo arregle. En nuestra opinión, la transparencia en este asunto no vale para nada. Los conflictos de interés no deben revelarse sino eliminarse. No es ético tener otro interés más allá de buscar lo mejor para el paciente (por supuesto, respetando su autonomía y todo ello por un salario digno, huyamos siempre de los salvadores vocacionales). Nada de esto se va a arreglar con cambios cosméticos ni con promesas de portarse bien.
Por tanto, en nuestra opinión y como hemos señalado repetidamente, no se puede aceptar de un laboratorio ni siquiera un triste bolígrafo y daremos nuestras razones para ello.
Razones para no aceptar un bolígrafo
En primer lugar, sin duda, está el aspecto ético. Creemos que el conflicto de interés inherente a la relación entre profesional e industria es insoslayable. No se puede a la vez tener como objetivo la salud física o psíquica de los pacientes y los beneficios actuales o futuros de los accionistas. No queremos decir que la industria farmacéutica sea en sí mala desde el punto de vista ético, sino que es la relación la que esencialmente no puede ser ética, desde nuestro punto de vista. La industria, en sí, no es ni buena ni mala, es un negocio. Es decir, aunque la industria fuera 100% honrada, la relación estaría sujeta a un conflicto de intereses sin solución, desde el momento en que el prescriptor debe basar su decisión en la evidencia disponible, su experiencia clínica y las preferencias del paciente, y la aparición de la industria lo que busca es influir en dicha decisión de prescripción, introduciendo un cuarto factor que distorsiona los otros tres y no debería existir, pues ya responde al marketing y no a la clínica.
De todos modos, como debería ser evidente para todos, la industria farmacéutica real no se caracteriza en absoluto por un comportamiento ético, ni de lejos. Cada vez sabemos más de multas impuestas a diferentes laboratorios o acuerdos millonarios extrajudiciales por prácticas de marketing ilegal para prescripción fuera de ficha técnica (como Pfizer con el Neurontin), por ocultamiento de datos sobre efectos secundarios, con las consiguientes consecuencias en morbimortalidad (el Avandia de GSK (25), el Vioxxde Merck (26)), por sobornos a médicos (proceso contra Glaxo en China), etc. El problema es que cuando las multas son muy inferiores a los beneficios ya obtenidos con el fármaco, pues dentro de la lógica de una economía de mercado como la que tenemos (y sufrimos), no parece muy previsible que dichas conductas vayan a cesar. Conductas deliberadas y repetidas, no accidentales, como es necesario recalcar. Por desgracia, y como han señalado distintos autores (1, 2), nos engañaríamos si pensáramos que estas prácticas (sobornos, promoción off-label, ocultación de efectos secundarios graves, etc.) son obra de individuos corruptos. Se trata más bien de una forma sistémica y estructural de funcionar de empresas privadas que sólo buscan (como no podría ser de otro modo) su lucro personal. Por ello, sería imprescindible la existencia de organismos públicos que controlaran y regularan estrechamente a estas empresas privadas, cosa que ahora no sucede. O, ya puestos a soñar, que tuviéramos una industria farmacéutica de carácter público, transnacional, que fijara sus objetivos no en el beneficio económico sino en la atención sanitaria de, por ejemplo, muchas enfermedades endémicas en los países pobres a las que ahora las empresas farmacéuticas no prestan la menor atención porque no hay dinero que sacar allí.
Naturalmente, cuando desarrollamos estas críticas, uno de los argumentos que se nos presenta es que la industria farmacéutica ha desarrollado productos que han salvado muchas vidas y que deberíamos estar eternamente agradecidos por ello y que qué haríamos sin ella... Estamos totalmente de acuerdo y es cierto que, ya que no hay aún industria farmacéutica pública, las privadas son imprescindibles por el momento. Pero eso no les da derecho a desenvolverse con absoluto desprecio por las normas éticas básicas. Poniendo un ejemplo fácil, las empresas eléctricas llevan la energía hasta nuestras casas y, desde luego, sería terrible no tener empresas eléctricas y carecer de electricidad. Pero eso no da derecho a dichas empresas a no tener la red en condiciones y que con cualquier tormenta, se nos vaya la luz tres días. Y, por otro lado, como ya pagamos nuestra factura de la luz religiosamente porque si no, nos la quitan, no debemos mayor agradecimiento a dichas empresas. Los laboratorios cobran bien los productos que venden y, tras pagar con el dinero propio del paciente y con el público de todos, no ha lugar a ningún agradecimiento suplementario.
