En esta entrada nos proponemos hablar acerca de las alucinaciones, resumiendo nuevamente palabras de José María Álvarez, esta vez en la conferencia Las alucinaciones: fenómenos y estructura, pronunciada en las I Jornadas de Psicopatología del Hospital Psiquiátrico “Dr. Villacián”, y recogida posteriormente en el libro Estudios sobre la psicosis, de más que recomendable lectura.
Según señala Álvarez, el problema de las alucinaciones está rígidamente encorsetado por el hecho de ser definidas, casi de forma unánime, como “percepciones sin objeto”. Una vez aceptada sin más esta definición, poco más se puede añadir, salvo recoger los logros de la fenomenología mental al diferenciar los distintos tipos de alucinaciones (interiores o exteriores), clasificarlas en función de sus fuentes sensoriales, desentrañar su valor diagnóstico o pronóstico, señalar su forma de presentación en distintos cuadros y diferenciarlas de otros fenómenos próximos, como las ilusiones, sueños, delirios, interpretaciones, etc. Estas son las líneas generales del trabajo psicopatológico sobre las alucinaciones en los últimos ciento cincuenta años. Álvarez plantea tres preguntas para poner a prueba las descripciones y elucubraciones de los psicopatólogos:
- ¿qué diferencia la alucinación de la ilusión?
- ¿por qué determinado sujeto se ve sorprendido por una alucinación acusatoria y no por un pensamiento tormentoso?
- ¿por qué dicho sujeto alucina tal palabra y no otra?
La primera de las preguntas tiene fácil respuesta para la fenomenología mental y cualquier clínico podría discriminar entre una y otra. La segunda va más allá de la fenomenología descriptiva y requiere de una teoría, orgánica o psicológica, que diferencie distintas organizaciones mentales con sus mecanismos, síntomas propios, etc. Es lo que el psicoanálisis llama una clínica diferencial de las estructuras. La tercera pregunta interroga, no ya sobre la estructura psicótica, sino sobre la particularidad de un sujeto psicótico; aquí, parece ser el psicoanálisis el único que puede proponer respuestas.
Siguiendo a Álvarez en este recorrido por el estudio de la alucinación en busca de encontrar la respuesta a esas tres preguntas, nos encontramos primero con una cita clásica de Esquirol: “Un hombre que tiene la convicción íntima de una sensación actualmente percibida, aun cuando ningún objeto hiera sus sentidos, se encuentra en un estado de alucinación; es un visionario”. Se destaca en estas líneas la convicción del alucinado y la diferencia que establece entre alucinación e ilusión: en la primera no sólo falta el objeto que excitaría los sentidos sino que en ocasiones éstos ni siquiera funcionan, como ocurre en sordos y ciegos alucinados; en la ilusión, por el contrario, hay un objeto exterior que es erróneamente percibido. Lo que caracteriza, pues, a la alucinación, desde el punto de vista del clínico que la observa y nombra, es que no hay un objeto exterior que justifique la percepción que el alucinado no vacila en atestiguar. Como decía Leuret hablando del delirio: nuestra razón es la medida de la locura de los otros. Por otra parte, no deja de comentar Álvarez que el célebre aforismo “percepciones sin objeto” no está recogido literalmente en las páginas de Esquirol, pero J.-P.Falret se lo atribuyó a su maestro y así sigue repitiéndose hasta nuestros días.
En 1846 Baillarger sienta las bases de una diferenciación que todavía se mantiene: la oposición entre las alucinaciones psicosensoriales y las alucinaciones psíquicas. Escribe Baillarger: “Se pueden distinguir dos tipos de alucinaciones, las unas completas, compuestas de dos elementos y que son el resultado de la doble acción de la imaginación y de los órganos de los sentidos: se trata de las alucinaciones psico-sensoriales; las otras, debidas únicamente al ejercicio involuntario de la memoria y de la imaginación, son por completo extrañas a los órganos de los sentidos, falta en ellas el elemento sensorial, y son por eso mismo incompletas: se trata de las alucinaciones psíquicas”. Baillarger transcribe expresiones de enfermos muy esclarecedoras acerca de las alucinaciones psíquicas, donde se puede apreciar la relación consustancial que une estas alucinaciones con el lenguaje: “conversaciones de alma a alma con interlocutores invisibles”, “que escuchan el pensamiento, el lenguaje de la poesía”, “voces puramente interiores”, “conversación sin sonido”, “el lenguaje del pensamiento”, etc. Además de la convicción íntima e inquebrantable que muestran todos los alucinados respecto a sus alucinaciones, Baillarger enfatizó que las alucinaciones psíquicas conciernen exclusivamente al oído, mientras que las psicosensoriales interesan a todos los sentidos. Se pone de manifiesto que a mediados del siglo XIX se había establecido una vinculación entre las alucinaciones psíquicas y el lenguaje, el cual parecía imponerse de forma automática al margen de la voluntad, causando un singular desdoblamiento en los alucinados, que se reconocen como agentes de ciertos pensamientos pero no de otros.