Se dice mucho también que ya que la administración no nos paga la formación, tenemos que aceptar que nos la pague la industria, pero aquí siempre hay dos cosas que no entendemos: una es por qué a los médicos alguien tiene que pagarles la formación, mientras que nadie se la paga a los abogados, los maestros, los psicólogos o los enfermeros; y otra es cómo puede ser que entrado ya el siglo XXI, cuando casi hasta los empastes traen conexión a internet, es necesario viajar a Nueva York para compartir información u opiniones con colegas... Otra racionalización habitual es la leyenda urbana de que hay un acuerdo formal entre la administración y las empresas farmacéuticas por el cual se permiten precios más elevados de los fármacos, a cambio de que dichas empresas se hagan cargo de la formación de los médicos, es decir, que según esto, tendríamos derecho a pedir a los laboratorios financiación para nuestra formación porque así lo habría organizado la administración. Por suerte o por desgracia, tal acuerdo no existe en ley ni reglamente alguno.
En fin, que desde nuestro punto de vista, las razones éticas son más que suficientes para decir “no, gracias” a cualquier ofrecimiento de la industria.
Pero hay otro grupo de razones, que cuenta con esa certeza simple y aburrida que dan las matemáticas y de la que la psiquiatría carece: las económicas, es decir, la cuestión del gasto. Los laboratorios no dan nada gratis. No hay regalos. Cada céntimo de cada bolígrafo o cada mil euros de cada viaje a la APA, se cobran del precio del fármaco que se está vendiendo. Una de las razones del desorbitado precio de los fármacos es este inmenso gasto en marketing que debe ser compensado.
Se dice también que los laboratorios realizan inmensas inversiones que deben recuperar y que de ahí los precios que piden por sus productos. Sin embargo, se dice menos que los laboratorios realizan sus investigaciones con pacientes que voluntaria y desinteresadamente participan en los ensayos clínicos pensando en beneficios en términos de salud para ellos o para pacientes futuros, y no en términos de plusvalía para accionistas. Así mismo, también reciben las empresas farmacéuticas ayudas públicas directas, o desgravaciones fiscales, o se les facilita el uso de instalaciones sanitarias públicas donde llevar a cabo sus estudios, o pueden disponer del tiempo de los investigadores clínicos... Es decir, que estas empresas no elaboran sus fármacos desde la nada, sino con toda una serie de apoyos de la sociedad (y partiendo de una ingente cantidad de investigación básica previa que pertenece a todos) sin los cuales los nuevos fármacos no verían nunca la luz, por lo que parece razonable concluir que existe una obligación de los laboratorios de cara a dicha sociedad, es decir, a todos nosotros.
El problema del gasto farmacéutico además en un contexto de crisis como el que vivimos es el coste de oportunidad. Muchos compañeros, sin duda con las mejores intenciones, piensan: “mandaré siempre lo mejor para mi paciente sin fijarme en el precio”. Pero debemos ser conscientes de que cada euro que gastamos en el paciente A ya no lo vamos a tener para el paciente B, por lo que hay que intentar desarrollar el argumento un poco más allá de las “mejores intenciones”. Independientemente de que, aunque cueste saberlo de entrada con la manipulación de la información científica disponible de la que ya hemos hablado, muchas veces más caro no significa mejor sino realmente sólo menos conocido y por lo tanto más arriesgado.
Hoy en día los fármacos estrella en cuanto a promoción y capacidad de llevar a profesionales sanitarios de cenas y comidas por la geografía nacional y parte del extranjero son el Risperdal Consta (R) y el Xeplion (R). Dosis de Risperdal Consta de 50 mg cada 14 días (compararemos dosis máximas en ficha técnica) cuestan 402 euros mensuales. Dosis de Xeplion a 150 mg cada mes cuestan 519 euros mensuales. Dosis de Modecate (R) a 125 mg al mes cuestan 7 euros mensuales. ¿A que sería gracioso saber que no existe ni un solo estudio serio que haya demostrado ventaja de los primeros sobre el último? ¿A que sería gracioso saber que los pocos estudios comparativos (27, 28) encuentran igual eficacia y diferentes perfiles de tolerancia sin ventaja clara para ninguno (acatisia con típicos, aumento de peso y prolactina con atípicos)?
No deja de ser irónico cómo tenemos a nuestros pacientes psicóticos con míseras pensiones de 300 euros, citas con el psiquiatra cada cuatro meses por la saturación completa de las unidades de salud mental comunitarias y con limitadísimos recursos sociosanitarios, pero llevando tratamientos que cuestan muchas veces bastante más de 1.000 euros al mes. Y para que además, si metemos un doble ciego, no haya manera de demostrar que la eficacia y tolerancia de dichos fármacos sea mejor que la de otros que costaban 10 euros.
De todas maneras, este debate acabará quedando obsoleto cuando sigan desapareciendo los neurolépticos antiguos porque ya no interesa su comercialización. La última víctima ha sido la perfenazina, que igualó y en algún punto superó los resultados de risperidona, quetiapina, olanzapina y ziprasidona en el estudio CATIE (20), pero con el pecado capital de provocar costes, en vez de 100 ó 200 euros, de sólo 6 euros en tratamiento mensual. Claro que podría haber un laboratorio público que la fabricara ya que carece de patente, pero parece que al Ministerio de Sanidad o a las Consejerías de Sanidad de las comunidades autónomas no se les ha ocurrido. También podría pensarse que si la industria se gasta lo que se gasta en marketing en cualquier psiquiatra del montón, imaginen lo que se destina a esos mismos fines en los jardines de Palacio.
Una última anotación: el dinero con el que se paga la mayor parte del coste de los psicofármacos es público. Pero público no significa que no sea de nadie. Significa que es de todos. Que sale de la misma caja que nuestro sueldo, nuestras futuras pensiones o el dinero para las becas y los comedores escolares.
El tercer argumento para no aceptar nada de la industria es, por definición, incuestionable: el legal. La Ley del Medicamento (29) establece claramente que el prescriptor no puede aceptar ningún obsequio de agentes interesados en la venta de determinados productos. Lo cual, dicho sea de paso, se contradice con el famoso código deontológico de Farmaindustria, que permite obsequios de pequeño valor. Señalaremos que nos parece escandaloso que un código de uso interno de un grupo de empresas privadas se atreva a contradecir una ley, y que, por más que lo hemos buscado en el Diccionario de la Real Academia, “ningún obsequio” parece que significa efectivamente “ningún obsequio”, sin más matices. Resumiendo: aceptar un bolígrafo, una cena, o un hotel de lujo en alguna capital europea para entrar a una charlita de 45 minutos entre excursión y excursión es directamente ilegal, y las sanciones recogidas en dicha ley se sitúan entre 30.000 y 90.000 euros. Afortunadamente y para que nadie se ponga nervioso, diremos que estas infracciones prescriben a los dos años.
Nuestros argumentos no pretenden ser una propuesta ética desesperanzada, sino que realmente pensamos que abandonar la relación entre profesionales e industria sería parte de la solución de un problema de extrema gravedad que tenemos planteado, aunque muchas veces no se quiera ser consciente del mismo. El elefante no desaparece del centro de la habitación simplemente al dejar de hablar de él.
¿Alguna solución a la vista?