A finales del siglo XIX, Séglas se percató de los gorjeos y los bisbiseos, de las palabras pronunciadas en tonos quedos y de los esbozos silábicos emitidos por ciertos alienados, que decían oír lo que ellos mismos pronunciaban sin saberlo. Séglas confirmaba así que las alucinaciones psíquicas de Baillarger no tenían su fuente en el exterior sino que estaban relacionadas de alguna manera con el lenguaje. Llamó a estas alucinaciones “psico-motrices verbales” y, como señala Álvarez, desde entonces no debería haber habido más dudas sobre el hecho tan simple de que el alucinado es al mismo tiempo el receptor y el emisor, salvo que no se reconoce como tal. Séglas describe las alucinaciones verbales y especialmente las psicomotrices verbales, sean sin movimiento articulatorio, con un esbozo de éste o con pronunciación completa. Lo característico de todas las alucinaciones verbales, tanto las auditivas, las visuales o las psicomotrices, es que el enfermo las percibe en forma de palabras, las cuales reproducen muy a menudo el propio pensamiento. Por lo tanto, siempre que Séglas apreciaba palabras en las alucinaciones, las clasificaba entre las alucinaciones verbales, ya fueran palabras oídas, vistas o efectivamente pronunciadas aun sin saberlo; el resto de las alucinaciones no estaban, según él, vinculadas con el lenguaje. Al final de su vida, Séglas dejó escrito en el prólogo al libro de Ey Hallucinations et délires: “En resumen, lo que constituye por ahora lo más característico de estos fenómenos no es el hecho de manifestarse como más o menos parecidos a una percepción exterior, sino ser fenómenos de automatismo verbal, un pensamiento verbal separado del yo, podría decirse que un hecho de alienación del lenguaje”.
Detengámonos, de nuevo, en la insigne figura de Clérambault. Según él, como recoge Álvarez, tanto las alucinaciones sensoriales como los delirios son secundarios a un proceso elemental autónomo, al que llamará de muchas maneras: Pequeño Automatismo Mental, Síndrome de Pasividad, Síndrome de Parasitismo o Síndrome S. Clérambault opone los fenómenos del automatismo mental a las alucinaciones auditivas, es decir, a las voces a la vez objetivadas, individualizadas y temáticas. También los opone a las alucinaciones psicomotrices, afirmando que ambos tipos de voces, las auditivas y las motrices, son tardías en relación a los fenómenos sutiles. Tras los fenómenos iniciales, elementales o primarios del Pequeño Automatismo Mental (fenómenos sutiles e ideo-verbales), se edifica en muchas ocasiones el Síndrome completo de Automatismo Mental o Triple Automatismo: trastornos del pensamiento y del lenguaje, voces, y automatismos motores y sensitivos. Hay que destacar también que Clérambault opina que el automatismo es causa y no efecto de la disociación del yo, afirmación que se opone frontalmente a la concepción ideogenética defendida por Séglas. “La idea que domina en la psicosis no es la generadora, aunque la psicología común parece indicarlo y la psiquiatría clásica lo confirma. El nudo de esas psicosis es el automatismo, la ideación es secundaria. En esta concepción, la fórmula clásica de las psicosis está invertida”. Aunque Clérambault defiende una teoría organo-genética mecanicista, no queda ya duda sobre que no puede concebirse un sujeto de la idea previo a un sujeto del lenguaje.
La siguiente parada en el recorrido histórico por el que nos conduce Álvarez está situada en 1973, en el Tratado de las alucinaciones de Henri Ey. Este autor realiza un añadido a la definición clásica de Esquirol: una alucinación es una percepción sin objeto a percibir. La alucinación, por tanto, consiste en percibir un objeto “que no debe ser percibido o, lo que equivale a lo mismo, que únicamente es percibido por una falsificación de la percepción”. La ambigüedad gramatical del “a percibir” indica tanto percibir un objeto aunque no pudiera percibirse, como percibirlo aunque no debiera ser percibido; en definitiva: “Alucinar es, pues, para el Sujeto tomarse él mismo por objeto de una percepción de la que bien podemos decir que es una percepción sin objeto a percibir, pues jamás el Sujeto en sí mismo y en ninguna de sus modalidades o de sus partes tiene el derecho de percibirse como un objeto exterior a sí mismo”.
Las aportaciones fenomenológicas que, siguiendo a Álvarez, hemos visto hasta aquí nos muestran un sujeto, aunque no se habla de él, activo, integrador y unificador de la percepción. Al tomar intencionadamente el sesgo de las alucinaciones más evidentemente verbales, hemos llegado al Síndrome de Pasividad o Pequeño Automatismo Mental, donde lo que resulta más llamativo es la pasividad del sujeto frente al significante; o por decirlo más claramente: hemos asistido al desplazamiento desde un sujeto integrador de las percepciones, que alucinaba por un defecto de dicha integración, hasta un sujeto atomizado y parasitado por los retornos de un lenguaje que habla solo.
Como recoge Álvarez, Lacan escribe en 1959: “Nos atrevemos efectivamente a meter en el mismo saco, si puede decirse, todas las posiciones, sean mecanicistas o dinamistas en la materia, [...] si todas, por ingeniosas que se muestren, por cuanto en nombre del hecho, manifiesto, de que una alucinación es un perceptum sin objeto,esas posiciones se atienen a pedir razón al percipiens de ese perceptum, sin que a nadie se le ocurra que en esa pesquisa se salta un tiempo, el de interrogarse sobre si el perceptum mismo deja un sentido unívoco al percipiens aquí conminado a explicarlo”.
Álvarez nos explica lo que quiere decir Lacan en el párrafo previo: primero, que el sujeto, lejos de estructurar al perceptum, aparece como el que padece la percepción, y además es efecto o está afectado por lo percibido; segundo, que el perceptum ya está constituido, aunque introduce ciertos equívocos. Se parte de la tesis según la cual no hay perceptum fuera del campo del lenguaje o, lo que es lo mismo, que el lenguaje constituye y determina el hecho perceptivo: “El poder de nombrar los objetos estructura la percepción misma. El percipi del hombre no puede sostenerse sino en el interior de una zona de nominación. Mediante la nominación el hombre hace que los objetos subsistan en una cierta consistencia”. Se plantea así que el hecho primero es el significante y el sujeto su efecto o, para decirlo en otros términos, que toda percepción está sometida al orden simbólico, y éste determina y produce el sujeto; es todo lo contrario de lo que se sobreentiende en la clínica clásica y en la psicología general, desde donde se considera al lenguaje como un instrumento que usa el sujeto para comunicarse. La cadena significante puede imponerse por sí misma al sujeto en su dimensión de voz, sin necesidad de que intervenga ningún órgano sensorial. Se sea psicótico o no, no hay manera de hablar sin dividirse, pues cuando hablamos también nos escuchamos.
Escuchar la palabra de otro induce siempre una sugestión, un encantamiento del oyente por la cadena hablada que se impone y sujeta. La percepción de la propia palabra, por su parte, introduce un efecto de división subjetiva, pues hay siempre un instante de suspenso o incertidumbre que se instala entre el tiempo en que se oye la voz y la atribución de la frase a la voz que la enuncia; ése, en el caso del psicótico, es el momento propicio para la alucinación. En la psicosis, eso que está forcluido en lo simbólico, eso que el sujeto no asume de ninguna de las maneras, vuelve a presentársele como proveniente de lo Real y ajeno a su propia endofasia. Álvarez se detiene también en las “voces” del psicótico para mostrar la estructura invariable de la alucinación. Plantea que, en mayor o menor medida, siempre están presentes en la psicosis, y sólo en la psicosis. Hay fenómenos parecidos en la histeria, pero se trata mayoritariamente de imaginerías, es decir, de proyecciones imaginarias muy vívidas, que el sujeto simboliza e integra en relación con su propia historia; también en algunos estados, como en el delirium alcohólico, pero el sujeto no las asume como suyas y las critica. En la alucinación es distinto, pues el defecto es simbólico y no imaginario; en ella, el sujeto está concernido y apelado ineluctablemente. En los psicóticos que han debutado recientemente en esa nueva dimensión de la experiencia se aprecia siempre la perplejidad, la certeza o presencia real de la “voz” y el sentimiento de estar concernidos por ella. Algunos serán capaces de salir del enigma que destruye su identidad narcisista inventando una significación delirante, lo que depende de una decisión y de una elección personal. Mientras la estructura de la alucinación es siempre idéntica e invariable, porque es la matriz mínima de la relación del sujeto psicótico con el lenguaje, el relleno explicativo delirante, de llegar a producirse, es variable y depende del estilo de cada quién.
Hasta aquí, las siempre magistrales palabras de José María Álvarez, que humildemente hemos intentado resumir.