Pues sí, y dicha solución pasaría en nuestra opinión por varios aspectos:
- Independencia total entre profesionales sanitarios e industria, sin ningún tipo de relación entre ambos (con la excepción lógica de aquellos profesionales que trabajasen directamente para los laboratorios en investigación y desarrollo). Consideramos más que acreditados (30, 31, 32, 33) los efectos perniciosos que la interacción con la industria implica en nuestra labor profesional.
- Papel regulador claro de las administraciones sanitarias en lo referente a decidir en base a criterios científicos e independientes qué fármacos se aprueban, hacer disponibles el total de ensayos clínicos, llevar a cabo estudios no sólo de eficacia sino de seguridad a largo plazo, etc.
- Favorecer la creación de una industria farmacéutica pública, transnacional, así como crear las condiciones para que la investigación científica sea independiente y de acceso libre, ya que de otra manera se ocultan o manipulan datos lo que conlleva que tratamos a nuestros pacientes sin toda la información que realmente existe.
Lo curioso es que esta solución favorecería, a la larga, a todo el mundo: la industria desarrollaría un modelo de crecimiento sostenible, sin abocar al déficit y al impago a los estados incapaces de seguir haciendo frente a la factura farmacéutica; las administraciones conseguirían una prescripción más racional, al disponerse de más información, y más barata, al no permitir la comercialización de productos más caros sin ventajas reales; y los profesionales podríamos llevar a cabo nuestra tarea prestando atención sólo a información científica veraz y completa, así como a nuestra experiencia clínica, no sesgada por la simpatía o los obsequios del visitador de turno, que dejarían de estorbar en nuestros lugares de trabajo, robando tiempo que debería ser dedicado a asistencia, docencia o investigación. Que los visitadores sean personas con familia y que tengan derecho a ganarse su salario no tiene nada que ver en esto. Si alguien quiere ayudarles, que lo haga con su dinero, no con el de todos.
Estamos convencidos de que la situación de la Psiquiatría y el dilema ético en que se encuentra entre la atención a los pacientes y los intereses comerciales de la industria es de tal gravedad que hay que posicionarse. Y uno se posiciona, quiera o no quiera, conscientemente o no. La raya en la arena está trazada aunque no queramos verla y los profesionales estamos llamados a decidir si queremos recuperar nuestra independencia o vamos a seguir haciendo de tontos útiles para que unos pocos ganen mucho, mucho dinero a costa del empobrecimiento e incluso el perjuicio en términos de salud de todos.
El tiempo se acaba además, porque el debate se está ya trasladando a toda la sociedad. En relación también con la situación de crisis global que vivimos, y no sólo económica, está cayendo el mito de los expertos. Cada vez menos gente cree que un ministro de economía o un banquero importante sepan mucho de economía, más allá de lo necesario para enriquecerse ellos mismos. Cada vez más gente mira con suspicacia a esos señores trajeados y esas señoras tan bien vestidas que entran en las consultas de sus médicos antes que ellos y son atendidos con más tranquilidad y más sonrisas. Pronto, como algunos hemos incluso pedido públicamente, serán nuestros pacientes los que nos pregunten si el laboratorio que fabrica el fármaco que le acabamos de prescribir nos ha pagado o regalado algo. Y sólo quedará mentir, con el consiguiente reconocimiento ante uno mismo de que lo que se hace no está bien, o decir la verdad, intentando explicar al paciente que las invitaciones a cenar o a viajar no tienen nada que ver con mandarle el tratamiento de 200 euros en vez del de 2.
El debate está en la opinión pública y cada vez lo estará más. Nuestra obligación ética, profesional y legal está clara y no deberíamos posponerla por más tiempo, porque el tiempo se nos acaba. Si no queremos hacerlo, nos tememos que ni la sociedad ni la Historia nos perdonarán.
Bibliografía:
1. Goldacre, Ben. Mala Farma. Paidós Ibérica, 2013.
2. Gøtzsche, Peter. Medicamentos que matan y crimen organizado. Los libros del lince, 2014.
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